noviembre 24, 2011

Siempre de uno en uno



Cuando eres maestro, es muy importante saber que uno más uno da uno; al que le dé por querer contar estudiantes por docena, está jodido y mejor que se dedique a otra cosa.
            Voy a ponerles un ejemplo, a ver si logro aclarar mis ideas, que hoy están muy esquivas: cuando era jovencita, mi mamá me compró unos zapatitos azules muy bonitos, de tacón. Era éste un tacón diminuto y bien coqueto; pero tacón al fin y al cabo, estaban diseñados para caminar así bien mona por la calle y no para ir corriendo como chiva loca en una divertidísima persecución con mi hermano. Y, bueno, pasó lo que tenía que pasar: el tacón se patinó sobre la banqueta, perdí pie y caí cuan larga era (y ya tenía la estatura que tenía ahora, así que imagínense nomás qué costalazo tan cabrón me puse). Fue tal el madrazo, que se me salió el aire. Mi hermano seguía muerto de la risa, en parte por mi caída, en parte por la inercia de la persecución, pero pasaron los segundos y yo no lloraba; no me levantaba; no me movía ni emitía sonido alguno; recuerdo que no sólo no me dolía sino que no sentía nada: es que no podía respirar. Hasta que, de pronto, sentí un fuerte ¡crac! a la altura del diafragma y una larga bocanada de aire penetró por fin en mis pulmones. Y entonces que me dolió.
            Pues hagan ustedes de cuenta que de los 15 años que llevo dando clases, trabajar en el IEMS ha hecho las veces de ese costalazo tan bárbaro; de varios costalazos, de hecho, uno detrás de otro. No me voy a poner aquí a contar las historias que me han confiado, ni mucho menos a dar cuenta de mi afán por ayudar a quienes me las confiaron -los que me conocen saben muy bien lo que he hecho y dejado de hacer por mis estudiantes, así que no hace falta entrar en detalles-; lo importante es que después de oír todo lo que yo he oído en esa escuela, y de haberme sentido inútil e impotente, incapaz de hacer nada realmente efectivo más que escuchar y hablar y de nuevo escuchar, un día, simplemente, dejé de sentir; ya no siento ni angustia, ni amargura, ni dolor de ningún tipo; y no es que me haya vuelto insensible ni indiferente; es sólo que, como aquel día lejano en la corretiza con mi hermano, le entré a esto de ser maestra con muchas ganas y mucha alegría, y ahora no puedo ni respirar.
            Corrijo: no podía; hasta ayer.
            Resulta que el viernes pasado me llegó un críptico mensaje de uno que fue mi compañero en el IEMS y que, en breve, me urgía a ver una película llamada Detachment (mal traducida como Indiferencia, pero que en realidad debería titularse “Desapego”). Como estamos hablando de un amigo muy, muy amado, lo voy a llamar “Christos”, en recuerdo de su fe inquebrantable y de la certeza absoluta con la que afirmaba que Dios es superabundancia de amor... una afirmación que toma tintes místicos y casi de mártir cuando se la oyes  a un maestro de Jalalpa.
            Total, que no pude ir en seguida, pero ayer por fin y apenas a tiempo, logré ir a ver la película en cuestión.
            ¡Ay!
            ¡¡Ay!!
            Fue como esa bocanada de aire que abre los pulmones y despierta de golpe el sistema nervioso después del costalazo, sólo que en lugar del diafragma, fue el espíritu el que hizo ¡crac! antes de que una avalancha de emociones sepultara cualquier vestigio de racionalidad y me acabara la bolsita de kleenex que llevaba conmigo (por cierto: no coman palomitas mientras lloran, porque se escalda la lengua).
            Estoy -qué claro me quedó después de ver esta película- mucho más cerca de ese maestro de lo que habitualmente estaría dispuesta a aceptar; “Indiferencia” es una pésima traducción: ese maestro es lo que se quiera, menos indiferente. Yo lo entiendo; es que es tanta la angustia, que en algún punto pierde los contornos y se funde con lo que sientes a lo largo del día, de modo que todo lo que piensas y sientes está siempre mezclado con esa angustia sorda, y por eso te vuelves duro y por eso ya no lloras cada vez que llegan con sus historias, y por eso los regañas en lugar de compadecerlos, y por eso..., ¿ves?: por eso.
            No es indiferencia. Es un dolor largo; es una tristeza difícil de enfrentar; es un intento inútil por mantener alguna cabrona distancia que te salve del desgarramiento por ver a otro chavo que se pierde y es como si te lo arrancaran de los brazos, o como si te lo arrancaran con todo y brazos.
            El profe de la película, de plano, se lleva a su casa  a una escuincla (que no es su estudiante, pero tiene la misma edad y se anda prostituyendo) para sacarla de la calle y ofrecerle una oportunidad. Me recordó algo que a veces dice el Brujo (otro maestro del IEMS de Jalalpa, que es joven aún y por eso la angustia todavía no le ensordece el corazón): que él quisiera poder sacar a varios de estos de esas casas espantosas en las que malviven y hacerse cargo de ellos, ofrecerles una vida segura, que se sientan amados y protegidos, que sepan cuán incuestionablemente valiosos son; que tengan aunque sea la oportunidad de elegir. Darles la confianza y la seguridad que sus inútiles e ignorantes progenitores han sido incapaces de ofrecerles (por cierto, hay otro profesor en la película que dice que los papás de los escuincles son idiotas y son además los principales culpables de que a los chavos todo les valga madres, y el protagonista dice que se le debería hacer una prueba especial a la gente antes de permitirle tener hijos. ¡¡Cómo, pero de veras no saben ustedes cómo y hasta qué punto estoy de acuerdo con ambos personajes!!). Pero no podemos. La última vez que deseé fervientemente agarrar a una escuincla y llevármela a mi casa para rescatarla de las bestias peludas que tiene por padres fue hace más de dos años. Por supuesto, no lo hice. De todas maneras, la escuincla ya valió madres y su vida es ese “carnaval de dolor“ del que habla la psicóloga de la película. Por eso no me la llevé, porque ya sé en qué suelen acabar estas cosas; ya sé que, en realidad, nada depende de mí. Además, ya lo hice antes, cuando empecé en este negocio: tan joven que los otros maestros me confundían con una estudiante, yo “adoptaba” a mis chamacos y me los llevaba de vez en cuando a mi casa a comer, a dormir.
            Yo... no sé muy bien si seré capaz de escribir lo que necesito decir...

