julio 25, 2011

El Café Passaje

¡Me cerraron mi cafecito!; esto es toda una desgracia. Sospeché que eso iba a suceder desde que vi sus sillas navegando entre los espejos, bajo una lluvia empecinada e inverosímil  que caía del techo, como cuadro de Remedios Varo.

Para mejor explicar mi pesar, debo explicar primero las circunstancias en que llegué ahí: hace dos años, cuando al fin reuní todo lo necesario (o sea, los que ahora me sobran) para correr al cabrón de mi ex-marido, me quedaron un montón de... vamos a llamarlas "secuelas"; una de las más graves fue que, a pesar de haber nacido con dos patas de perro, los últimos dos años de matrimonio fueron así como la casita del terror y, entre otras, yo ya no salía; iba de mi casa al trabajo y de retache, y no mucho más; cuando llegaba a salir para ir a una reunión o a visitar a mi familia, tenía que volver lo más temprano posible porque me sentía perseguida o me daban pálpitos extraños así como de que si no me regresaba, pero ya, algo muy malo iba a pasar.

Así, una vez que me vi en libertad de hacer lo que se me diera la gana... pues más bien no supe qué hacer. Pero, afortunadamente, la querencia llama y así fue como, para reacostumbrarme a andar en la calle sin ataques de paranoia, comencé por el Centro, ¿por dónde más? Sin embargo, la sensación de estar como a la deriva era tan densa, que plantarme en la plancha del Zócalo me resultaba abrumador y medio espeluznante, de modo que me iba a callejear y así llegué a la calle de Gante y a mi maravilloso cafecito, el "Passaje", que de ahí en más, se convirtió en una suerte de atalaya desde el cual podía observar a la gente sin sentirme vulnerable y, sobre todo, podía escribir. Por primera vez en 5 años había comprado un cuaderno; pero no uno cualquiera, sino uno que hizo especialmente para mí Laura Ortega; no sé si ella esté consciente de lo que significó para mí, pero gracias a sus cuadernos, el engranaje adormilado de mi mente volvió, poco a poco, a ponerse en marcha; son cuadernos bellísimos a los que cada vez Laura tenía que ponerles más hojas y a los que fue agregando aditamentos: hojas de un suave color capuchino para escribir a plena luz sin deslumbrarme, solapas interiores para guardar papelitos, "rodilleras" en las esquinas para protegerlos de los viajes en la mochila, flores en las tapas para renacer con ellas... Después de un silencio escritural de años, de pronto los cuadernos no duraban ni tres meses. Estoy convencida: Daedalus era un mecapalero comparado con Laura. Con esos cuadernos y al amparo de "mi cafecito", volví a acostumbrarme a las calles, a observar a la gente sin sentirme agobiada, y fui desenredando hilo por hilo, renglón por renglón, el enredo en el que me había metido; me calmé y finalmente, volví la vista hacia adentro; no creo haber hecho nunca en mi vida nada más terrorífico, glorioso, impresionante ni tan peligroso como el camino que recorrí dentro de mí en ese primer año y medio. Ícaro era un maricón subido en un caballito de feria comparado conmigo.

Y escribí y escribí y escribí.

Y cuando levanté la vista del cuaderno, me encontré con la mirada curiosa de un montón de gente. En el Passaje cité a mis amigos conforme los fui reencontrando tras años de haber cortado comunicación con ellos. Platiqué con mendigos, músicos callejeros, una viejita que está esperando el cheque de su pensión desde hace no sé cuántos años, como el coronel de García Márquez; me hice amiga de un bolero, compré cualquier cantidad de galletas para gente que no pedía dinero sino comida y leí los libritos de un escritor que paga sus propias publicaciones porque los editores no pueden verlo ni en pintura. Ahí conocí a Paco Piñera, un pintor de talento extraordinario -pero de verdad notable- y con una vida tan bizarra que, de escribirla y volverla literatura, la novela sería tachada de inverosímil; a Cira, que me trataba más como una amiga que como una clienta; al dueño, cuyo nombre, tristemente, nunca supe.

Charo, que se moría de ganas de acompañarme a mi cafecito pero ya no podía, me pedía que le contara cómo eran la calle, el local, la música del violinista que trabaja enfrente; quería saber con detalle todo lo que yo veía, lo que pensaba, lo que sentía, a qué sabía el café que me estaba tomando y a qué olían la luz y el adoquín y el amor y los muffins de chocolate; se estaba muriendo y sin embargo, mientras esperaba, se tomó el trabajo de acompañarme en ese camino que me resultó tan arduo: el de aprender a bienvivir. Una semana después de que murió, fui al Passaje y me encontré con una red bien prieta y reconfortante de nuevos amigos que preguntaron por ella y me consolaron. Esa tarde no escribí; me dediqué a dejarme apapachar.

Mi cafecito fue mi refugio personal en un afuera que me deslumbraba y al mismo tiempo me sobrepasaba y fue, junto con la escritura, los cuadernos de Laura, mis amigos y mi familia, Pablo-Thorin Escudo de Roble, mis chamacos, la literatura y sobre todo, sobre todo, la escritura, un puntal formidable que me sostuvo y me sirvió de puerta de entrada a una vida completamente diferente.

