enero 18, 2014

Una larga despedida (5)

En la Maestría llevé una materia fabulosa llamada "Ética del acto analítico". Se trataba de un taller dirigido por Martín Juárez; el objetivo, reflexionar en torno a la violencia, sobre todo aquella que nosotros ejercemos sobre los demás.
                Debo poner sobre relieve dos cosas: la primera es que Martín Juárez es la clase de hombre que  porta en el rostro la dureza  lacerante y la compasión absoluta de quien ha dedicado su vida a servir al prójimo; y la segunda es que Martín trabajó en Jalalpa 10 años, en un programa social de reducción de daños. Parece que coincidimos en el tiempo (sus últimos años fueron los primeros que yo estuve ahí), que no en el espacio, pues yo no supe de él sino hasta el 2012, cuando lo tuve como profesor en la maestría. Me impresionó muchísimo saber que había estado en Jalalpa también él y que su tesis de doctorado está basada (no sé si en parte o en su totalidad) en su trabajo allá arriba.
                Como se podrán imaginar, me dejé guiar de mil amores por Martín a través de todas las actividades que nos pidió, casi todas de orden vivencial y ético. Les dejo aquí el ensayo que fue mi producto final de ese seminario y mi agradecimiento y admiración absoluta para Martín… y ya puestos, para Benito y toda la gente de “La Carpa”.
               Después de escribir este ensayo y de hacer mi exposición acerca de la escuelita del IEMS en Jalalpa, yo acabé llorando, mis compañeros opinaron a una voz que me urgía conseguir un trabajo que fuera sólo eso, un trabajo, y que más me valía hacerlo pronto, porque estaba claro que estaba yo en peligro, grave. Martín se limitó a decirme con toda seriedad que no me casara con Jalalpa, que era insano y que corría el riesgo de creer que era parte del barrio cuando no era así en realidad.
                Les dejo aquí el ensayo:




Sí o no: ejercer el poder de decisión
Por: MaryCarmen Castillo Porras

De los objetivos planteados para el Taller de Reflexión en Torno a la Violencia, “Ética del acto analítico”, el que hice mío, de inicio, fue el que decía: “Hacer más limpio nuestro servicio a los otros” y junto con el objetivo de reflexionar en torno a la postura ética, pensé que esto podía ayudarme a resolver alguno de mis múltiples problemas al trabajar -desde hace ya 10 años- con adolescentes en una de las preparatorias del sistema educativo de nivel medio superior que ofrece el gobierno de la Cd. De México, mejor conocidas como “pejeprepas” y oficialmente llamadas IEMS. Mi plantel se ubica en la delegación Álvaro Obregón, en el barrio conocido como Jalalpa, el cual comenzó como un cinturón de miseria en torno al barrio de El Cuervo, donde fincaron sus viviendas los pepenadores de los antiguos basureros sobre los cuales y a un cerro de distancia, se levantó la Universidad Iberoamericana y las colonias más ricas y poderosas del país en este momento. En la actualidad, Jalalpa es uno de los cientos de barrios llamados “marginales” y que cubren en su totalidad los cerros antes boscosos y ahora devastados, desde El Cuervo y hasta el Periférico a la altura de San Antonio.
            El punto de partida desde el cual inicié mi reflexión fue el sentimiento cada vez más acendrado de estar en falta, pues las demandas de los muchachos no son de orden académico, de manera que una institución educativa, por muy bienintencionada que sea (y la nuestra ya no lo es), no podría atenderlas. Ciertamente, si quisiera, podría al menos intentarlo y obtener cierto éxito, como nos sucedió los primeros tres o cuatro años; pero como en la actualidad la institución además no quiere, son demandas que se diluyen en el aire tan pronto son emitidas.
            Desafortunadamente, la incapacidad o negativa a atender dichas demandas redunda, lógicamente, en un desempeño escolar bajísimo (aquí aclaro que ya sé que todos los sistemas educativos tienen problemas de bajo desempeño y deserción, pero yo estoy hablando de Jalalpa, no del resto del sistema educativo, o sea, el mío es este caso particular ante el cual yo soy responsable, es el que conozco, del que tengo los datos, cuya población está bajo mi cuidado y, en fin, éste es el caso del que hablo y los míos, los muchachos ante los cuales respondo, pues tal es mi noción de ética: responder ante el otro y darle un lugar  como mi igual frente a mí).
            Los muchachos tardan mucho en ganar suficiente confianza en alguno de los profesores, pero una vez que lo hacen, emiten sus demandas con regularidad y a bastante volumen; las demandas podrían reducirse a una: es siempre y a final de cuentas, una demanda de amor. Por supuesto, ante semejante demanda, todo el mundo se deslinda en la institución bajo el argumento académico y por tanto incontestable de que “no es mi función”.  Sin embargo, como la que sí es función del DTI (“docente-tutor-investigador”: así dice nuestro contrato) es asegurarle al estudiante “el seguimiento y acompañamiento necesarios para que logre terminar con éxito su bachillerato”, resulta entonces que atender dicha demanda se vuelve una función implícita en nuestro contrato. Aquí es donde yo -y todos mis compañeros pues, pero ya sólo quedan 10 ó 15 que asuman esta necesidad de decidir- me topo con el problema ético de, o bien acatar lo que explícitamente me exige mi contrato -que en resumen detalla las actividades que debo llevar a cabo para justificar mi sueldo; las actividades son las siguientes:  planear mis cursos con base en los programas, dar clase, brindar atención en asesoría y tutoría, realizar lo que ellos llaman “investigación educativa” y que no sirve para nada ni a nadie le interesa, y por supuesto, entregar informes de cada una de las anteriores-, o bien, atender a las demandas de los estudiantes, razón por lo cual me paso la vida ideando estrategias rarísimas que sirven para mostrarles a los chicos las posibilidades que ofrece la vida, pero también escuchando historias que parecen de terror respecto a todo lo que sienten, a las carencias que tienen, a la manera como sus padres los ignoran o maltratan física y emocionalmente, a las múltiples humillaciones a que se ven sujetos a diario por ser jóvenes, al desprecio por sus actividades que no tienen nunca ninguna importancia en comparación a las de los adultos, el riesgo siempre increíblemente alto de: “quedarse en el viaje” (sobredosis de drogas o que les sea ya imposible dejarlas y acaben en la calle), acabar de prostitutas, embarazarse, acabar en el hospital por las golpizas que les ponen sus papás o los adultos que supuestamente los cuidan, demandar o ser demandados por abuso sexual o por otras causas diversas, enredarse con alguna de las bandas (llamadas “monstruos”) de “dillers” (vendedores de drogas a menudeo y/o mayoreo), como matones a las órdenes del líder de un “monstruo”, o como parte del “staff” de un “monstruo” que se dedique al secuestro y como son los nuevos, son los que acaban en las cárceles cuando las cosas salen mal...
            Las historias son interminables. Y la demanda es siempre la misma: ayuda; escucha; respeto; cariño; consuelo; seguridad; un lugar en el cual no tener miedo. Esto último lo he logrado hasta cierto punto al convertir mi cubículo en un espacio de escucha, individual o colectivo según se requiera, con y sin mi presencia (aunque sin mi presencia existe el riesgo de que ganen las costumbres del barrio y acaben agrediéndose o transgrediendo los límites del espacio, como el día que pusieron en marcha una suerte de estética en mi cubículo un viernes que yo no estaba con vistas a una fiesta esa noche y los demás profes se quejaron); así mismo, me he convertido a mí misma en una especie de espacio de escucha que a veces funciona, aunque generalmente yo siento que no, porque siempre me siento angustiada y sobrepasada, y siempre estoy consciente de que todo lo que diga podría terminar muy mal, aunque lo más seguro es que no cambie nada porque después de 10 años, a veces reencuentro a antiguos estudiantes y descubro que nada cambió. Que sus vidas no son mejores ni peores. Que sus formas de organización son las mismas que hace diez años (o sea, inexistentes). Que aunque la Literatura es mi dispositivo natural para desarrollar estrategias que atiendan hasta donde me es posible las demandas tanto de la institución como las mías propias (que no son otras sino las de los chicos, pues yo hago mías sus demandas), encuentro a mis antiguos estudiantes y me dicen con total desparpajo que ya tienen un montón de hijos, que ya se casaron y ya se dejaron y ya se volvieron a casar y ya tuvieron  más hijos, y que no leen nada pero que se acuerdan de mí con mucho cariño. Entonces me doy cuenta de que esto no está funcionando más que a nivel de reducción de daños en el mejor de los casos o asistencialista en el peor de ellos; y eso es muy, muy decepcionante, porque esa no era la idea.

