diciembre 08, 2012

Fecha de caducidad


Te moriste, Ignacio. Siempre fuiste fuerte y orgulloso, pero al final nos hicimos viejos, viejos antes de tiempo por todo Lo Que Pasó, pero viejos; y cansados. ¡Y solos!; porque ya nomás quedábamos tú y yo. Antes de ti y después de que se murió el último, cuando acabaron de suicidarse los Otros, los que entendieron a tiempo y no quisieron esperar, ahora sí que el destino nos alcanzó… ¿te acuerdas de esa película?; fue Antes, así se llamaba: «Cuando el destino nos alcance», ¿no te acuerdas? Se trataba de que en el futuro ya no había animales ni plantas, sólo gente, pero mucha, mucha gente, y entonces un tipo descubría que las galletas que repartía el gobierno para alimentar a tantísima gente estaban hechas con los cadáveres de los que se iban muriendo; canibalismo post-mortem, como quien dice.
La vi de niño, Antes, en ese Antes que cada vez recuerdo con más nitidez y que a ti se te empezó a olvidar cuando se murió el último, por eso ya no te acordabas de nada. Y ahora ya estás muerto, así que ya para qué. La cosa es que me impresionó mucho la película; tuve pesadillas en las que me veía frente a un camión lleno de comida y rodeado de personas flaquísimas, esqueléticas, como si recién hubieran salido de un campo de concentración nazi; que conste: nazi, no alemán; los alemanes siempre me cayeron bien; conocí a varios Antes, de joven, ¿habrán sobrevivido, ellos sí? No sé. No creo. No quiero creerlo… Quiero y no quiero; porque si lo creo, tengo que verlo con mis propios ojos, pero estoy viejo y no sé navegar, me ahogaría en el camino… ¿cómo podría llegar hasta allá yo solo?
¿Te acuerdas cuando lo intentamos? Caminamos durante meses y meses, hasta que perdimos la cuenta, hasta que llegamos al frío y más allá, hasta donde todo era hielo azul y blanco; pero entonces se murió Elenita; me acuerdo del día en que ya no se despertó… los dedos de los pies se le cayeron, como esferas de un árbol de Navidad… también tuve pesadillas con eso…


Para seguir leyendo, pasen ustedes a la revista VozEd y disfruten el Fin del Mundo:
http://www.vozed.org/2012/12/fecha-de-caducidad/

Prestigio



El espectador no debe necesitar
 de ningún pensamiento propio.

Adorno y Horkheimer,
 La industria cultural.