El Passaje cerró sus puertas el martes 5 de julio de 2011. Dejo aquí constancia de su existencia y de mi profundísimo agradecimiento por haber sido mi refugio durante los primeros años de mi nueva vida.

julio 20, 2011

Tsaheylu

Me puse a ver Avatar por chorrocientava vez.  Y hay dos cosas que se me quedaron dando vueltas en la cabeza; una es el concepto de "conexión" entre todas las cosas existentes: personas, árboles, animales; todo unido por un lazo que en la película se da en todos los niveles, físico, mental, espiritual; "tsaheylu", se llama en el idioma creado para los Na'vi, los habitantes del mundo que los humanos pretenden colonizar para drenarlo y dejarlo medio muerto, igual que el suyo.

Habrá quizá que comenzar por la aclaración de que la Ciencia Ficción no es literatura que pretenda hacer predicciones sobre el futuro; la Ciencia Ficción parte de un problema, habitualmente de orden social, en nuestro mundo y nuestra época, y lanza una proyección al futuro: ¿qué pasaría si siguiéramos haciendo X cosa o insistiéramos en determinada práctica? La respuesta se desarrolla en un mundo que el escritor crea como una realidad paralela a la nuestra, en el futuro o de plano en una era indeterminada. Como el análisis de la realidad que los escritores de Ciencia Ficción hacen es bastante puntual, el resultado, es decir, el texto creado, resulta con frecuencia asombrosamente acertado. No es, pues, el Oráculo de Delfos; es lógica pura y dura.

En Avatar se parte de un hecho que ya todos conocemos y que se necesitaría ser muy necio para negar: sí estamos agotando los recursos de este mundo y, conociéndonos, somos más que capaces de ir a terminar con los de otros mundos, nomás que seamos capaces de trasladarnos a uno de esos.

Avatar, sin embargo, no se limita a mostrar las consecuencias de una especie que parte de su mundo moribundo para ir a agandallar a otros; desarrolla más bien la idea de que no tenemos derecho a hacerlo. Y esto sí que es una rareza; cuando la vi por primera vez, me impresionó muy gratamente que los gringos fueran capaces de hacer una película carísima en la que sus amadísimos "marines" fueran una recua de descerebrados a las órdenes de un corporativo al que lo único que le interesa es ganar dinero. Pero lo que más me sorprende es que ataquen una idea que es la base de su propio comportamiento beligerante como nación: el homocentrismo, esta idea de que Dios nos entregó todo lo que existe en la tierra para que gobernáramos sobre ella, como si el resto de las cosas vivas fueran inferiores a nosotros. Una idea que ha dado lugar a la explotación sin límites de cuanto recurso natural se nos ha puesto enfrente.

La idea de una conexión que, de manera real y efectiva, nos une con absolutamente todo lo que nos rodea va completamente en contra de esa otra de que somos así como "the masters of the universe".

No puedo estar más de acuerdo con la idea del tsaheylu: no somos ni más ni menos que los demás seres sintientes en este o en otros mundos. Si tenemos una capacidad creativa y racional superior, muy probablemente se deba a que es nuestra responsabilidad crear un equilibrio con todo lo que nos rodea y cuidar que ese equilibrio se mantenga; si acaso Dios nos entregó todo en este planeta, con toda probabilidad fue para que lo cuidáramos, no para que nos atragantáramos con él. Nuestro planeta no es, pues, un regalo, ni nuestra racionalidad un signo de superioridad; muy por el contrario, el planeta parece haber quedado a nuestro cargo y nuestra racionalidad fue el instrumento para garantizar (qué vergüenza) la armonía.

En este sentido, hemos hecho todo mal, no me cabe duda.

Y aquí entra el segundo asunto que me deja pensando de los muchos que trata Avatar: hay una parte donde el protagonista, Jake Sully, se dirige en su forma de avatar a los na'vi y los arenga para pelear contra la "Gente del Cielo" (o sea, los humanos); y, bueno, les echa un rollo muy bonito de que aquellos creen que pueden tomar lo que quieran pero que ellos les van a demostrar que ni madres, porque esa tierra es suya, de los na'vi. Gritos, aplausos y música combativa.

Aquí: este asunto de defender su tierra a sangre y fuego, éste es el que me interesa. Porque mucha gente está consciente de la devastación de nuestros recursos naturales, pero dice "soy uno solo, no puedo hacer nada contra los corporativos ni mucho menos contra los gobiernos corruptos que permiten eso". Pero no, sí podemos. Y no lo hacemos. No hemos sabido defender esa "tierra" ideológica construida de tradiciones, de respeto absoluto al principio de vida (de cualquier vida, no nomás la humana... y a veces ni ésa), de amor y cuidado entre nosotros, de compasión, de respeto a la Gran Madre. Y éstas son cosas que no sólo podemos, sino que debería ser obligatorio que fomentáramos y desarrolláramos entre nosotros. La mitad de la gente que conozco ya estaría poniendo los ojos en blanco de pura irritación, nomás de oír hablar de "cuidarnos entre nosotros" y "generar compasión por los seres vivos", porque a todos nos han enseñado a burlarnos de esta clase de discursos y a hacer todo lo contrario, nos hemos dejado sorber el cerebro con deseos de cosas que en realidad sólo sirven para desear otras más.