Así, después de analizar a los actores, la manera como se ha desarrollado la institución y yo dentro de ella a través de esta década, los actores que han ido apareciendo o desapareciendo, y los éxitos y fracasos registrados, llego a distintas conclusiones:
1.      La educación media superior, aun la desarrollada por una institución [supuestamente] de vanguardia como el IEMS, es un tipo de panóptico diseñado en México por Vasconcelos hace más de un siglo bajo un marco positivista racionalista europeizante; y semejante modelo dizque  educativo es lo que menos hace falta en un barrio “marginal” como Jalalpa.
2.      Devolverle a los estudiantes la voz funciona sólo a nivel de reducción de daños, pues la pierden en cuanto salen a la calle, entran en su casa o, simplemente, cambian de salón para su siguiente clase con un profesor que los quiere callados.
3.      De igual modo, enseñar Literatura en Jalalpa  funciona sólo a nivel de reducción de daños, pues al paso de los años los muchachos pierden el gusto apenas adquirido por falta de estímulo y no queda rastro visible de lo aprendido. Por lo tanto, o bien el aprendizaje no es significativo, o bien lo es, pero no es apuntalado ni reforzado por falta de tiempo y de apoyo, ni es en realidad una necesidad esencial para el individuo, por lo que naturalmente se diluye.
4.      De igual modo, los proyectos o intervenciones diversas que se lleven a cabo con adolescentes en Jalalpa funcionarán sólo a nivel de reducción de daños, pues pronto tendrán hijos y dejarán la escuela y los proyectos con el fin de trabajar tiempo completo si son varones, o encerrarse en su casa a aburrirse, limpiar, criar niños y urdir historias telenovelescas si son mujeres, y dentro de 15 años llegarán a la prepa sus hijos y volveremos a empezar.
5.      En Jalalpa, por lo tanto, la miseria no es económica sino ideológica; en efecto, aquí los padres (los mismos que el resto del año ignoran y maltratan de mil formas a sus hijos), el día del cumpleaños de su retoño le ofrecen obsequios de mil, dos mil o hasta tres mil pesos, o se gastan en sí mismos ese mismo dinero en ropa o en aditamentos para sus coches; pero si pido que compren libros para el semestre, para lo cual deberán invertir entre 500 y 800 pesos, se quejan y entonces sí van a la escuela a reclamar (una señora me preguntó una vez que qué se hacía con el libro una vez leído, es decir, que si se lo iban a cambiar por otro o cómo...).
6.      En Jalalpa, la educación no tiene ningún valor; el valor se obtiene del trabajo en los varones, y de los hijos en las chicas; del que sólo estudia los mismos muchachos dicen que “no hace nada”.
7.      Como profesora, no tengo ninguna forma de modificar ni las circunstancias contextuales de los chicos ni las políticas educativas de las autoridades y sería por tanto muy fácil para mí tomar la decisión de sólo enseñar Literatura y respecto a lo demás, hago lo que pueda pero en realidad no es mi asunto. Sin embargo, soy necia y ratifico mi idea de que leer, aprender, cambiar, conocer, cuestionar, y sí, cómo no, escribir y pensar, son la puerta de salida de ese futuro cochambroso que ya se les viene encima a los muchachos. En cualquier caso, mis alcances se limitan a mostrar esa puerta, por si acaso a alguno de mis estudiantes le interesa en el futuro atravesarla. Lo malo es que no suelen interesarse o no tienen el empuje...; yo sé que es demasiado pedir.

Y es con base en esta última reflexión como llego a la pregunta que realmente me interesa y cuya respuesta ha de ser sí o no, porque ni mis estudiantes ni yo nos merecemos respuestas comodinas, eufemísticas ni mucho menos autocompasivas de palmadita en la espalda y “no te preocupes, seguro que hiciste todo lo que pudiste”, o “no le llamemos “fracaso” que suena muy extremo”: ¡no!, le vamos a llamar por su nombre y será sí o no.
            Si es “sí”, maravilloso y habrá que diseccionar el núcleo de semejante éxito para desarrollarlo y reproducirlo y exprimirle así hasta la última gota.
            Pero si es “no”, entonces deberé preguntar: “¿por qué no?”, y a partir de la respuesta, tomar nuevas decisiones: si es porque ya no creo en el magisterio ni en la educación como puerta de salida, conviene que me vaya porque voy a hacer mucho daño; en Jalalpa, para ser maestro, hay que ser muy, muy necio y estar completa y absolutamente convencido de que esto funciona (o sea, de que yo funciono, en el IEMS y en Jalalpa). Ahora que si es “no” porque lo que hago funcionaba pero se agotó y ya no funciona, entonces lo que hay que hacer es acabar pronto de llorar y lamentarse, y volver cuanto antes a empezar, inventar cosas nuevas, reactivarme, hacer una nueva apuesta.
            La pregunta entonces, ya enunciada en clase, es:
            Todas las instituciones educativas y los profesores dentro de éstas deben ser agentes movilizadores que ofrezcan a sus estudiantes las herramientas, caminos y posibilidades necesarios para que los muchachos, si un día decidieran cambiar sus vidas, hacia donde ellos quieran y del modo y al ritmo que ellos mismos desarrollen, encuentren en esas herramientas lo que requieren para lograrlo. Así, pues, ¿estoy yo como profesora del IEMS en Jalalpa ofreciéndoles a estos chicos lo necesario para que en un futuro, cuando quiera que éste sea y para el caso de que alguno de ellos se decidiera a cambiar sus vidas, puedan hacerlo con lo que yo les ofrezco?
            La respuesta es: no.
            ¿Por qué no? Por dos razones: la primera, porque yo aseguro que el magisterio no puede contra la reproducción de la desesperanza; y dos, porque encuentro aquí una aporía: para atender a semejante demanda de amor -en el supuesto de que fuera posible, legal, viable, ético o moral- se requeriría de un desapego que sólo el Buda tiene. Pero al mismo tiempo es condición sine qua non para atender a una demanda de amor, precisamente, amar... y el amor y el desapego simplemente se repelen entre sí.
            En otras palabras, para hacer bien las cosas como maestra en Jalalpa necesitaría sentirme satisfecha de mi proceder y de los resultados, cualesquiera que estos sean; amar a estos niños porque es esto y no otra cosa lo que necesitan para impulsarse a sí mismos hacia afuera de la sima en la que nacieron, pero ser desapegada para no generar sobreimplicaciones, desapego que, ab initio, es absurda.  Es, pues, una situación irresoluble. Y agotadora.
            En conclusión, trabajar en Jalalpa como maestro es una experiencia única, extraordinaria, aterradora y maravillosa; es un privilegio y un peligro; es el Horror en el que la belleza explota por alto contraste. Y es como es, nada la va a cambiar; o al menos, no puedo ser yo quien lo cambie. Así, pues, hice bien, pero me está haciendo daño. Es tiempo de dar gracias por el honor tremendísimo y moverme a otra parte; ya encontraré a otros que también necesiten ayuda y a los que yo sienta que de verdad sí estoy en posibilidades de ayudar en una medida tal que yo misma quede satisfecha.