                        ...sólo sé que al primero que me salga con que los maestros hacemos una labor maravillosa o pretenda echarme porras o darme las gracias o cualquier cosa que se le parezca, le voy a dejar de hablar por mucho, mucho tiempo. No estoy escribiendo esto para dejarme caer y que me levanten; lo estoy escribiendo porque ya no puedo ni hablar ni callarme, y gritar dejó de ser una opción hace mucho tiempo. Dar clases a adolescentes que además son del IEMS y que además viven en Jalalpa, es una sima que sólo conocemos los que damos clases ahí; mucho les voy a agradecer a los demás que me escuchen sin decir nada: en Jalalpa no existe la “labor maravillosa”, sino que siempre estás en falta: siempre sabes que faltó hacer más, que no fue suficiente, que quién sabe qué chingados sea lo que hace falta, pero ciertamente tú no lo tienes y sin embargo, ya estás ahí y no puedes detenerte ni hacerte el ciego (aunque hay quien a fuerza de desesperanza, lo logra y no se entera de nada, y yo quién soy para echárselos en cara).
            En Jalalpa ser maestro es ser un necio.
            Hay una escena en la película en que el protagonista dice que todos los profesores hemos creído en algún momento que podemos hacer la diferencia, pero que al final lo único cierto es que les fallamos. La primera vez que lo dijo, se me encogió el cuerpo en el asiento del cine y pensé con una voz que gritaba en mi cabeza: “¡No es cierto, yo no le he fallado a nadie! ¡Yo he hecho todo lo que he podido! ¡Nadie puede decir que no he hecho todo lo posible! ¡¡Yo no le he fallado a nadie!” Pero lo cierto es que le he fallado a mucha gente; me di cuenta la segunda vez que el personaje lo dice: ”les fallamos a ellos [a los estudiantes] y a nosotros mismos”.
            Le mandé un mensaje a Christos y le dije que ya vi Detachment y que el profe de la película tiene razón: yo les fallo a ellos porque no puedo salvarlos a todos, y me fallo a mí misma por seguirlo intentando; porque no me quito; porque no me rindo. Porque al que he arrancado de la calle, de las drogas, de las bandas de criminales, de la desesperación, de padres golpeadores o violadores y de futuros espantosos, al paso de los años me contacta -el facebook es un invento del demonio, me cae- y me entero de que ese (o esa, ya no sé; son tantos) por el cual me la jugué en su momento, acabó llevando una vida jodida y adocenada, que ya no siguió estudiando, que ya tiene un hijo, que trabaja de dependiente en X tienda y que, para acabar más pronto, le dijeron que nació para maceta y que nunca iba a pasar del rincón más oscuro del corredor, pero llegué yo con mis pinches ideas raras y lo convencí de ponerle rueditas a la maceta y chingue a su madre, vámonos de aquí, y todo para que acabe regresándose al puto corredor... No puede ser. 
             Y ya sé, sí, ya sé que no son todos, que algunos sí le siguen, que algunos sí le echan ganas, que algunos se amachinan y se forjan vidas que valen la pena ser vividas... ¡sí, ya lo sé! Pero, ¿cuántos?
          Una vez Christos se angustió mucho por el futuro tan incierto de nuestros estudiantes -esto fue poco antes de que él decidiera irse- y yo le dije que no somos la Madre Teresa pero sí le hacemos caso, e igual que ella en el IEMS no contamos de diez en diez, sino de uno en uno. Siempre de uno en uno. Sólo puedes ayudar a uno cada vez y su salvación depende de ellos mismos y no de nosotros. Que nosotros hacemos lo que podemos, y aun más, pero no más. Que no vea a los diez que valen madre, sino a ése que lo logró. Claramente, no fui muy convincente que digamos porque, al final, Christos se fue. Hizo bien. También yo me iría, si pudiera.
            ¡Pero no me voy: ese es el punto!; y me preocupa que mañana se habrá calmado esta tormenta a escala dentro de mí y volveré a la placidez de mi insensibilidad, por lo menos hasta que algo horrible vuelva a suceder (por ejemplo, la próxima vez que tenga que mandar a un/a estudiante a hacerse placas del cráneo, a ver si no hay fractura por efecto del madrazo que le puso su mamá o su papá); pero, por lo pronto, lo que realmente me preocupa es que no logro recordar cómo se le hace para contar de uno en uno sin llegar a dos.


PD ¡Ay, de aquél al que se le ocurra pretender consolarme!: ¡resistan la tentación! En todo caso..., gracias por escuchar.

octubre 19, 2011

Morirse es buena idea

Ya me regañaron porque ando lenta con mi blog. Una disculpa: primero, por fin pude entrar a la maestría; y ya andaba yo bien contenta, pero no calculé la cantidad de trabajo que ello implica y, ¡qué barbaridad, me cae que ni a la carrera le metí tanto empeño!; pero está valiendo la pena, harto y rete-harto.  Así que mi intención original era escribir acerca de la maestría, específicamente de mis maestros y compañeros, que son todos unas criaturas bien ñoñas y definitivamente encantadoras (por lo menos a mí me tienen encantada). Pero la vida tiene más imaginación que yo y el día de hoy no me queda más que hablar de la muerte. Es un asunto de la máxima importancia para mí; es algo en lo que pienso y medito constantemente; y, sin embargo, no había querido escribir aquí al respecto, porque no sabía cómo. Por dónde empezar.