El texto “La industria cultural” de Adorno y Horkheimer llena de asombro y de tremor; publicada por primera vez en 1946, resulta más bien espeluznante que siga siendo cierto todo lo que en el ensayo se plantea.
            Su lectura escandaliza y uno se siente impelido a sacar a relucir los mil y un textos de todo tipo para ejemplificar hasta qué punto todo resultó tal como lo dice ahí e, incluso, peor. Podríamos así, de ejemplo en ejemplo, aunque sólo los usáramos de cine, llenar muchas páginas de demostraciones, una detrás de otra, de cómo llegamos al punto en que se han cerrado los sentidos de los hombre mediante el Reloj de Control[1] que nos han [hemos] instalado con paciencia, pieza por pieza. Sin duda, ha sido un éxito: se ha completado el control de la conciencia individual.
            Hollywood, para no ir más lejos, produce de manera cotidiana todo lo necesario para hacer efectivo lo que ya Adorno veía venir: la incapacidad del público para diferenciar lo que ve en el cine de su vida cotidiana, lo cual es impresionante porque está ante nuestros propios ojos, hasta qué punto nuestra realidad, en definitiva, no es la del cine; y, sin embargo, la gente no lo ve.  Y aplauden las cosas más horrorosas y mal entramadas que pueda uno imaginarse; ahí están Harry Potter –el libro o la película, da igual-, los vampiros entalcados de las películas de la saga Crepúsculo, la espantosa adaptación que se hizo de los magníficos libros de J.R.R. Tolkien, y todos los demás ejemplos de cine, literatura o música “sencilla y reciclada, y que nunca dice nada”, como dice la canción.
            Nadie se crea a salvo de esta vorágine, hay para todos; la industria cultural sabe que hay “cierto tipo de gente” a la que le gusta saberse mejor o más culta que el resto, gente que no va a ver Crepúsculo ni aunque le paguen el cine y le inviten las palomitas: también para ellos la industria ha creado toda una “línea” de llamado Cine de Arte, aunque no todo lo es; la gente de la que hablamos fue a ver Amores Perros, Lost in translation, American Beauty, Del olvido al no me acuerdo y la saga completita de El tigre y el dragón, y salieron muy contentos, sintiéndose muy cultos, pero que se quedaron dormidos con Tarkovsky, y Biutiful les pareció espantosa porque no le entendieron al final y mejor se fueron al Sanborns a quitarse el mal sabor de boca, pero siguen yendo a ver Cine de Arte porque “hay que ir a verla” y porque ha de haber gente pa’ todo, como dice Serrat.
            Sin duda; y para cada uno, la industria cultural tiene ya preparado algo; ya lo decía Cortázar en el capítulo 71 de su Rayuela cuando hablaba de un mundo plástico perfecto, a la medida de todos: “Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables. ¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable? En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino.”
            E, increíblemente, sí queda; aún hay varios necios por ahí que insisten en componer música que a nadie le gusta porque “ni se entiende” y escritores que nadie conoce porque lo que escriben no es “carne de publicación”; son textos en los que “no pasa nada”, que van en contra del dictado de la industria cultural de que “nada debe quedar como estaba, todo debe transcurrir incesantemente, estar en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción t reproducción mecánica garantiza que nada cambie, que no surja nada sorprendente.”[2]
            Autores a los que nadie conoce, además, porque se hicieron escritores escribiendo, picando piedra, y que han creado cuentos que no divierten (diversión entendida como la describe Adorno, como producto maquínico que pretende insensibilizar y arrancarle al individuo toda posibilidad de contacto íntimo con su propio cuerpo o con su propia mente; diversión como alienación), literatura que hunde al lector en sí mismo. Autores que crean cositas ominosas y desagradables para el paladar estragado del Gran Público, textos de una belleza rara y elegante que se resisten –ojo: con éxito– a volverse mercancía.
            Les presento a Jesús Gardea.
            Y para activar, por oposición, las ideas vertidas por Adorno en su ensayo, propongo la lectura del cuento “Hombre solo” contenido en Los viernes de Lautaro.
            “Hombre solo” es la historia de Juan Zamudio, que tiene 60 años y se dedica a vender palomitas de metal que él mismo elabora y que vende en la plaza de su pueblo. El día último de cada mes, Zamudio no va a trabajar, porque necesita estar en su casa para arrancar, justo al mediodía, la hoja del calendario, pues está convencido de que, en esa forma, “lo bueno le vendrá doblado y más de prisa”[3]. El cuento narra, precisamente, uno de esos días últimos de mes.
            La soledad de Zamudio es tal, que resulta para el lector difícil de enfrentar: “A lo único que Zamudio no puede acostumbrarse es a la impertinencia de las moscas. Y a alguna otra cosa, de por dentro, y que no sabe bien a bien de qué se trata. Zamudio se defiende de las moscas matándolas con un periódico hecho rollo. Pero de lo otro no atina a defenderse. No atina sino a sufrirlo”. Y es esta soledad que carcome a Zamudio lo que el lector va sintiendo conforme lee; no son más que cuatro páginas, no se necesitan más para abismar a una persona. Pero para leerlas y sentirlas, para dejar que pasen por el cuerpo y le hinquen a uno los colmillos en la mente, es necesario quedarse quieto con Zamudio, imaginar sus árboles, sentir cómo conforme pasan las horas se van haciendo charquitos de sudor bajo sus pies por el tremendo calor que hace y las muchas horas que pasa sentado y quieto.
            El cuento presenta varios recursos estilísticos muy finos; resaltaré en particular el uso de los ojos y de la mirada, pues en el entramado de las palabras se forma un alto contraste muy bonito y absolutamente ominoso: “sonríe y tiene de pronto en sus ojos más luz que agosto. Sus ojos son grises y desolados. Pocos los pueden ver sin que sientan desértico el mundo. […] nunca mira a los ojos del cliente, temeroso de perderlo. De ahí le ha venido la fama de perverso”.[4] Esto, evidentemente, no puede ser llevado al cine; no le sirve a la máquina cultural, porque ¿¡a quién pueden gustarle estas cosas!?; a esa gente hay que ponerla a ver Titanic para que llore a gusto cuando el Muchacho se muere por salvar a la Muchacha, tenga su dosis de drama y se dedique a cosas mejores (o sea, trabajar, producir y divertirse con las mercancías maravillosas y llenas de colores que se “ha ganado trabajando” y que nadie se explica por qué no le gustan ni las compra).