enero 15, 2014

Una larga despedida (4)

Vista de Jalalpa desde el techo de la prepa



La primera huelga
El rally de "mates"

Salmones y Minions me festejan mi cumpleaños

"Reinos paralelos"
Jalalpa

Muertos 2012


Cañada

Junto a la presa

La Chicago


Capula está allá arriba

Finísimas personas

Un patio para leer tirados en el piso


enero 13, 2014

Una larga despedida (3)

Mi infancia fue, sin duda, un regalo de Mis Señores para que yo aprendiera paciencia, el arte de escurrirme antes de que me cayera el chahuiztle, prácticas avanzadas sobre la literatura como evasión y cómo aguantar vara mientras la Vida hacía el favor de convertirse en algo sano y agradable. Tuve, ya se ve, una infancia de ensueño.
     Una tarde, salí huyendo de mi casa hacia arriba en lugar de hacia la calle como acostumbraba. Atravesé las jaulas para tender la ropa y descubrí abierta una puertecita negra de metal que por única ocasión estaba sin candado, y que daba al techo inclinadísimo del edificio donde vivía con mis padres y mi hermano. Entonces me inventé un juego de lo más peligroso: caminé paso a pasito por el techo inclinado, a ver cuánto podía acercarme al borde antes de acobardarme. Una vez pasé de la mitad, pero no más; estaba muy alto y yo era una niña muy alta pero más bien flaquita, y sentía que el aire me impelía hacia adelante, hacia las copas de los árboles que se mecían allá abajo; parecía que podía alcanzarlos si saltaba. Recuerdo haberme acuclillado para sentir más firmes mis pies anclados en la gravilla del impermeabilizado, y entrecerré los ojos, y por un rato muy largo que duró toda la tarde, y luego muchas tardes más, fui Viento; me mecía y entonces fui Árbol; y levanté la vista y sentí el Cielo, azul, ¡profundamente azul!, protector, formidable, lleno de promesas… y me supe libre. Era apenas una niña y vivía llena de pavor, pero esa tarde no sé cómo supe que había algo más, más allá del miedo y de la noche. Y gracias a eso sobreviví hasta casi la adolescencia, cuando ya no hubo Cielo que me protegiera, ni árbol ni viento que me meciera en sus brazos; me quebré y pasé los siguientes años olvidada de esa libertad, y guareciéndome en mi inteligencia y en los libros, que eran lo único que me parecía confiable. Las tardes de bailar con árboles quedaron dormidas en alguna parte de mi memoria. 
     Y pasaron un montón de años.
   Y llegué a la Universidad. Para entonces, me había convertido en alguien muy, muy brillante y estúpidamente incapacitada para las relaciones interpersonales. Aun así, quería dar clases; tenía un montón de ideas raras sobre la extrema importancia de enseñar Literatura y cambiarle la vida a mis estudiantes (era un poquito arrogante yo); (pero nomás poquito); y estaba convencida de que para lograrlo había que tratar a los adolescentes con absoluto respeto, reconocer y alentar la inteligencia y las habilidades de cada cuál, lo más posible, darles a leer cosas chidas y llamarlos siempre por su nombre para que supieran que eran importantes para mí. Francamente, lo leo y me suena pueril, ingenuo y hasta ridículo; pero el caso es que, en la primera prepa donde trabajé, funcionó: los muchachitos de la Prepa 4 me introdujeron en una ciencia que ninguna escuela me había enseñado, con una paciencia que nadie me había mostrado: comencé a aprender a amarlos, gratis, sin importar quiénes fueran, nomás por existir cerca de mí. Y ellos me correspondieron adorándome. Lo malo fue que se me atravesó un amor y una huelga, y luego ambas cosas valieron madre y eso fue el colmo; ese año comenzó la noche más larga y la más oscura para mí. Ya había oído eso de que antes del amanecer es cuando está más oscuro; no lo creí. No tenía con qué creer nada. Pero, afortunadamente, las abuelitas tienen ojos agudos y dichos ciertos: cuando sentí que todo se había oscurecido en mi vida hasta un punto en el que empecé a sentir que nunca iba a haber nada mejor para mí, una lucecita diminuta apareció en el centro de esa oscuridad monstruosa: los muchachitos de Jalalpa.