Y pues ya llegó el momento de dejar de hacerme güey: el Segador anda en chinga, tendido; no sé si le incluyeron pago de horas extra en su contrato o qué, pero es impresionante la cantidad de personas que se han muerto en los últimos meses. Personas conocidas, no el montón de gente que ya sabemos que se muere a diario, pero que no conocemos.

Para mí, la Cosecha empezó con la muerte del papá de una de mis amigas más amadas; estaba yo preparándome para disfrutar de mi primer día de vacaciones de diciembre, cuando ella me habló y me dio la noticia de que su papá acaba de fallecer. No sé qué hay en ese discurso, en el de la muerte quiero decir, pero es que... es un discurso que me atravesó cuando murió mi abuela, hace 6 años, y desde la muerte del papá de mi amiga, cada vez que alguien me habla y me dice "Acaba de fallecer Fulanito", se enciende en mí una especie de dínamo portentosa que me deja exhausta y al mismo tiempo -esto va a sonar raro, pero ténganme paciencia- muy contenta. La muerte se ha convertido en un discurso que me habita.

Mi hermosa Charo fue el vórtice de mis relaciones con el Segador; se la entregué personalmente el 27 de diciembre del año pasado. Esa muerte nadie me la anunció: yo la esperé con ella, durante 6 meses largos; al menos dos días entre semana y uno más el sábado o domingo, me dejaba caer por su casa y me encerraba con ella a platicar, a hacerle sus "curaciones" (que en realidad no eran para curarla sino para mantener al dolor tan a raya como pude, pero bueno... para efectos de este escrito, dejémoslo en que eran curaciones) y a contarnos toda clase de chismes y confidencias. Pero sobre todo, hablábamos de su muerte. Ella me hacía preguntas; quería saber qué iba a pasar, cómo era morirse, si le iba a doler mucho, si todavía iba a tardar, si alguien iba a ir por ella y si -a veces sus preguntas me daban mucha ternura- podía escoger a quién quería para que la llevaran al Cielo. Yo le contestaba lo mejor que podía, tomando en cuenta que mis experiencias con el Segador son bastante... cercanas, digamos; pero a fin de cuentas no me he muerto, así que, obviamente, había varias lagunas en mis explicaciones. Por fortuna, el sentido del humor de Mi Hermosa -el mío no se diga- nos alcanzaba para inventar toda clase de especulaciones, bromas y cuanta pendejada se nos ocurría para imaginar las partes que no me sé.

Y las partes que sí me sé, por si a alguien le interesan, consisten en realidad en la manera como el cuerpo se va desconectando hasta que todo se detiene; no se siente dolor, pero sí mucha angustia cuando no se está preparado; esa angustia es una respuesta del cuerpo, es un madrazo de adrenalina y nada más; pero una preparación en vida para el momento de la muerte puede ayudar (¡muchísimo!) a que no nos enredemos con la sensación física y nos muramos bastante contentos. Hasta ese punto, son cuatro fases de muerte que los occidentales confundimos con la muerte de hecho, pero no es así; cuando el corazón, los pulmones y el cerebro se paran, aún quedan otras tres fases antes de que la conciencia (o el espíritu, mente, alma o como quieran ustedes llamarle, y en las cuales ya no se siente nada de nada) se desprenda y no es sino hasta ese momento que está uno muerto.

Y entonces lo que sucede es que te fundes con tu Origen... con Dios, pues. Y emprendes el mejor viaje al que vas a ser invitado nunca. De ahí para adelante, lo que sigue ya no lo sé de cierto (o sea, no me consta), pero dado que el resto sí me consta, no tengo dudas respecto a lo que he leído para lo que sigue: literalmente, es un viaje. El "a dónde" queda reservado según las creencias de cada quien: a esperar tu juicio (que según dice mi amá, va a ser una especie de balance para determinar qué tanto amaste), o al Cielo, o al Infierno (que según los bautistas, hay de varias categorías, definidas por qué tan lejos quedas de Dios), o al Camino Intermedio, estadío éste que precede, según el budismo, al renacimiento. O a la Nada si eres ateo, en cuyo caso ya no hay bronca. O sea que cada quien se va de viaje a donde eligió ir en vida.

Así que, en resumen, aquí a nadie le va a pasar nada horrible; nomás nos vamos a morir. Y lo estoy diciendo MUY en serio: solamente nos vamos a morir. Ni nos van a torturar, ni nos va a interrogar la versión celestial de la Stasi, ni nada por el estilo. Porque, si somos creyentes (creyentes de lo que sea), en el peor de los casos, nos va a tocar asiento en gayola o vamos a renacer en bóilers apagados; y si no creemos en nada, entonces nos vamos a dormir para siempre y ni nos vamos a enterar.

Y, francamente, ya va siendo hora de que nos pongamos a pensar seriamente en este asunto al que todos procuran ignorar: todos nos vamos a morir. Y considerando que este mundo tiene millones de años, y que nuestra existencia no suele pasar de los 80, nos vamos a morir pronto. Y está bien, pues; ¿para qué queremos vivir más?, ¿para ver cómo se van muriendo todos aquellos a los que amamos? Y aunque así fuera, si nos tocara ser los últimos, tampoco es para aterrarse; más bien, procuremos ganarnos el honor de ser quienes despidamos a los demás; que todos aquellos a los que amamos sean despedidos por nuestro abrazo. Que lo último que vean sea nuestra mirada llena de amor y que se la lleven, como impronta, para que cuando les pregunten: "¿cuánto amaste?", puedan  responder: "lo suficiente para haberme ganado esto" y abrirse el pecho y mostrar en su corazón la huella de nuestro amor. ¿A poco no vale la pena ser el último a cambio de eso?