Yo lo veo con mis estudiantes; los que no sufren de violencia intrafamiliar, están en situación de abandono porque nadie en su casa los pela más que para regañarlos cuando estorban o cometen un error o hacen mucho ruido o, en resumen, cuando dan signos de vida. Y mis chavos ya están teniendo hijos. Y los van a educar igual, ¿cómo, si no?, los van a educar con la idea de que estudiar sólo sirve para conseguir papeles que a su vez les den acceso a mejores trabajos; los van a educar diciéndoles que son "el futuro de México" y esos niños van a crecer y se van a hacer adultos y dentro de poco se van a dar cuenta de que todo fue un engaño mayúsculo porque el futuro ya llegó, ya los alcanzó, y ellos no son sino uno más que tiene que ver cómo se las ingenia para tener más cosas, más dinero, mejores trabajos, una casa, un coche, un esposo o esposa, hijos a los que tampoco pelarán, fiestas, diversiones, amigos, comidas, ropa, cosas bonitas... más, más, más.

Nunca nada será suficiente, porque el principio sobre el cual se está educando a los chicos es sobre el de la mezquindad obligada, porque cada quien va para su santo. Debe ser un santo muy ojete, porque es gente triste, de vida adocenada, sin más expectativas que ganar un metro con su carro y no dejar pasar al otro; "ser más listo" y transar al de enfrente, dejar que otro se lleve el regaño, echarle la culpa a quien sea pero nunca a nosotros mismos de lo que fue nuestra responsabilidad, pagar o dar el cambio incompleto o clavarse el dinero que la cajera por error nos dio de más.

Hay un montón de cosas que podemos hacer en lo individual, en nuestras casas. Podemos, por ejemplo, ser siempre amables con aquellos con los que vivimos, en lugar de asumir que, como son familia, se tienen que aguantar; podemos hacer un esfuerzo que resulte contundente por hacer sentir amados a nuestros hijos, no dar por sentada a nuestra pareja, no regañar a los demás cuando creemos que cometen un error; podemos estar al pendiente de los demás en la calle, entender que vamos a viajar mejor en el transporte si hacemos el favor de aceptar que no estamos solos y por eso no nos podemos mover o detener al caminar según se nos dé la gana; ceder el paso, ayudar a alguien, no meternos en discusiones ajenas; no escuchar ni repetir chismes, no hablar con dureza; no ser dejados ni pusilánimes ni débiles; no tomar lo que no nos han dado directamente... No hacer daño, pues. Si no somos capaces de hacer un bien, al menos podríamos hacernos el propósito, como forma de vida cotidiana, de no hacer daño.

Ya no me atrevo a desear más; me encantaría que las personas tomaran mágicamente conciencia de quienes son y lo merecedoras de amor que son y lo bien que podrían vivir sin adquirir tantas porquerías y sin andar jodiendo a los demás, pero hoy no me da el ánimo más que para desear que no hagan daño, porque cada palabra dura, cada mezquindad y cada chingadera que cometen contra otro, resulta en una herida dentro del mismo agresor; y como estoy convencida de que estamos unidos de manera irrevocable por nuestra propia naturaleza, cada una de esas heridas se va a convertir en un daño hacia mí y hacia los míos, que terminan siendo todos los demás. Es elemental. Es tan obvio que dan ganas de ponerse a gritarlo en la calle.

No sé. Después de 15 años dando clases a chavos de preparatoria y universidad, y después de todos estos años de mi vida que llevo observando a las personas, me doy cuenta de que todas las criaturas reaccionan al amor. Pero hay algunas tan lastimadas, que su reacción es invariablemente beligerante, y cada vez son más las que reaccionan así. Estamos tan desacostumbrados a que nos traten bien, que desconfiamos de la gente amable. Voy a tener que empezar a creer en milagros, pero de verdad, yo no sé qué es lo que tiene que suceder para que entendamos por fin -y de preferencia, por las buenas- que sólo el amor -darlo y recibirlo, hacia todo lo que se mueva o esté vivo o haya quedado bajo nuestro cuidado- nos va a llevar a un lugar seguro.

julio 12, 2011

"Posibilidades"