     Ellos me enseñaron a calmarme, a reírme con las vísceras; a confiar, en mí y en ellos; a soñar de nuevo; a generar compasión; me permitieron aprender, con todas las metidas de pata que aprender implica, a alimentar mi corazón con su amor en lugar de con mi ira: sus manos ciñeron las mías; las suyas eran manitas infantiles que rápidamente se volvían amplias y fuertes, de hombres y mujeres jóvenes, mientras que las mías eran puños atascados de miedo y rabia, pero no se espantaban ni se echaban para atrás, sino que ciñeron mis manos con las suyas y las fueron abriendo con sus ojos limpios y sus esperanzas y sus terribles dolores, y fue como si cada lágrima fuera una llave que calzaba exacta con cada pliegue, cada grieta en mis puños, así fueron ellos abriendo mis manos, poco a poco, a veces con dulzura, a veces con violencia, hasta que sólo quedaron mis palmas abiertas.
     No se detuvieron, sino que lloraron sobre ellas, y con sus ojos y sus tonterías las lavaron y me otorgaron algo que yo no supe reconocer entonces, pero ahora veo que era un perdón puro, por ser quien era, y por no haber sido otra sino ésa que malamente los entendía, pero a los que adoré desde ese momento y hasta ahora y hasta siempre; y sus miedos, sus deseos, su pobreza, su futuro incierto, su dureza, su arrogancia e ingenuidad inundaron mi mente, mi corazón, mis días y mis noches. Mi vida entera fue suya y ellos no lo supieron; nunca se los dije.
     Entonces fue cuando comencé a desear seriamente ser mejor, mucho, muchísimo mejor de lo que era, de lo que soy, por ellos, para ellos, mientras todo lo demás a mi alrededor terminaba de derrumbarse, como si me preparara sin saberlo para construir todo de nuevo, desde cero. Todo se fue al carajo, parte por parte: mi matrimonio,  mis amistades, mi juventud, mi familia; y junto con ellos, las cavernas de terror en las que había vivido desde siempre.
    Y volví a escribir y aprendí a bailar, y la luz aquella diminuta dejó el pozo de oscuridad que me cubría, y se instaló en mi pecho, en mis manos, en mis ojos, para mirarlos a ellos –que ya no eran los mismos, sino otros muchachitos, pero hermosos e irritantes, maravillosos y terribles como son siempre y cada vez, tan dignos de ser amados y tan ignorantes de serlo, siempre–, mis estudiantes. Y la noche se cerró sobre mi cabeza, pura oscuridad, pura opresión: mis estudiantes no eran míos, no me querían como yo a ellos, no eran míos, me traicionaban…
     Hasta que, finalmente, amaneció.
   Y me vi fuera, bajo un cielo azul profundísimo, rayado de nubes blancas surcadas por aves y corrientes de aire, tirada en el patio de la escuelita en Jalalpa, junto a un arbolito enclenque, acompañada de un puñado de escuincles que leían tirados en el suelo, bien a gusto.
     Y recordé todo, todo, todo; primero el dolor; luego, el terror; después el frío, el miedo; a mi padre sonriendo, la mirada verde de mi madre, la voz lejana de mi hermano… mis patines… yo de niña… mis fotos de niñita, riendo y jugando al cíclope con mis tíos… y, al final, esperando por mí, completamente vivos y despiertos, el Cielo Azul, los Árboles y el Viento.
     Entonces descubrí frente a mí, rodeándome sin ceñirme, un grupo de muchachitos me miraba con curiosidad, los ojos llenos de inteligencia y risas. Y  me supe libre; y también supe que ellos también debían serlo; supe que no eran míos ni debían ser de nadie, más que de sí mismos, y les mostré mis sueños, mis  terrores, mis Cielos y el sonido del Viento. Los amé y fui lo mejor que pude, para ellos. Los convertí en mis Maestros y acepté ser su Maestra.
      Debo haber hecho algo bien para haberme merecido este privilegio que me sabe tan absurdo, ¿quién soy yo para merecer esto?, no lo sé, pero debo merecerlo, pues lo logré, por primera, única vez, logré amarlos sin que fueran míos. Y logré no ser la peor versión de mí misma, sino que por el contrario, inventé una, la mejor de todas, y la volví real, para ellos. Quise ser mejor de lo que era, para honrar su cariño; y resulta, ¡resulta, sí!, que lo logré.
     Espero sinceramente ser digna de lo que enseñé, que no fue sino esa misma ciencia de amor perfecto que ellos me regalaron, todos ellos, mis estudiantes de la prepa de Jalalpa.