Yo no soy nadie; soy cualquiera; no sé mucho. Pero he acompañado a dos personas hasta más allá del Umbral y lo que sí sé de cierto es esto: todos, absolutamente todos, vamos a ser recibidos; y lo que es más, muy bien recibidos. Todos. Sin excepción. No puede ser de otra forma, puesto que todas las religiones describen a la divinidad como la forma última y perfecta del amor. Y en el amor no puede haber angustia, ni dolor, ni castigo. Todos seremos recibidos como hermanos amadísimos, y todos seremos reconfortados. Así que, como verán, morirse es siempre buena idea; todo está en vivir bien, contentos, satisfechos, tranquilos y confiados; si no vivimos así, entonces ya vamos viendo qué hay que hacer para conseguirlo: esto es de veras, de veras muy importante. Hay que vivir bien.

Y todo va a estar bien.

septiembre 17, 2011

Gracias, Marcelita

Mi amiga Marcela se va a otro plantel y yo creo sinceramente que ella nunca va a saber hasta qué punto la quiero y cuánto la voy a extrañar.

Yo sé que a muchos Marcela les impone o, en el mejor de los casos, los pone nerviosos; pero a mí Marcela me acogió en un tiempo en que me sentía desamparada y todo parecía estar mal, mal. Y ella lo volvió bueno. Me agarró casi sin preguntarme y me dijo con su vozarrón maravilloso: "¡Vamos a mi pueblo!" "¡Sí, por favor, alguien sáqueme de aquí!", pensé. Así que fuimos a Puruagua, ella, su chavo y yo.

Al iniciar el viaje, iba yo, pues como andaba en esos días: confundida y llorosa, rehistérica y con la confianza hecha trizas. Marcelita me trepó en su coche, me llevó al puesto que tenía su familia, me atascó de los mejores tacos de carnitas que he comido en mi vida, me volvió a subir a su carro y me dijo: "duérmete". Y yo, obediente, me dormí. Más bien, me perdí. Cuando desperté, todo lo que se veía era campo y cielo, y más campo y más cielo. Y Marcela platicaba, me compartía recuerdos, se reía con su risa fabulosa y para acabar pronto, me rodeó con su aura de mujer poderosa y dulce. Me llevó a comprar chácharas de cerámica horneada a alta temperatura y me indicó: "No le lleves nada a nadie; cómprate para ti cosas solamente. Consiéntete." Y luego compró guayabas, cacahuates, quesos y tortillas, y me dijo: "A ver, mira, podemos..." y se arrancó con una lista confusa de actividades, a la que yo respondí con un: "lo que tú quieras Marcelita; vengo en "modo windows": yes-to-all".  Y ya en su casa, cocinó para mí y compartió su mesa y su vida conmigo, con naturalidad, amorosa, puro regocijo y hospitalidad.

No recuerdo ninguna otra época de mi vida en que me haya sentido más apapachada, más segura y consentida que esos tres días en la casa de Marcela, en Puruagua.

Ahora Marce se va y ya no quedará más que el agradecimiento de perro callejero que encontró casa que yo siento hacia ella, y un cariño profundísimo, ni más ni menos que el que ella se merece. Transcribo para ustedes un texto que le escribí a un amigo sobre el viaje y que a Marcela le encantó; lo escribí el día que regresamos, el cual, estoy convencida, fue el primer día de mi nueva vida:




Puruagua

El cielo, Alberto, en Puruagua, es inmenso; tienes que girar sobre ti mismo para abarcar con la vista el horizonte de lado a lado.
            El aire huele a tierra, a abono, a dorado pasto reseco del que salen, altas, unas espigas que sobrepasan tu cintura y sus hojas son como penachos, sutiles y suaves, cuyos colores van desde el dorado más pálido hasta el bermellón; pasas las manos planas sobre ellos y en las palmas sientes su caricia, leve, como de plumas.
            Tiene mucha familia Marcela por aquí. La casa de su tía Chilo está en una pequeña plazoleta, custodiada por tres formidables ahuehuetes que con el viento susurran y llueven hojas y una frutilla redonda y oscura sobre ti. La casa está rodeada por un alto muro. Al traspasar el portón, te recibe otro gigante ahuehuete y un jardín que oculta la casa y la mece, como si la acunara. Toda la casa está embaldosada y la cocina huele a guayabas y a chiles y a risas.
            Al salir, el camino está siempre mojado, porque el manantial cercano está siempre fluyendo y se desborda; se desliza el agua calladamente por la calle, y por eso las piedras de ese adoquín verdean siempre de musgo.
            Esa agua sigue camino abajo hasta una presa, al lado de la cual se alinean los lavaderos comunitarios; éstos son de piedra y se acomodan en dos hileras divididas por una larguísima pileta que se desborda en agua. Y el agua de la presa, aunque es de un tono jade y sostiene en su superficie limo verde claro y brillante, es tan limpia, tan quieta, que en la noche la luna llena refleja en ella los árboles de alrededor, como un espejo nocturno de siluetas y agua viva.
            En las noches, al caminar por el pueblo, el aire se vuelve diáfano, cortante; tus pisadas golpean la tierra y la piedra, y tu sombra te rodea bajo la luz lunar; y la piel brilla bajo esta luz, como si estuviera bordada con hilos de plata.
            La iglesia tiene un atrio magnífico; a través del enorme jardín, una cinta empedrada te lleva a una iglesia enorme, relativamente nueva, pintada toda por dentro de un color crema desvaído; es muy sencilla e increíblemente fea.
            El pueblo está empedrado o en terracería, y conserva intacto el casco de la Hacienda, donde aún viven los descendientes de la antiquísima familia que la construyó y que ahora se dedican a hacer helados de sabores entre los muros centenarios.
            Al salir de la iglesia, nos topamos con el tío Ricardo, que es todo un personaje. Es un hombre alto y guapo; escribe poesía (muy mala) y fue actor; está separado y vive solo en una casa pulcra, sombría y llena de arreos de montar y fotos de su papá. Debe tener alrededor de 67 años y, sin embargo, todo en él tiene la energía y la virilidad de un hombre apenas maduro. Su casa está fincada a la orilla del rancho donde cría a sus vacas lecheras; desde la terraza de la planta alta se las puede ver pastando. Vamos por el tercer tequila cuando se oye el golpeteo de los cascos de un caballito ruano que va al galope, juguetón y espléndido; los músculos restallan bajo la piel brillante por el sudor del juego. Ricardo huele a campo, a ganado y a soledad.
            Salimos del rancho y volvemos a la casa. La casa de Marcela es hermosa. Tiene tres bóvedas como de ladrillo y un montón de ventanales y tragaluces; a un costado, ella y Pedro han plantado rosales de todos los colores; en la noche, el rosal blanco brilla bajo la luna en contraste con el negro muro del fondo.
            Han cubierto el piso con diversos materiales, pero todos son ocres y cálidos. Esta casa es un refugio de piedra y vigas; aún no tiene árboles que la protejan porque la casa es nueva y los árboles, muy jóvenes; y aun así es un refugio. Huele a tierra y loseta y piedra y sueños y devoción filial; en efecto, el amor de Marcela por Mónica y Pedro es incontestable; es un  amor duro, violento, profundo; inmenso, inmenso, como el cielo de Puruagua.
            Y la propia Marcela es... la Diosa Blanca transformada en mujer; tan fuerte como frágil, dulce y agresiva como el sabor de las naranjas recién cortadas, Marcela es un refugio en sí misma, como su casa; su risa es capaz de despejar cualquier bruma del corazón y sus palabras son una mezcla de dureza y cariño; son puñal y son caricia. Marcela es una auténtica fuerza de la Naturaleza y viajar con ella es sumergirse en aguas profundas y cálidas, sanadoras, protectoras.

Es tiempo de dejar Puruagua. Tres días -como cuento para niños: redondo y mágico- pasamos en este pueblo adormecido al pie de la Sierra. Llevamos un cargamento de tunas rojas que Francisco -el hombre que ha convertido las exigencias de Marcela en esta casa bellísima- bajó del monte ayer para nosotros; quesitos redondos de sabor definido; pan de muerto, aromático y esponjoso; un montón de imágenes, de olores, de sensaciones amplificadas y, para ti, un pétalo de cada rosa de los rosales de la casa de Marcela, un fruto de los que llueven los ahuehuetes que custodian la casa de la tía Chilo, una espiga con su penachito, suave y sutil, un pedacito de una teja del techo de la casa-refugio de Marce, una flor morada de las que crecen a la vera de la carretera sobre la cual volamos en el carro rumbo a la ciudad y la esperanza de que con estos recuerdos te llegue el golpe del sol espléndido de Puruagua en el rostro, el nocturno frío cortante en la piel, el rumor constante de los manantiales y el eco de nuestras risas en la cocina, frente a una taza de café.


Gracias, Marcelita preciosa. Infinitamente gracias por tu amistad y por haberme rescatado esos días, de todas las maneras en que yo necesitaba ser rescatada.

agosto 26, 2011

Paraíso perdido


Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe...
El clamor del poeta afila el aire que respiro;
su reclamo
me atraviesa las vísceras.
Fui el toro indultado
que ya veía sus cuernos enmarcando su querencia,
cada paso más lejos y cada uno más cerca,
y ya la puerta se abría, tras la madera batiente latía ya,
ya en sus oídos, ya en el lomo ensangrentado,
el refugio del camino a casa,
la promesa del retorno,
la vuelta al Paraíso.
Y ya sentía la piedra bajo las pezuñas,
el dolor y el terror de la corrida aún surcando
sobre la piel mutilada,
pero ya detrás del umbral, ya antes, ya no aquí,
cuando los goznes de una nueva sentencia
rechinaron y
la querencia se quitó la máscara y se tornó Sima,
nadie me
explica nada, ¿por qué habrían de hacerlo?, soy sólo
un toro que soñó con tanto anhelo el Retorno
que se ve de vuelta en el ruedo,
mi querencia se cierra con un golpe traidor, seco,
definitivo...
Uno, otro, el mismo, en traje de luces me
reta con una espada en la mano.
Soy el toro indultado que va de regreso a casa
por un camino de sangre y acero.
¡Qué despacito me está matando esta vida!

agosto 23, 2011

Julio, mi Julio, mi Julio muerto.

Hace muchos años (¡pero muchos!), la mejor amiga de mi mamá me prestó un libro que ya no recuerdo ni por qué me llamó la atención; debo haber tenido 16 ó 17 años; la portada era negra y tenía dibujado uno de estos juegos de "avioncito", pero medio extraño porque antes del 1 tenía una raya y la leyenda "Tierra" y en lugar del 10, la palabra "Cielo"; igual y fue por eso, ya no sé. De haber sabido lo que iba a desencadenar ese libro, no estoy segura de si lo hubiera leído.