Una mujer se revisa los bolsillos del suéter, buscando algo, lo que sea, algo que pueda ofrecer a los transeuntes a cambio de unos pesos, porque ¿quién depositaría una moneda en una mano extendida así, vacía? Encuentra un boleto del ruta100; un chicle; un aro para ensartar llaves; su monedero vacío, un boleto del metro, y una piedra muy bonita que se encontró en el parque; se sonríe al ver todo aquello, parecen los bolsillos de un niño. La piedra y el aro, ni al caso; el chicle podría despertar desconfianza, mejor lo vuelve a guardar; el monedero, que últimamente no sirve para nada es, sin embargo, el último vestigio de que no siempre se sintió tan desesperada y, al mismo tiempo, la promesa de que algún día, ya pronto, volverá a tener dinero adentro. Se decide por el boleto del metro; está un poco arrugado, pero quizá todavía pase por la máquina, tampoco se trata de engañar a nadie.
Alisa el cartoncito lo mejor que puede y se coloca una sonrisa en la cara; no quiere suplicar, para eso es que ofrece algo a cambio. Alarga el boleto y la sonrisa ante el primer hombre que pasa cerca:
-¿Me compra un boleto del metro?
El hombre ni la mira; el mismo que, si la viera en otras circunstancias, se la comería con los ojos, ahora no se digna ni siquiera voltear la cara hacia su voz, simplemente la ignora. Ella hace de tripas corazón y vuelve a intentarlo, con una señora, luego con una pareja de jovencitos (ella le sonríe con cara de disculpa), otros dos señores, uno de ellos la regaña ("ya ponte a trabajar"). La vergüenza, que con trabajos ha mantenido a ralla, se acerca amenazante hasta el borde de sus emociones; ella se echa atrás el cabello para espantarla; necesita el dinero para llegar a su casa, porque no hay metro hasta allá. Sabe que con 3 pesos no le va a alcanzar, pero sólo le faltarían 2, y ya con algo de dinero, aunque sea poquito, puede pedir el resto sin sentir que mendiga. No quiere pensar esa palabra, todavía no. Vuelve a sonreír, pero la sonrisa se le ha desvahído bastante.
Un hombre se detiene y le pregunta:
-¿Cuánto?- mientras la recorre de arriba abajo. Es entonces ella quien lo ignora y cambia la postura del cuerpo para no contestarle como se merece. No puede contestarle, la humillación y el desprecio no la dejan hablar. Ahora sí se siente como limosnera. Ya no sonríe; su mirada es pura súplica y coraje.
-Cómprame un boleto- le pide a un muchachito que hace un rodeo para no pasar tan cerca de ella.
Pero otra mujer ha visto al escuincle, ha adivinado todo en su mirada, y sin que ella la presienta, se le acerca y le dice:
 -Yo te lo compro-, al tiempo que saca del bolsillo de su propio suéter una moneda de 10 pesos y le quita suavemente el boleto del metro de entre los dedos largos y aún elegantes. La mujer la mira completamente sorprendida y la sonrisa vuelve a aparecer. Las dos son guapas, más o menos de la misma edad e, incluso, casi de la misma estatura; podrían ser la misma persona, "yo podría ser tú", piensan las dos y se sonríen. La mujer se aleja mientras la otra coloca los 10 pesos en su monedero, toma camino por fin hacia su casa y sigue sonriendo porque piensa "podría ser yo" al recordar el rostro de la otra.

Y mientras, la otra desciende al metro, suspira de alivio al ver que la máquina acepta el boleto, pero piensa: "podrías ser yo", y un escalofrío le acalambra la nuca porque su mente acompleta el pensamiento, "y entonces yo sería tú".

julio 10, 2011

Un corazón sabio

Estoy leyendo un libro bastante curioso; se llama Fluir, de Mihaly Csikszentmihalyi (se pronuncia  Cis-zen-mijáli) y es lo más lejano posible a un libro de superación personal lleno de consejitos para ser felices sin esfuerzo y, al mismo tiempo, lo más cercano a uno de a de veras.

Me explico: el autor aclara desde el principio que su libro no contiene recetas de cocina, estilo El secreto, porque esos libros quizá le funcionen a una persona, pero sólo a corto plazo y por excepción, mientras los otros miles de lectores se quedan en la baba.  Luego explica que su teoría fue desarrollada a partir del estudio de 100 mil casos y se hizo de la siguiente manera: le dieron a cada una de esas cien mil personas un buscapersonas y un cuadernito; el buscapersonas sonaba, aleatoriamente, 8 veces al día; cada vez que la persona lo escuchaba, tenía que sacar su cuadernito y explicar con exactitud qué estaba haciendo, qué estaba pensando y, con tanta claridad como pudiera, cómo se estaba sintiendo. Entonces, el equipo de trabajo de Csikszentmihalyi se dio a la tarea de analizar toda esa información en busca de un patrón humano que explicara los procesos mediante los cuales las personas de cualquier cultura, sexo o edad se sienten felices. Se tardaron 25 años.

Después de ese cuarto de siglo, Csikszentmihalyi llegó a su teoría de "el fluir" que, hasta donde voy en el libro, va más o menos así: comienza explicando que la felicidad es un estado que no puede ser alcanzado de manera directa, sino a través de una serie de actividades que den como resultado cambios de actitud y formas nuevas de percibir y entender lo que nos va sucediendo, lo cual a su vez tiene por objetivo a más largo plazo llegar a controlar los contenidos de la conciencia (nomás). Esa es la introducción al libro. Se avienta entonces con un repasito de los conceptos que se han desarrollado en torno al de "felicidad", de Aristóteles a la fecha, y se sigue luego con  el concepto de "conciencia" y la construcción de la misma.