Pero, más allá de la ironía, podemos ver que ésta es una historia verdaderamente terrible; muestra dónde acabaremos todos en cuanto lleguemos a viejos y despertemos del sueño de color de rosa de los hijos que nos van a cuidar (y a mantener) y la pareja con la que vamos a envejecer. Y es que, en realidad, no es difícil llegar a viejo solo; al contrario, es de lo más común encontrar a gente muy grande arrinconada y con la soledad mordisqueándole los tobillos en casas llenas de gente que los ignora de manera absoluta. Es decir que, encima de todo, se mete con la intocable y sacrosantísima idea de “familia”.
            Es tan terrible la historia, que transgrede de parte a parte todo lo que la industria cultural ha construido con tanta paciencia; y es que producir mercancía “artística” para gente que lee a Gardea es muy difícil. Lo mejor, entonces, es simple y sencillamente no hablar de él; no reeditar sus libros; no mencionarlo nunca. La regla de oro de la mercadotecnia es “si no lo ves, no se te antoja”. Desafío al lector a conseguir Los viernes de Lautaro de Gardea; si lo logra, lo conmino a que no lo preste nunca: tiene en sus manos una rareza. Éste no sirve para ponerlo en la mesita de la sala y que los amigos vean las cosas tan excelsas que uno lee, empero lo cual, sí léalo; todos los cuentos son maravillosos, pequeños y elegantes; sin excepción, son perfectos. Todos muerden. Ninguno es carne de publicación. Todo aquel que escriba cuentos, debería pedirle al diablo escribir como Gardea cuando le venda su alma.
            Pero es que a Gardea no lo conoce nadie, a pesar de ser, con toda probabilidad, de la talla y aun me atrevo a afirmar, más alto que el propio Rulfo; ¡todo el mundo conoce a Rulfo!, ha sido absorbido por la industria cultural y puesto de moda al lado de Paz casi casi como héroes nacionales (que, bueno, sí; es bastante heroico hacerse famoso en nuestro país escribiendo), y ninguno de estos dos son facilitos de leer. Sin duda. Además, leer a Rulfo o El laberinto de la soledad de Paz da prestigio a quien habla de ellos como si los revisara todas las noches antes de dormir. En cambio, leer Los viernes de Lautaro sólo da para deprimirse en serio; y para dejarse traspasar hasta que las manos tiemblen por la escandalosa tristeza de los pelos rubios de Zamudio.
            Y entonces, ¿qué se hace?, ¿una campaña para que reediten a Gardea y le concedan algún premiesote literario post-mortem y todos lo conozcan y presuman que lo leyeron?; ¿Cómo para qué?: de todos los argumentos que se leen en el ensayo de Adorno, con el que concuerdo de manera total es este:

       La abolición del privilegio cultural por liquidación no introduce a las masas en ámbitos que les estaban vedados; más bien contribuye, en las actuales condiciones sociales, justamente al desmoronamiento de la cultura, al progreso de la bárbara ausencia de toda relación.[5]


En otras palabras, las “masas” no van a ser salvadas por leer a Cortázar o a Gardea o a Rulfo (porque a éste último habría que leerlo por el puro goce de leerlo y no sólo por ganar prestigio), ni la sociedad va a modificar sus formas de organización por ver a Tarkovsky. Alguno quizá sí, pero sólo como individuo; los demás quedarán, como dice Cortázar, “siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media pare ingresar en la era cibernética. Tout va tres bien, madame la Marquise, tout va tres bien, tout va tres bien. Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta…”, hay que ser Gardea o Adorno para seguir creyendo que escribir vale la pena.
            Yo aún lo creo.