El caso es que lo leí. Enterito. Y no de corrido, que conste: salteado, como se indica desde el principio; primero el capítulo 73: "Sí, pero quién nos curará del fuego sordo [...], de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego...", y luego el 1, el 2, el 116; por ahí del 6 empecé a sospechar que no estaba entendiendo nada, pero como soy muy necia, le seguí, y entonces llegué al capítulo 7... ¡ooooh, maravilla!, y ya no me pude detener.

Cuando lo terminé me di cuenta de dos cosas, una consecuencia de la anterior: que no había entendido un carajo, y que a ver cómo pero yo iba a terminar por entenderle.

Llegó el final de la preparatoria y el momento escabroso y reangustiante de elegir carrera; en esos tiempos, todavía te dejaban escoger tres opciones; me acuerdo del formato: era de esos grandes de papel tan grueso que parece cartulina; estaba impreso en rosa chillón y tenías que marcar tus opciones rellenando ovalitos con un lápiz del número 2. Decidí irme de la que menos me interesaba a la que me moría por estudiar (con el pequeño obstáculo de que no tenía ni idea de cuál sería ésta última); ton's puse: "Tercera opción: Física"; fácil, me encantaban las matemáticas y estaba en el club de Física del maestro Juárez, así que no era ninguna mala idea, sólo que no era la mejor. Luego: "Segunda opción: Antropología"; ésta estoy segura de que me la saqué de la manga, porque ni conocía a nadie que hubiera estudiado eso, ninguno de mis amigos pensaba estudiarla ni tenía la menor idea de a qué chingados se dedicaba la gente que hacía eso; no sé por qué la puse; a veces me pregunto cómo sería mi vida si me hubieran mandado a esa carrera; el caso es que la puse. Tampoco es que importara, porque llegó el momento trágico en el que debía escoger la carrera que me iba a dar de comer el resto de mi vida: "Primera opción:..."

Me acuerdo del momento y de haber pensado "Música; yo sé que tengo que poner música; Mercedes (mi adorada y absolutamente venerada maestra de canto) me va a matar si no escojo música"; después quedó claro que ni me iba a matar ni mucho menos, porque más bien, como que la adoración no era mutua. Pero yo de verdad creía que me iba a degollar y además yo estaba embobada con el canto y de algún modo sabía que me iría muy, pero de veras MUY bien si estudiaba música y me convertía en cantante de ópera; pero, ¡pinche Julio!, ahí estaba, una idea que se me antojaba tan pendeja como riesgosa: Literatura. Y yo pensé "¿Cuál, cuál?, ¿música o literatura?, ¿qué hago?, ¿¡música o literatura?!", y de repente, toda la angustia de las semanas previas a llenar el maldito formato se disolvió cuando me respondí: "Cortázar" y taché Literatura.

El primer quesque-ensayo que escribí en mi vida fue para el doctor Raymundo Ramos y fue (por supuesto, si no para qué me metí a esa carrera horripilante) sobre un texto de Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar. No me pudo ir peor. El doctor Ramos me hizo picadillo, pero tan, tan finito, que yo lo único que quería era un agujero marca Acme para aventarme por él; el condenado doctor se echó 20 minutos detallando las razones por las que mi ignorancia era tan grande que había escogido un texto que no era un cuento, ni mi texto era un ensayo, y burlándose de mi estupidez por haber pretendido entrarle (yo, una pobre estudiante de segundo semestre, cómo se me ocurre...) a un texto de Cortázar. Me acuerdo que ese día estaba de metiche "el super Ego", un compañero del último semestre que al salir me quiso consolar diciéndome que mi error había sido "meterme con Cortázar, porque ni los de octavo podemos con él"; y eso sí me enchiló; pensé: "si no pueden es por pendejos, a mí no me incluyas", pero no dije nada; me fui a mi casa hecha un basilisco, me pesqué otro libro del fulano -al que ese día empecé a odiar un poquito-, me aseguré de que eso sí fuera un cuento y escribí el primer verdadero ensayo de mi vida, sobre "Autopista del sur". Cuando el mentado profesor vio que insistía con Cortázar, me miró con harta burla y un poco -quiero creer- de ternura, y me hizo un gesto de que empezara a leer. Éxito rotundo. ¡Por fin había logrado entender algo de Cortázar!... pero no aquel otro. Todavía no.

Así que me chuté la carrera completita, la cual odié con todo mi corazón casi desde el principio, pero, como ya dije, soy necia, y además me había echado el pleito de mi vida con Mercedes (no por estudiar literatura, sino porque finalmente me quedó claro que si seguía con ella, nunca iba a cantar ni las Mañanitas, así que la mandé por un tubo de bastante mala manera) y ya no había más opciones; era Cortázar o Cortázar. Pos' ya qué. Tengo que aceptar que, de no haber sido por un par de compañeros que sí leían y que no estaban ahí mientras se casaban, y sobre todo, por algunas maestras (y de dos de ellas definitivamente sí hay que decir el nombre: Lilián Camacho Morfín y Consuelo Santamaría) que fueron la neta más absoluta, en ésa o en cualquier otra carrera, igual y sí me hubiera dado por vencida.

¡Dios, cómo odié la carrera!: la abulia de mis compañeritas, la falta de interés de la institución, la irresponsabilidad de tantos maestros, en una carrera como ésa que debía estar llena de gente pensante y harto, harto, harto leída; no sólo no me encontré a los pares con los que soñaba, sino que me convertí en un auténtico bicho raro, peor que en la preparatoria.