Aunque ustedes no lo crean, todo esto lo logra en las primeras 73 páginas, que es donde voy, con un estilo agradable y no demasiado académico. Ciertamente, no es una lectura para descansar y en definitiva, no creo que vaya a tener mucho éxito como best-seller (a pesar de que la portada dice que es uno de esos), porque lo que propone implica una cantidad de trabajo personal y un nivel de compromiso por parte de quien pretenda poner en práctica la teoría que, al menos a mí, me ha llevado dos años de terapia y sigo en el camino. Yo pienso que a la gente le gusta El secreto y similares, porque trae consejos "fáciles" y un montón de testimonios que aseguran la factibilidad del asunto; éste no trae nada de eso. Es un estudio serio que implica un trabajo de interiorización muy serio.

En lo que a mí respecta, si a cambio de ese trabajo en serio voy a aprender a vivir satisfecha y contenta, me cae que vale la pena. Ahora que, como yo he estado aprendiendo esto con una terapia, con la guía y respaldo del Gran Pablo -que fue quien me recomendó el susodicho texto-, no estoy muy segura de que sea posible para alguien como yo aprender estas cosas solita, nomás con un libro. A mí me lo recomendó aquí Thorin Escudo de Roble porque, según él, yo ya logré una buena parte de lo que se expone en Fluir... ¡qué bien!; ahora nomás falta que me convenza; aparentemente, esto de la felicidad es un estado que no sólo hay que aprender a aceptar y a disfrutar, sino también a defender. Ya les platicaré cómo sale eso.

La cosa es que hay una parte en el libro que dice que en este tiempo que vivimos " la capacidad de controlarse a sí mismo no se tiene en tan alta estima". Cierto. Absolutamente cierto. Ya lo había pensado yo antes, aunque no con tanta claridad; con mis estudiantes y colegas lo veo a diario hasta el cansancio, esta babosada tan peligrosa de que "en el corazón no se manda"; ¡no, bueno!, ¡pero claro que se manda! O debería mandarse. Hace tiempo que me viene quedando muy claro que nuestra educación neoclásica, tanto institucional como familiar, es un asco; hay un montón de cosas esenciales para la vida que nadie nos enseña (¿pa' qué?) y dos de las más importantes son: a disfrutar nuestras vidas en tiempo presente, y a disciplinar nuestras mentes y corazones. Hay que entender que nadie nos las enseña, porque muy poca gente lo sabe y entonces, ¿quién lo va a enseñar? Vivimos en una especie de romanticismo posmoderno de lo más contradictorio: vivimos convencidos de una serie de cosas sin sentido, basadas en un cientificismo cuasi ateo del que nos sentimos muy orgullosos y que nos lleva a pedir demostraciones científicas de todo lo que vemos mientras que, al mismo tiempo, quién sabe cómo, nos regimos como sociedad, de manera cotidiana, por religiones dogmáticas increíblemente cerradas que incluyen creer ciegamente en lo que dice un libro o pedir milagros o rezarle a un Ser Superior, un Otro externo a nosotros que nos va a conceder todo lo que necesitamos, nomás porque nos quiere mucho aunque seamos una bola de pecadores; religiones que ponen como condición para entrar al Cielo que creamos, pero no pensemos. Esto es raro. Muy raro. Y luego, como si nos hiciera falta, nos las arreglamos para condimentar esta ideología que va de la fe ciega al cientificismo a ultranza, con ilusiones bien viajadas de dejarnos llevar por nuestras intuiciones y "escuchar a nuestro corazón".

Escuchar a nuestro corazón... sí claro, ¡cómo no!, tan sabio él... ¡Pero cómo se nos ocurre escuchar a un corazón caprichoso y maleducado, que ha sido criado en el convencimiento de que los humanos somos la neta del planeta y por eso podemos hacer lo que queramos con él! ; un corazón indisciplinado al que se le da todo lo que pide y que, cuando no puede tener lo que desea, hace unos berrinches espantosos y nos hunde en depresiones negras y a veces, crónicas. No, el corazón no es sabio por naturaleza, ni la mente es racional y ecuánime de origen; hay que enseñarles estas cosas. Hay que enseñarlos a contenerse, a que no todo lo que se nos antoja nos hace bien; a alejarnos de lo que nos hace daño, aunque se nos haga agua la boca por obtenerlo.

Ya no me acuerdo quién (un filósofo cuyo nombre ya debería tomarme la molestia de aprenderme) definía la falta de libertad como la incapacidad para resistirnos a nuestros deseos, pues una persona así es esclava de sus instintos; en cambio, una persona que aprende a disciplinar y controlar a su mente y a sus instintos es realmente libre porque hace lo que quiere y no aquello a lo que sus deseos la empujan.