Bibliografía

Adorno y Horkheimer, “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Dialéctica de la Ilustración, trad. Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 165-212p.

Cortázar, Julio, Rayuela, cap. 71, México, Alfaguara, 1991.

Gardea, Jesús, “ Hombre solo” en Los viernes de Lautaro, México, SEP, 1986 (Lecturas mexicanas, 61), 18-24p.


[1]    Cf.,  Adorno y Horkheimer, “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Dialéctica de la Ilustración, trad. Juan José Sánchez, Madrid, Trotta  p.176
[2] Ibíd., p.179
[3]  Jesús, Gardea, “ Hombre solo” en Los viernes de Lautaro, México, SEP, 1986 (Lecturas mexicanas, 61), p.21
[4] Ibíd., pp.19-20
[5]   Adorno, op.cit., p.205

febrero 12, 2012

Los ateos ilustrados

¿Qué les duele tanto a los ateos en los creyentes? ¿Será que la falta en que los tiene sumergidos su ateísmo no les permite ver en otros felicidad ni tranquilidad alguna? Se vuelven beligerantes y toman actitudes para con la religión del otro que nunca se atreverían a tomar respecto a la misma persona si el tema no fuera de índole religioso.
            Por ejemplo, esta semana un conocido que se precia de tener un doctorado aunque no ha cumplido aún los 40, se burló de mí por ser budista. La discusión empezó porque él dio información mezclada e incorrecta entre hinduismo y budismo; le aclaré que eso que estaba diciendo no era budista pero su respuesta fue un gesto con la mano que significaba “Como sea”. Aquí cabe mencionar que estamos hablando de un hombre inteligente, ingenioso, con una cultura amplia, que se tiene bien leído a Nietzsche; estamos hablando de alguien que, sobre cualquier otro tema, procurará siempre ser exacto en lo que dice y, si no es así, escuchará con interés información nueva… excepto si hablamos de religión.
            Aun más: estamos hablando de alguien que me aprecia y que suele tratarme con respeto y bonhomía, pero que al hablar de religión se volvió torpe y cerrado, como si fuera cualquier ignorante que no sabe que el Vacío budista no es la Nada ni tiene que ver con el Nihilismo occidental.
            Total que, cuando empezó a quedar claro que mi interlocutor no maneja bien el tema del budismo y así no es posible discutir a gusto, cambiamos de tema, lo cual me pareció muy bien porque hay pocas cosas más irritantes que alguien que sólo discute para ganar pero no tiene ni los conocimientos ni la habilidad argumentativa para hacerlo.
            Llegó la hora de despedirnos; él se veía todavía molesto y con un tono así, ligero, como sin darle mucha importancia, me preguntó: “¿comes carne?” “Sí”, respondí. Él soltó una carcajada que quiso ser triunfal y exclamó: “¡Ah!, ¡entonces no eres budista!”, y se fue muy contento.
            ¿Por qué le dio tanto gusto a este sujeto que yo no siguiera uno de los preceptos tradicionales del budismo?; otra vez, sorprendentemente cerrado y torpe, no sabe que el vegetarianismo no es obligatorio, ni siquiera para los monjes, aunque para todos nosotros es deseable por razones éticas.
            Últimamente me pasa mucho; como que el ateísmo se volvió a poner de moda en los círculos académicos de “cierto nivel”; en efecto, hay gente en los “altos círculos académicos” (y en otros que no son tan altos ni tan académicos, también) que se ha dado el lujo de tratarme como si tuviera algo mal en la cabeza, como si ser creyente fuera una enfermedad que hubiera debido quitárseme junto con la ignorancia conforme fui estudiando la licenciatura y con más razón ahora en el posgrado. 
              Y es que he aquí que estoy estudiando una maestría en la que nos dedicamos, entre otras cosas pero predominantemente, a pensar sobre la violencia y sobre la manera como se conforman la subjetividad y los lazos sociales, y me resulta extraño –pero de veras peculiar– que no se hable de religión más que para vilipendiarla o para burlarse, pero no hay un análisis serio ni se reflexiona sobre los límites y alcances de la religión (la que sea) como un método muy efectivo y deseable para disciplinar al corazón y al espíritu (o alma o como le quieran llamar). O sea, se piensa en la religión sólo como aparato de poder occidental judeocristiano y en los creyentes sólo como masas idiotizadas, pero nunca se piensa en serio sobre los alcances espirituales que una práctica religiosa determinada ejerce sobre los sujetos en lo individual. Y yo de veras me pregunto, ¿cómo se puede pensar en lo subjetivo sin pensar también en lo “metafísico” (término que ahora se usa eufemísticamente para referirse a lo religioso)?