Pero lo logré: terminé la condenada licenciatura. Y vino la tesis; entonces sí que no tuve ninguna duda, sabía de qué la iba a escribir, aun desde antes de saber lo que era una tesis: de Rayuela. Me tardé 5 años, en el transcurso de los cuales harté a tres directoras de tesis (la última afortunadamente no me empezó a alucinar sino hasta que ya estaba lista para titularme), me leí todo, pero todo lo que existía en ese momento sobre Cortázar, aguanté a media universidad diciéndome hasta la náusea que "ese era un tema de maestría", desarrollé una bastante sana relación de amor-odio con Cortázar (lo que más me dolía es que el cabrón se hubiera muerto antes de que yo me enterara siquiera de su existencia), empecé a trabajar, conocí al zoquete con el que en mala hora me acabé casando, perdimos una huelga de 9 meses y se me rompió el corazón en pedazos que aún no logro recuperar del todo al verme obligada a renunciar a mi amada Universidad para poder titularme, pero, finalmente, lo logré: le entendí a Rayuela.

Y es curioso; no sé por qué, últimamente a ciertos criaturos intelectualosos les ha dado por escribir sobre esta novela; ¡y dicen cada cosa!; para muestra un botón, anda por ahí uno que dice que Rayuela no es, ni mucho menos, la mejor novela de Cortázar y quiere mandar al psiquiátrico (o algo así) a cualquiera que se sienta identificado con Oliveira. Ajá. Pues, miren; después de todo lo que pasé y de todo lo que me jugué por ese autor y, sobre todo, por ese libro, igual que con la huelga, me vale madres lo que opinen; en lo que a mí respecta, Rayuela es el sueño dorado de cualquiera que se pretenda escritor, ya quisieran toda la bola de babosos adocenados parecerse a Oliveira, la carrera fue un asco, el capítulo 7 es el mejor texto de amor que existe y Cortázar es la neta.

agosto 07, 2011

Varitas rotas

Soy fan en serio de la Literatura Fantástica y tuve el honor de ser el gato particular (o sea, la adjunta) de la Dra. Lilián Camacho Morfín en la carrera de Letras en la materia de Literatura Medieval Europea, donde descubrí, entre otras muchas cosas, de dónde había salido la Tierra Media (¡oh, maravilla!); aclaro de una vez que Lilián detestaba la Literatura Fantástica y me dejaría de hablar si supiera que me chuté los siete libros y las ocho  películas de Harry Potter. Debí hacerle caso.

Cuando terminé de leer el 7° libro de Harry Potter hice el coraje de mi vida; me pareció malo, malo, malísimo. Hice un auténtico berrinche y maldije la mala hora en que me dejé convencer de leer el primero; ¡si ni a mis estudiantes les gusta ya Harry Potter! Pero uno no aprende; y 'ai voy a ver las películas. Debo decir en mi defensa que tenía la esperanza de que el guionista, el director o alguien, quien fuera, arreglara las estupideces del libro. Y, bueno; medio arreglaron lo de la espada, pero la película adquirió una larga lista de nuevas babosadas... y dejaron el final, cómo es posible.

El libro (la saga completa) tiene muchos problemas; el principal es, probablemente, que a partir del 3°, todos parecen escritos para ser llevados al cine y se sienten varias plumas en al menos dos de ellos (por 'ai sigue en el aire el rumor de que es un plagio de The book of Magic del magnífico escritor Neil Gaiman). Así que en el último, la autora no tuvo la capacidad de matar al protagonista, que es lo que debió suceder para mantener la unidad del personaje y la manera como se había venido desarrollando la trama; no sólo no lo mató, sino que lo convirtió en un señor adocenado con su esposita y sus hijitos. Un cualquiera.

Aparte está el problemita éste de que, en el libro, quién sabe de dónde sale la espada con la que Neville se echa a la serpiente; el enfrentamiento entre la señora Wesley y Bellatrix (mismo que en la película es de un absurdo incomparable, la ama de casa gorda y desgreñada contra la mano derecha del mago más poderoso) es muchísimo más emocionante en el libro que el que se da entre Harry y Voldemort, quienes se dicen tanta cosa durante el duelo que en ese tiempo ya hubiera podido llegar alguien más y matarlos a los dos, por sangrones y ridículos. Luna desaparece del todo al final del libro, como si su participación no hubiera tenido ninguna importancia, y en lugar de echarse a Harry, matan a uno de los gemelos, lo cual es lloroso y absolutamente inútil para el entramado de la historia.

Pero lo peor de todo, lo que de veras me cala, es el asunto de las varitas. ¡Seis libros jodiendo con que las varitas son muy importantes y depende de quién son, de qué están hechas, quién te la vendió y cómo van guardando los hechizos y no sé qué más, para que en el séptimo se rompa la de Harry, así nomás, "caray, perdón, se rompió"!... no puede ser. Con la fama que ya tenían los libros a esas alturas y el hecho ampliamente demostrado de que la autora tiene una cultura medieval muy, pero de veras muy limitada, ¿qué a nadie se le ocurrió hacerle, no sé, un resumen sencillo, cortito, escrito así como "versión Palitos -3", sobre el significado de las varitas y las espadas en la tradición de los guerreros y magos? Pero, bueno, estamos hablando de una autora que presume de no haber leído nunca a Tolkien y tener mejor sentido del humor que él; lo primero, se nota; con lo segundo no voy a perder mi tiempo.

Pero regresando a un resumen para ampliar (o de perdida, generar) la cultura literaria de esta señora, hubiera estado bien; así la Rowling se hubiera enterado de que la varita es para el mago lo que la espada para el guerrero: además de ser un símbolo fálico bastante evidente, es el alma del mago; es el instrumento mediante el cual un guerrero o hechicero adquiere experiencia, amplía su poder y concentra su sabiduría, y no están hechas de materiales comunes ni las puede fabricar cualquiera; además de los materiales con que se fabrican, al forjarlas o pulirlas -según si es espada o varita-, se les imbuye con el espíritu de quien la crea, se pronuncian hechizos para protegerlas y son mandadas a hacer especialmente para una persona determinada. Es casi imposible romperlas o destruirlas y, en el caso de las varitas, es absolutamente imposible que las use otra persona.