Qué curiosa, ¿no?, esta idea de que para ser libres y alcanzar la felicidad es condición sine qua non disciplinar la mente y controlar las emociones. Y sin embargo, de acuerdo con mi amplia experiencia en materia de dejarse llevar a lo güey y acabar tan infeliz que ya no hay más pa' abajo, es ciertísimo, sólo así se alcanzan la felicidad y el bienestar: con mucho trabajo personal; con mucha compasión, por los demás y por uno mismo; con un compromiso personal serio;  con una disciplina férrea que nos impida hundirnos en sueños pueriles o dejarnos llevar por emociones extremas como la alegría desaforada, el deseo sexual, el enojo, la vergüenza o la culpa; con la aceptación del presente -y NO del futuro, que ni existe- como el único espacio en el que es posible disfrutar la vida, y con el aprendizaje y la práctica cotidiana de una moral (o ética o espiritualidad o como le quieran ustedes llamar), que convierta a nuestros corazones en verdaderamente sabios, tanto como para que seamos personas en las que nosotros mismos podamos confiar.

Me encantaría poder decir aquí que yo ya aprendí todo esto y que poseo un corazón con una sabiduría a toda prueba; pero no. Todavía no. Sin embargo, lo que sí puedo presumir como tremendo logro (y del cual estoy muy, muy orgullosa) es de haberme convertido en una persona con la que quiero, de mil amores, vivir por el resto de mi vida.

julio 06, 2011

Hoy es cumpleaños de Mi Señor, el XIV Dalai Lama.

Una oración para todos ustedes y para Él, con motivo del cumpleaños del Dalai Lama:

Que todas las criaturas tengan la felicidad y las causas de la felicidad.
Que todas las criaturas estén libres del sufrimiento y de las causas del sufrimiento.
Que todas las criaturas nunca se separen del gozo carente de sufrimiento.
Que todas las criaturas moren en la ecuanimidad, libres del apego y la aversión que hacen ver a algunos cerca y a otros lejos.

julio 05, 2011

Hoy vi a Juan Salvador Gaviota

El día de hoy se me ocurrió ir al Centro, a mi cafecito preferido que está en la calle de Gante, así que me seguí en el metro hasta Isabel la Católica con la idea de aprovechar y pasearme desde ahí hasta Gante.

De entrada, se me olvidó el paraguas en mi cubículo; pero como ayer no llovió y hoy traía yo un ataque de optimismo, decidí que seguramente tampoco hoy llovería (ajá). Total, llegué a la susodicha estación, salí a la calle y me encontré con unas gruesas nubes que empezaban a dejar caer unos goterones molestos, de esos que le atinan exactamente a los lentes para que no veas nada y te diviertas más. Entonces empecé a caminar rápido, rápido, llegué a la esquina, la doblé y seguí con mi paso veloz como dos cuadras antes de darme cuenta de que no reconocía nada. Pero como soy necia, le seguí otra cuadra antes de aceptar que había salido por el sur y no por el norte de Isabel la Católica (o sea que, como dice Silvio en una rolita, "no iba para acá sino al revés"). Para entonces ya estaba lloviendo en serio. Aun así, quién sabe por qué, yo seguía optimista; entonces vi pasar un camión que, entre muchas otras cosas, decía "metro Allende", así que corrí como loquita y me trepé.

Y ahí iba yo, muy feliz en mi camión, como si anduviera en una Ciudad extraña y la estuviera descubriendo. Cuando me bajé en Madero, la lluvia-en-serio se había convertido en una Señora Tormenta; en lo que corrí de la puerta del camión a la marquesina del Mixup, no más de 10 metros, me puse una empapada bien padre. Y yo feliz de la vida, ¿pues qué bicho me habrá picado?... ya no se me han subido arañas... Total que me quedé ahí un buen rato, viendo llover. Hubo un punto en que la lluvia se dejó venir todavía más recia y en cortinas; se me figuró que Dios estaba leyendo un libro y al pasar las hojas provocaba esas ráfagas, las cuales, al chocar con el techo del Templo de la Profesa, formaba pequeños torbellinos de agua y viento, una cosa verdaderamente fabulosa y que, por supuesto, nadie más veía: mis compañeros de espera miraban la tormenta, mudos, con un aire tan abatido que parecía que se iban a poner a llorar de desesperación en cualquier momento.

Yo, por mi parte, estaba absolutamente facinada; la Profesa, para más datos, es más antigua que la Catedral, o sea que la han de haber levantado por allá del siglo XVII; imagínense ustedes por favor los saltos de agua de piedra antiquísima, casi vivos de tantísima agua que brotaba de ellos, como si el Templo se hubiera convertido en una fuente inmensa. Una paloma perdida atravesó la tormenta tratando de alcanzar un refugio; estaba lejos pero se podía apreciar el esfuerzo de los músculos de las alas por tomar las corrientes que se formaban con las ráfagas de aire; traté de imaginarme qué se sentirá que te caiga un aguacero así encima cuando sólo eres del tamaño de un libro no muy grande; por un momento pareció que se desplomaba, pero enseguida encontró una nueva corriente y remontó el vuelo bajo la lluvia; la perdí de vista y me acordé de Juan Salvador Gaviota, una de mis lecturas más amadas cuando tenía trece años o por ahí... ¡qué cosa tan espectacular!; si alguno de ustedes tuvo la suerte de leer ese libro muy joven o en un estado emocional que le haya permitido llorar con él, entenderá la emoción tan profunda que sentí cuando vi aquella paloma y me pregunté si no sería él, Juan Salvador Gaviota, de carne y hueso, luchando ante mis ojos contra una tormenta.