Una larga despedida (2)

Voy a abrir, sólo por hoy y sólo por esta vez, una sesión de quejómetro; diré todo lo que quiera decir al respecto durante la cantidad de tiempo que me lleve terminar de una vez con tanta chingada queja y lo dejaré aquí publicado. De nuevo, será sólo porque sí, porque por qué no. Y no volveré a decir nada al respecto. Sólo... quiero decirlo y ya, para dejarlo aquí y no llevármelo cargando cuando me haya ido.

Y es que ahora resulta que  todos me quieren mucho en la escuela de Jalalpa; ¡qué tal!, caray, ¡y yo sin darme cuenta! Así es: aparentemente, como sola por envidiosa, para no compartir con nadie mi comida; o bien, por gusto, es decir que si nadie me invita es porque creían que me encantaba comer sola. Debe de ser, sí, claro; como soy una persona tan tímida y retraída, y como me cuesta tanto trabajo entablar conversación con las personas, además de ser hosca y muy parca en risas, era lógico que todos pensaran que prefería comer sola.
     Hay uno, que no me odia pero al que le caigo bastante mal, que se toma la molestia de despreciarme abiertamente, hace comentarios que sugieren que soy medio pendeja siempre que tiene  oportunidad y se rió de mí en público por ser budista; no es que me encante que me humillen y el señor se ha ganado mi más amplio, honesto, puro y mutuo desprecio por estos detallitos precisamente. Pero ahora que andan todos tan interesados en... pues no sé bien en qué, supongo que en resguardar la imagen de "gente buena" que aparentemente tienen de sí mismos, y se han esforzado tanto en hacerme saber que cada uno de ellos me quiere, agrego "respeto" a la ira que me despierta el tipejo en cuestión. Prefiero sus humillaciones, ya conocidas y baratonas pero al menos honestas, que esta manera extraña y... atemorizante en que personas feas que se han portado de la chingada conmigo, se acercan y me dicen que ellas me quieren mucho; que de hecho, hay muchas personas que me quieren mucho. Francamente, me reservo mis comentarios. Sólo preferiría que me ignoraran, como llevamos años haciendo, y me dejaran ir en silencio.
     Está también el caso de otra de esas "amigas" que ahora me ador[n]an, que me dijo muy compungida y a punto del llanto que no me vaya así, enojada. ¡Ah, caray!, pues es que si estuviera muy contenta, no me iría; es obvio.
     Ton's, pues no quiero ser pelada, de verdad que no; y tampoco es mi intención herir a nadie ni hacerle daño a ninguno de mis compañeros. Pero tampoco tengo porqué seguirles el juego. Ya no. Entre muchas otras, por eso me voy; porque los quise mucho, mucho, y a algunos de ellos los busqué mucho, a otros inclusive los consideraba mis amigos, pero poco a poco fue quedando claro que no era mutuo. Un tiempo pensé que quizá yo no estaba enviando el mensaje correcto, así que me apersoné un par de veces a comer, un tiempo en la cafetería, en otra ocasión en el cubículo donde varios que me agradaban se reunían. Mala idea. Lo de la cafetería se acabó el día que una maestra psicópata que hay ahí me insultó a gritos en frente de todo mundo. De milagro no me pegó. Y lo del grupito se acabó, porque la siguiente vez que fui, estaba calentando mi comida, y en lugar de invitarme a unirme a su grupo, me desearon buen provecho y me aconsejaron cerrar bien la puerta porque ellos iban a comer en otro cubículo ese día.
     Y sí, sí soy, ya en serio, muy abierta y risueña, pero no haya sentido del humor que aguante tanta jodidez. 
     Ha de ser que "no se dieron cuenta" (supongo que se dicen a sí mismos cosas así), "lo hicieron sin querer" o de plano, ni siquiera recuerdan haber hecho esas cosas o quizá más bien, igual y el problema es que yo soy demasiado sensible. O algo así han de decir, porque cuando vienen a mi cubículo tras enterarse de que me voy, llegan incrédulos a afirmar con la voz llena de certeza y la voz quebrada por la emoción que lamentan muchísimo que me vaya, porque ellos me quieren mucho. Pues... no, la verdad no sé qué pensar. 
     Mejor ya no pienso nada, excepto: "qué bueno que ya me voy", porque son maestros de los que estamos hablando aquí, gente adulta, con grados de licenciatura para arriba; no estamos hablando de escuincles de 15 años que hieren a lo pendejo, porque no tienen experiencia ni interés en cuidar de los demás ni de sí mismos. ¡Si al menos este montón de gente horrenda con la que trabajo a diario, que tiene a su cargo una tarea tan delicada y preciosa, si al menos esa pinche gente tuviera la suficiente claridad y respeto por sí misma, podría, ya dije, ignorarme o de plano, venir y decir: "pinche MaryCarmen, me caes del Averno, ¡qué bueno que ya te largas!" Y así al menos podría responderles o ignorarlos o cualquier otra cosa del nivel que mejor me parezca, en lugar de tener que aguantar sus extrañísimos lloriqueos, porque si algo me queda claro, es que yo los quise muchísimo, tanto o más que a los muchachos... y no me valió de nada. De nada.