            Uno de los alegatos favoritos de los ateos es que la religión es “una invención”; y sí, por supuesto que lo es, igual que el arte y la ciencia, ¿y eso qué?, no entiendo dónde está su problema. Que las religiones cuentan puras mentiras; ¿y la ciencia no?; por supuesto que sí, pero no sólo mentiras, con frecuencia hay algo de verdad (con minúscula, tampoco se la vayan a creer) en la ciencia, igual que las religiones. Pensemos, sin embargo, en que son mentiras sólo para el que no se las cree. El científico, igual que un cristiano con su Biblia, jura que sus cuentos chinos –por ejemplo, que los medicamentos no son venenos, sino sustancias que devuelven la salud– no son tales, sino que son el fundamento de todos sus saberes y eso por sí sólo los legitima y los vuelve Verdades. ¿Entonces, qué?; llega un punto en que ciencia y religión comienzan a parecer lo mismo, invenciones, quizá necesarias, por las que sus "fans" se vuelven locos; el problema viene cuando cada uno cree que su filiación -científica o religiosa- es la única válida y  hay que convencer al otro de que "entre en razón" o bien, "con la pena", eliminarlo.
            Otro de sus alegatos es que la religión es una manera de manipular a las personas y, por lo tanto, aquel que pertenezca abiertamente a una, es alguien que se deja manipular por fantasías y por líderes fantoches. O sea, siguen con el rollo de que “la religión es el opio de los pueblos” y eso nos convierte a los creyentes en adictos. Estamos –de nuevo– hablando de gente que se cree culta; y por eso mismo, su falta de memoria histórica me pone nerviosa: ese mismo argumento usaron los chinos para invadir, a sangre y fuego, el Tíbet; con ese mismo argumento han destruido templos, asesinado monjes, violado monjas y prohibido el uso del idioma tibetano dentro del mismo Tíbet. Ese fue el argumento con el que tildaron a los tibetanos de “ignorantes” y con el cual legitimaron la invasión y el tratamiento que hasta la fecha les dan a los tibetanos que aún viven en el Tíbet a pesar de la ocupación china, de ciudadanos de segunda clase. Con ese argumento los obligan a hablar en chino y les prohíben ejercer su religión, celebrar sus rituales y tener ciertos trabajos.
            Cuando les hablo de los ateos, a quienes me refiero es a unos que se creen más listos que los creyentes, pero además, se creen gente decente; gente que no puede ver que maltraten a un niño o a un animalito o a una mujer –aunque no siempre en ese orden… con frecuencia les preocupan sólo los animales, sobre todo los de compañía, y a veces las mujeres; los niños no tanto, no sé por qué; habría que reflexionar también al respecto…–; es gente que se piensa a sí misma como culta y libre, y que nunca aceptaría sobre sí una acusación de discriminación. Empero, no importa cuán inteligentes o cultos sean, estar frente a una persona de fe los enerva y los vuelve groseros e ignorantes; y si el creyente es además alguien instruido, se ponen todavía peor.
            Me pregunto qué suponen que están haciendo sino discriminar a los creyentes cada vez que se burlan de una religión. Peor aún, no se dan cuenta de que ponen en evidencia su educación ilustrada y anacrónica, su cientificismo ateo, el dolor indescriptible que les provoca saberse mortales… Para agravar las cosas, se sienten orgullosos (¡mi vida: qué encanto de criaturas!) y hasta valientes por la ficción de “libertad” en que se hayan hundidos para poder aguantar su soledad y su falta de disciplina espirituales; así dicen ellos, que prefieren “ser libres al yugo de una religión”… ¡Órale!, ¡qué valientes!
            Y qué tristes; qué personas más tristes son los ateos con doctorado.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...