Mi atención regresó al Templo; yo sentía que estaban sucediendo muchísimas cosas en tan solo un ratito. Saqué mi ípod para grabar el choque del agua contra el Templo, pero la luz daba de frente y el estúpido bicho se lampareó y sólo se ve la silueta del edificio en alto contraste. Hasta que me vieron tratando de grabar, mis acongojados compañeros se dieron cuenta del espectáculo que se desarrollaba frente a nosotros. Y en vista de que no pude grabar nítidamente nada, nos limitamos a contemplar los torbellinos sobre el techo, los tremendos chorros de agua escupidos por los saltos de agua y la belleza sin adornos de aquella tormenta. Belleza en puro.

La lluvia fue amainando poco a poco, como... como la escena de Rigoletto en que el coro hace la voz, precisamente, de una tormenta y la hija de Rigoletto, Gilda, va caminando hacia la cabaña donde la espera el malvado duque para echársela al pico; ella va llena de dudas y de miedo, y conforme va acercándose, el coro arrecia su canto, hasta que por fin su indecisión se torna firmeza al concluir que esa es la única manera de salvar a su padre; entonces la tormenta cede, pero muy poco a poco, hasta que desaparece en un murmullo de las mezzosopranos.

Pues no quiero ser presumida, pero hoy vi a esa tormenta cantando sobre la Profesa.

El aguacero amainó hasta quedar en gruesos goterones aislados que me permitieron caminar a buen paso hasta mi cafecito, el cual... ¡estaba inundado!; literalmente llovía adentro del local. Habían arrimado mesas y sillas al único lugar medio seco, y desde ahí el dueño del local miraba con resignación aquel desastre; hay que entender que este señor llegó a México huyendo de Franco y desde entonces vive aquí, más mexicano que español a estas alturas del partido, pero para siempre exiliado; es de esperarse que no se ponga a llorar por algo como un local inundado. Me saludó al verme, señaló el local con un leve alzamiento de hombros y me dio las gracias por haber ido. Sólo entonces me sentí un tanto desconcertada; todo mi periplo se había debido a la certeza de llegar a mi cafecito, sacar mi cuaderno y ponerme a escribir con una maravillosa taza del café tan buenísimo que hacen ahí. A saber si será más caro arreglarlo que mandarse mudar; ojalá que lo reabran pronto, es mi lugar favorito (junto con la mesa de mi comedor) para escribir.

Sin embargo, la cosa terminó bastante bien; el cafecito fue sustituido por una librería donde me desquité comprando un par de libros que, nomás que los lea, les platico qué tal están, y una película que perdí hace algunos años y de la cual soy nuevamente la feliz propietaria a cambio de 65 pesotes, la de Tous les matins du monde, cuya música es interpretada, nomás, por Jordi Savall.

Llegué a mi casa empapada, con los pies protestando seriamente por la humedad que se coló a través de mis pobres botas agujereadas, los brazos entumecidos por el peso de la bola de mugres que siempre ando cargando y completa y absolutamente feliz. Hoy me sentí bendecida.

julio 01, 2011

-.-.-.mipmip.-.-.-

Acabo de terminar la relectura de El éxodo de los gnomos, escrita por Terry Pratchett; ¡qué belleza de libro!; me gustó tanto o más que la primera vez que lo leí, hace más de diez años; e igual que entonces, acabé llorando y casi sollozando, tan emocionada que no atinaba a entender que se había terminado.

Se trata de una trilogía que comienza con un grupo de gnomos, los cuales viven escondidos de los humanos, pero un día tienen que huir de su madriguera y caen en una tienda departamental enorme habitada por miles de gnomos, quienes están convencidos de que La Tienda es el único lugar habitado en el universo; o más bien, creen que La Tienda es el universo y que no hay nada fuera de ella, de modo que cuando llegan los refugiados, los toman por seres del "exterior". La Tienda está llena de letreros que los gnomos toman como mensajes de su creador; mi mensaje favorito dice: "Si No Encuentra Lo Que Busca, Por Favor, Pídalo"; los gnomos lo citan con frecuencia, como si fuera un texto sagrado, y a veces hasta parece que les funciona. Llega entonces un momento en el que los personajes se dan cuenta de que La Tienda va a ser demolida e inician así su éxodo hacia El Exterior.

La trama se desarrolla en medio de una intensidad pareja y sin titubeos, siempre en tono de parodia y con hartos juegos de palabras con los que el pobre traductor no supo hacer otra cosa que mandar a pie de página la explicación, imposibilitado de traducirlos. Y mientras tanto, como quien no quiere la cosa, Pratchett va dejando caer algunas de las preguntas más peliagudas que la Ciencia, las religiones y los filósofos se han planteado: Quienes somos, qué hacemos en este mundo, qué sentido tiene la existencia.