Y luego está mi otra queja, esa otra queja, mi queja de siempre, que ya no es berrinche (todo lo anterior sí lo es, me queda clarísimo), respecto al hecho  de que A NADIE en Dirección General del IEMS le importa un soberano cacahuate ni la institución, ni los planteles, ni mucho menos los estudiantes. Sobre todo, no les interesan los estudiantes. No les importan. Les valen madres. Y por ende, les valen madre también los profesores. De hecho, los únicos maestros dignos de su consideración (y no precisamente porque los quieran apoyar) son aquellos que hacen de más; los que  organizan cosas por fuera, invierten cantidades realmente fuertes de dinero en comprar materiales, libros, cuadernos, premios; en invitarles una comida de vez en diario a los estudiantes que sabemos que andan todo el día sin comer, porque no hay dinero en casa o porque están en situación de abandono y en su casa a nadie le interesa si comen o no... maestros que dan su tiempo personal, incluso en vacaciones y fines de semana, para entrenar a los muchachos o ensayar con ellos, o llevarlos a conciertos o al teatro o a lo que sea, y acaban pagando la mitad de los boletos con dinero y tiempo que nadie les repone, pero tampoco les importa, porque ¡no lo están haciendo por dinero! ¡Qué miedo le tienen en Dirección General a estos profesores!, ¡con cuánta sospecha observan el trato cariñoso y la devoción con que los estudiantes les hablan! 
     Sí, se sospecha de ellos. Y no sólo Dirección General; la cosa empieza por los coordinadores, siempre listos pare entorpecer cualquier actividad "sospechosa" de ese tipo: a ver, qué cosas secretas andará haciendo ese maestro con los estudiantes, fuera de la escuela, donde nadie los mira, ¡y los papás en la luna, confiadotes!... Y ello por no mencionar a los compañeros, esos que miran con malos ojos todo lo que los demás hacen; los flojos, porque temen que se les pida trabajar a un ritmo similar, ellos que no hacen ni siquiera lo que deberían. Y los que le echan ganas, en lugar de ser solidarios, se llenan de envidia y critican lo que los otros hacen, lo tachan de cuestionable, les parece que las actividades extracurriculares de los "otros" no son limpias como las suyas, sino que responden a intenciones seguramente malsanas y perversas.
     Por eso nunca sé si reír o llorar cuando en el plantel alguno viene a mi cubículo y me pregunta por qué las cosas no funcionan como deberían. ¡Mi vida! Si me atreviera, le contestaría algo así (es una respuesta muy ensayada, la pienso cada vez que alguien me pregunta estas cosas, que es bastante seguido;  no lo van ustedes a creer, así como los ven ahí a desayunar no hay quien me invite, pero qué tal cuando necesitan consejos, kleenex, firmas,solidaridad o un cafecito... en fin):
     Nomás para empezar, el problema es que esta condenada escuela es en realidad un lavadero en el que los licenciados, maestros y doctores -con Maestrías y Doctorados, aunque usted no lo crea- que conforman nuestra súper planta docente pasan la mayor parte de su tiempo metiéndose unos en los cubículos de los otros con el fin de regar chismes e intercambiar información, gracias a lo cual esta escuela se ha convertido en un lavadero de vecindad. Así que, cuando pasa algo "interesante" (léase, telenovelesco del estilo de "¡la Psicópata rompió la puerta cristalera a mano limpia en uno de sus ataques de ira!"), suceden dos cosas, seguras y ciertas como el sol: que en media hora ya se enteró TODA la escuela; y segunda, que no va a suceder absolutamente nada, excepto que quizá reemplacen rápido el cristal roto, no vaya a ser la de malas que alguien se lastime. 
     En los once años que llevo trabajando ahí, nunca he sentido la menor inclinación por ver "Laura en América"; no me hace falta. Además, en ese programa todo es actuado y en mi escuela, es pura vida real.
     Así que, en resumen, si se decidiera hacer una razia en ese plantel, correrían preferentemente a esos maestros espantosos que quien sabe qué cosas raras y seguramente depravadas hacen con los estudiantes, que gastan los recursos de la escuela en hacer revistitas y cosas llenas de palabras y secretos, organizando concursos de matemáticas cuando" todo el mundo sabe que los chamacos son unos ignorantes, incapaces de hacer las operaciones aritméticas más elementales y estos condenados maestros salen con "olimpiadas de matemáticas" y "rallies de matemáticas" y quien sabe cuántas jaladas más para perder el tiempo"; yo no dudo que, de correr a alguien, sería a esos profesores que envían a los alumnos a hacer preguntas de dizque periodismo y andan enseñándoles cosas que "todavía no son para ellos" y, para acabar más pronto, correrían a aquellos que dan demasiados problemas, aunque trabajen hasta de más y siempre acudan a sus clases y den sus asesorías, y aunque cumplan con sus horarios y hasta se pasen, precisamente por eso dan mala espina, realizan actividades no-aprobadas por la Coordinación y mejor al carajo y que vuelva la paz. Todo ello mientras la Psicópata cobra re-a gusto cada quincena, los inútiles perezosos reciben sus cambios de plantel y otros premios similares, el Sindicato se roba las prestaciones que deberían repartirse equitativamente entre el personal y los traumados van por ahí, gritándoles a los estudiantes, llenándolos de pavor, humillándolos, insultándolos y, en breve, desquitándose con ellos por su incapacidad para ser buenos maestros y buenas personas, o al menos intentarlo.