Otro punto importante para que al escritor no se le haga engrudo la sopa es que el mago requiere un entrenamiento mental y físico muy extenso antes de que su Maestro y su coven (algo así como su comunidad mágica) consideren la posibilidad de que porte una varita. Cuando llega el momento -que es, de hecho, el momento cúlmine de la preparación y entrenamiento de un mago o bruja, y funciona como un rito de iniciación-, el aprendiz de las artes mágicas deberá emprender solo la búsqueda de un árbol especial, pedirle permiso para cortar una de sus ramas y utilizar su atame (un cuchillo especial de doble filo que sólo puede usar un mago, ya sea para cortar hierbas con fines medicinales o para defenderse) para realizar la tarea con sumo cuidado. Cada mago deberá cortar y pulir su propia varita y, mientras lo hace, debrá formular una serie de hechizos y encantamientos con el objetivo de que el resultado final sea una varita mágica y no una simple rama de árbol cualquiera.

Harry Potter no hace nada de esto; va a una tienda y la compra. Se le rompe siete años después y se apaña otra, ques'que porque se la ganó a otro mago y la varita cambió su lealtad... ¡no, bueno!; supongo que un objeto al que compraste con dinero común sin hacer ningún esfuerzo, a lo mejor sí puede acabar por traicionarte e irse con otro. Puestos a re-hacer la tradición de las artes mágicas e importando un comino que quede re-mal-hecha, pues, total, que la compre y la rompa y luego se agandalle una varita chaquetera, pues sí, puede ser.

La cereza de este pastel es la Varita de Saúco, fabricada y entregada personalmente por la Muerte; es la varita más poderosa que existe. Y Harry Potter la rompe a mano limpia, así nomás, valiéndole madres el valor que tiene para la comunidad mágica. La chica que estaba sentada a nuestro lado en el cine exclamó: "¡qué ojete, siquiera hubiera reconstruido Howarts primero!" Sin embargo, por la mente del escuincle no pasó ni por un momento el hecho de que ésa había sido la varita ni más ni menos que de Dumbledore, y tampoco se le ocurre que podían hacerse cosas realmente portentosas en favor de todos, no sólo de los magos, con una varita como esa en manos del mago más poderoso del mundo -porque, muerto Voldemort, evidentemente semejante título le corresponde a su asesino: Harry Potter-. Como bien apuntó una amiga mía, el nivel de destrucción que dejó Voldemort antes de caer era inmenso y, sin embargo, al Potter no se le ocurre que la responsabilidad de ver qué onda con eso, es suya. Entonces, siguiendo la lógica de la propia trama, Harry no era merecedor de esa varita, ni de las artes que se le habían inculcado, ni de la confianza que todos habían depositado en él; la ética, la responsabilidad, la bondad y el agradecimiento no existen para él.

Y, bueno, de ahí para abajo, las cosas no pueden más que empeorar; la escena en la película donde preparan las defensas de Howarts es la última realmente emocionante que se nos ofrece, porque las batallas están rechundas y el ritmo (del cual ni siquiera el libro adolesce) se dispara alocado; de pronto parece que ocurren muchas cosas pero enseguida la trama se detiene en una secuencia larga y aburrida; entonces matan a alguien y parece que se pone emocionante pero entonces se sientan en una escalera semiderruida a besuquearse y nos aburren, entonces otra vez corren como locos y otra vez se detienen... Cuando se terminó la película, yo juraba que había durado unas tres horas, por lo menos, y no, las dos de siempre, pero... ¡qué larga se me hizo!

Y el final... ¡el final!, de telenovela, incongruente, gratuito, cursi, largo, mal hecho... ¡qué asco de final, Dios Mío!; yo de verdad tenía la esperanza de que arreglaran eso en la película, pero estoy soñando; increíble pero cierto, lo empeoraron con ese maquillaje TAN mal hecho; de por sí al Harry no hay quien le crea que tiene 17 años, pero esas patillas ridículas para que creamos que tiene 36... Mal, mal, mal.

Total, decepcionante. Todo lo prometido durante seis libros se quedó en deuda. Alguien tenga piedad de nosotros y enmiéndele la plana a esta pinche vieja, por favor; Harry Potter se merecía un buen final.

Como no se puede, les dejo aquí una lista para quitarnos el mal sabor de boca:
-Neil Gaiman, The book of magic, por supuesto.
-Christopher Paolini, Eragon (y se siguen con Eldest y después, con Brisingr, cada uno mejor que el anterior; y todavía falta el último, que aún está en proceso de escritura), para que lean una historia bien escrita sobre la preparación de un mago que además es guerrero y que, con 14 años, asume la responsabilidad de ser un Jinete de Dragón.
-J.R.R. Tolkien, El Hobbit y ya que andan en ésas, El señor de los anillos, para que no les pase lo mismo que a la ignorante autora del Potter.
- Terry Pratchett, El éxodo de los gnomos y si les gusta, síganse con Brujas de viaje, para que vean lo que es una trama compleja, apretada, sin cosas sacadas de la manga y sin babosadas ni finales marca televisa, y un sentido del humor de a de veras, negro-renegrido, hilarante e inteligente.

Hay más, pero con estos tienen para resarcirse de una saga que, de no haber ido acompañada de películas y una publicidad nunca antes vista para un libro, no creo que hubiera pasado de ser uno más -y en ningún caso el mejor- de los libracos juveniles de proto-fantasía (la Fantasía y los Reinos Peligrosos no tienen nada que ver con esta cosa). Es increíble cómo un pésimo final puede echar por tierra una historia que, en los primeros libros, prometía tanto.

Eso me pasa por andar leyendo estas cosas.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...