La cosa es que, hacia el tercer libro, la trama se va desarrollando paralela a la historia de unas ranitas: resulta que en el Amazonas hay unos árboles gigantescos cuyas raíces se encuentran colgando en el aire para absorber la mayor cantidad posible de nutrientes, lo cual de paso permite que el árbol crezca más alto que el resto. En las copas de estos árboles hay unas flores bastante grandes llamadas bromelias; y en el cáliz de éstas se junta el agua y unas ranitas de ojos amarillos ponen ahí sus huevos; los renacuajos nacen en la flor, viven en ella todo su ciclo de vida, tienen más ranitas y se mueren; sus cuerpos se descomponen y se deslizan hacia la base de la flor, con lo que proveen de nutrientes al árbol. Así que las ranitas jamás salen de su flor ni se enteran siquiera de que existe un mundo afuera de ella. ¿Qué pasaría si una de las ranitas se perdiera entre los pétalos de su flor y fuera tan lejos que alcanzara a atravesar la corola?, ¿qué pensaría al ver la selva y las otras flores que crecen en su propio árbol?, ¿entendería lo que es un árbol?

Pues bien; uno de los personajes es una gnoma "del exterior", Grimma, la cual aprende a leer a pesar de la oposición de gnomo Abad de La Tienda, quien desaprueba que las mujeres aprendan a leer porque se les calienta la cabeza. Pero como es una gnoma muy autodeterminada (y bastante beligerante), se salta sin más al Abad y aprende a leer, y en una de esas, da con un libro que habla de las ranitas y sus bromelias; pero entonces Grimma se desespera porque se pregunta cuántas cosas no sabe y hasta qué punto ellos mismos, como los gnomos de La Tienda, viven convencidos de que el mundo consiste únicamente en lo que ven, en su entorno, en sus tradiciones, en su flor.

Yo con frecuencia me siento como la ranita; siento que me faltan las palabras que me ayuden a expresar lo que siento... Cabe aquí informar que el lenguaje de las ranitas consiste en un solo vocablo: "-.-.-mipmip.-.-.-" y como han crecido en su flor, sólo saben contar hasta uno; así que cuando la ranita exploradora ve más flores, para hacerse una idea de lo que está viendo, cuenta así: "Una flor... y una flor... y una flor... y un montón de una flor, da...: ¡Una flor!"; por supuesto, lo de las ranitas no es más que una historietita paralela para ilustrar las dudas, la incapacidad, la confusión y la total falta de elementos para entender lo que los gnomos van pensando y sintiendo conforme se dan cuenta de que el cielo es como el techo de su Tienda, pero mucho más grande, el viento no es aire acondicionado ni los humanos son tan estúpidos como parecen (aunque sí lo son bastante)...

¿Y yo? Yo, que me precio de vivir en un mundo interior de una riqueza inigualable, de ser capaz de imaginar y luego narrar lo que imagino, ¿con qué estaré confundiendo el cielo? Con frecuencia, las palabras se convierten en esas perras negras de las que hablaba Cortázar, me son insuficientes, no conozco las correctas, no me sé el nombre de tantísimos pensamientos...

Me reconforta pensar entonces en las ranitas la primera vez que se asoman; dice Pratchett que las ranas por supuesto no piensan de por sí, y esas tres ranitas no fueron la excepción; miraron la selva y los árboles y el montón de Una Flor, y no pensaron nada, porque las ranas no tienen con qué pensar. "Pero," dice Pratchett, "lo que sintieron fue demasiado grande para caber en una flor"; así que salieron de la protección de su bromelia y descendieron por la rama, sin saber que era una rama y sin saber tampoco por qué lo hacían, pero sin poder detenerse.

Cuando era niña, me gustaba un juego medio peligroso que consistía en subir hasta el techo del edificio (que es bastante inclinado) e ir avanzando hacia el borde, muy poco a poco, hasta donde me ganara el miedo, entonces afianzaba los pies al piso y me quedaba ahí, observando; suena suicida... a lo mejor lo era. Pero lo que yo quería era acercarme lo más posible a las copas de los árboles de la barranca que descendía por ese lado del edificio y sentir el aire y la luz y el viento, como si me fundiera con las ramas o, incluso, más bien, como si yo misma fuera una de esas ramas que se mecían bajo el cielo. No pensaba nada, era como las ranitas, sólo sentía. Y lo que sentía era y sigue siendo, en definitiva, demasiado grande para caber en esta flor. Ya no me subo a los techos a ver qué tan a la orilla puedo llegar antes de resbalar, pero el mundo todo, el "real" y el de los libros y el que imagino y el que aún no conozco ni sospecho siquiera (pero que con toda seguridad es el más extenso), me sigue pareciendo asombroso y casi imposible en su belleza y perfección.

El aire.

La lluvia.

El azul del cielo.

La respiración en mi pecho.

El Asombro.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...