Con todo esto queda claro, espero que sí, que tengo  muchas, poderosas y tristísimas razones para irme, y además, irme enojada; ¡cómo chingados podría irme de otro modo! ¡A mi pinche, pinche y dolorosísima incapacidad para hacer algo realmente significativo con esos muchachitos, se suman todas estas pendejadas; ver a esos tipos y tipas mal llamados "maestros" zarandear y ejercer violencia contra los estudiantes, una y otra vez, o ignorarlos y tratarlos siempre como si fueran un estorbo o peor aún, como si fueran casos perdidos, como si no valieran la pena!... y que sea imposible hacer nada, porque a nadie le importa, como tampoco nadie hace nada respecto a los profesores que llegan, firman y se largan a su casa; los profesores que aceptan sobornos; los bilbliotecarios que se niegan a atender a los grupos; el coordinador que llega a la hora que quiere y no hace nada más que entorpecer la vida del plantel, meterle el pie a todo el mundo y dejar que los edificios se caigan a pedazos..., ¡no es porque no se pueda hacer nada de lo MUCHO que podría y debería hacerse, no porque sea imposible, o demasiado difícil, no porque nadie sepa cómo deberían hacerse las cosas, ni tampoco porque no haya gente capacitada para hacerlas, sino por una falta que no puedo entender de ética, de respeto por su propio trabajo y de conciencia de que están echando a perder su vida y la de sus estudiantes... ¡no, señores, el IEMS se está yendo al carajo porque A NADIE LE IMPORTAN los estudiantes, ni la institución, ni mucho menos los profesores que se consumen ahí o bien de aburrimiento, o bien por exceso de trabajo y por el desgaste psicológico tremendísimo que despliegas cuando te tomas a los muchachos en serio!: que nadie se confunda ni cubra con eufemismos  el hecho simple de que A NADIE LE IMPORTA LO SUFICIENTE.
     Y yo... no soy la Madre Teresa de Calcuta, ni quiero serlo a estas alturas; y además,  mis compañeritos, que me quieren tanto, no creen que las cosas estén tan mal. Así que, como dije la vez pasada, la que está mal aquí soy yo. Así que está bien que sólo yo me vaya; pero no cargando esto. Ya no.

enero 10, 2014

Una larga despedida (1)

Voy a reactivar esta cosa de una manera que me es del todo extraña. Habitualmente, escribiría esto en mi diario; cerraría al terminar el cuaderno; lo releería unas horas o días después, y hasta ahí. Esto, en cambio, va a ser público. Ya no importa por qué.

Hace once años y medio llegué al IEMS; tampoco es que fuera mi intención quedarme ahí más de una década. He visto ir y venir a un montón de gente; algunos fueron excelentes maestros y los lloré cuando se fueron. Otros eran un asco; qué bueno que se fueron. Ahora me voy yo. Sé que no fui un asco; me he asegurado de ello. Es más, mi trabajo en el IEMS, en Jalalpa, es de lo poquísimo que puedo asumir como mío, con orgullo y sin culpa: yo hice todo eso. Y me voy ahora, porque no quiero estar ahí cuando también yo me iba a convertir en una estúpida mediocre que maltrata escuinlces y se queja todo el día y todos los días del IEMS, pero cobra su quincena puntualmente y aun tiene el descaro de exigir mejores condiciones laborales. No; yo no voy a ser esa persona horrenda, porque no me voy a quedar a ver cómo sucede. Igual que cuando por fin decidí terminar con mi matrimonio, lo decido tras pensarlo larga, larga, largamente, y no sin haber intentado toda clase de cosas para ver si la que estaba mal era yo. Resultó que sí: la que está mal soy yo, porque los demás están muy a gusto; sólo yo quiero más; espero más, de mí, de mi capacidad para hacer valer esta vida.
Corto de golpe, con un solo tajo, que conste que estoy avisando que no voy a regresar; por supuesto, nadie me cree. No me conocen. Después de once años, no me conocen lo suficiente para saber que yo tardo mucho en decidirme, pero cuando finalmente lo hago, no hay marcha atrás. Cuando tomo una decisión, no renuncio a nada: en el instante mismo en que decido, las demás opciones desaparecen, como si jamás hubiera contado con ninguna otra opción –ni mejor, ni peor: ninguna otra- que la elegida. E igual que con aquel que fue mi Más Amado, también ahora me voy antes de que valga madre todo, porque ya vi que, irremediablemente, es ya imposible detener la corrosión; ya carcomió todas las capas que protegían el centro. Sólo queda puro e incólume mi amor por los muchachos: así sé que éste es, y no otro, el momento correcto de partir: justo antes de hacerles daño.
            Y sin embargo, heme aquí, justificando mi partida. Está bien. Ya que es eso lo que me descubro haciendo, he de hacerlo lo mejor posible, como todo, pues hoy una a la que quiero sinceramente y a la que considero mi amiga (sólo me llevo a cuatro amigos de ahí), me pidió cuentas, con tanta franqueza y tan honestamente dolida, que para ella y para los otros tres, y para mis amadísimos estudiantes (quienes jamás –qué mal hice mi trabajo en ese sentido-, jamás se atreven a pedirme cuentas de nada, tanto así me aman y tanto así confían y tan mal así los eduqué en las costumbres de cuestionar a cualquiera que se les plante enfrente),para ellos extiendo ahora esta justificación.
            Para mí será, en cambio, mi manera habitual de escribir el mundo para ver cómo es, para saber qué es esto que siento y quién es ahora ésta que escribe. Y en esta ocasión, mi manera de despedirme. Pues sólo es real aquello que escribo, me despido así, largamente y por escrito, para que sepan que todo es cierto: que me voy y que amé profundamente el IEMS y mi trabajo ahí; a Jalalpa con todo y presa y vacas radiactivas y arbolitos enclenques; las Horas de Lectura tirada en el piso con mis estudiantes; a mis compañeros profesores, aunque sé que ya no es mutuo, y a mis estudiantes. Sobre todo, para que sepan que amé profundamente a mis compañeros y a mis estudiantes.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...