septiembre 30, 2015

30 de septiembre de 2015

 #4 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario

Muy querido:
Los días han transcurrido plomizos. No se ve el sol. No llueve. No solpa el aire. No estallan tormentas. No nada. Plomo puro pesando sobre mi frente y mi ánimo. Tampoco hay estrellas, sólo este techo de nubes sucias y desvahídas que nos guarece y amenaza.
       Pienso en Penélope y su lienzo que teje y desteje. Yo no sé tejer, nunca aprendí. Ni tengo vocación para esperar: me angustia. Yo soy más bien del tipo de Dædalus; de Ícaro; de Cassandra en el peor de los casos. Y al final, no soy ninguno de ellos; yo soy sólo yo.

Te amo:
M.

septiembre 26, 2015

Corazón grande

Se subieron al microbús que va a Sullivan dos ñoras cincuentonas, de ésas que llevan el barrio tatuado en todo lo que hacen y dicen. Una de ellas le preguntó a la otra si no se debía haber bajado desde antes, pero la segunda contestó que no, porque iba a ir hasta Reforma para alcanzar a su hija en la marcha.
-¿A Ale?-, preguntó la primera.
-¡Ash, no, cómo crees!, ¡a Gloria! La del corazón grande es Gloria.

Me bajé con ella, pero la perdí de vista en seguida, aunque también fui a alcanzar la marcha. Llegué hasta el Ángel y descubrí que iban, como siempre atrasados. Me senté a la vera y esperé. Miré a la gente. Me llamó al atención ver a muchos clasemedieros con cara de sentirse muy satisfechos consigo mismos, y al lado señoras como la de la micro, con falda y zapatitos que supongo que ellas juzgaron cómodos para una marcha y que, al mismo tiempo, dejaban ver que nunca han estado en una. También había la gente farola de costumbre, disfrazada de Catrinas, subida en zancos o gritando consignas a pleno pulmón. Había muchos vendedores de banderas; las había de México, pero bicolores: blanco y negro; doradas, con el escudo de la UNAM, y otras blancas combinadas con ese rojo quemado casi púrpura del IPN: el consumismo al servicio de las marchas quesque revolucionarias. Y como lo estuve haciendo toda la mañana, me pregunté: ¿y dónde estaba toda esta gente el 26 de agosto o el 26 de julio o incluso de junio? No estaban; algunos pocos sí, unos cuantos nomás, pero no tooooodos estos...
       Pasó mucho tiempo, más de una hora, hasta que finalmente escuché el sonido y vi venir el camión que abriría la marcha. Y detrás venían caminando Ellos, la razón por la que fui a la marcha: los padres de los 43 muchachos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, desaparecidos hoy hace exactamente un año. Y como siempre, me dolió verlos; me dolió, porque no hay modo de paliar ese dolor, de hacer nada realmente efectivo, excepto estar ahí, presentar mis respetos, mirarlos de frente sin llorar (si ellos no lloran, ¿yo con qué derecho?) 
       Antes pasaba lista a los 43 en mi salón, pero mis estudiantes del semestre pasado se quejaron de que yo me salía del tema y que no cubría el programa, así que, con el corazón atascado de amargura, dejé de hacerlo. ¿Qué queda?, ¿sólo marchas catárticas en las que la gente sale a la calle y la desborda y grita "¡26 de septiembre no se olvida!", con la misma fórmula del 2 de octubre? Entonces, ¿cómo?; a este paso, todo el calendario va a terminar siendo una conmemoración a los muertos, a los torturados, a los desaparecidos, sin que seamos nunca capaces de hacer nada más que gritar.
       "Romper el silencio" es, sí, importante; pero ya no es, ni de lejos, suficiente. Si al menos el 26 de octubre volvieran a ser miles, como hoy, y en vez de gritar bravuconadas sin sentido se hundieran en un silencio netamente encabronado y miraran con respeto a los padres de los 43 -con Respeto, no con lástima- y con admiración recia y de frente a las mujeres de Atenco, si de veras rompieran el silencio, un día sí y otro también, yo me uniría de nuevos a los cánticos: "¡tu muerte, tu muerte: tu muerte será vengada!" Pero así como están las cosas, seguiré desde mi trinchera presentando mi eterna pelea sin cuartel, tal como lo he hecho todos estos años, enseñando a pensar, a cuestionar, a ejercer el poder de decisión, a reclamar el derecho a ser felices. Pero al ver a los papás de los 43 y a los chicos que actualmente estudian en la Normal de Ayotzinapa marchar por Reforma con los ojos secos, sin gritar consignas ni hacer ningún aspaviento, ¡qué pequeña, qué insulsa, qué inútil me ha parecido hoy mi trinchera, tan académica, tan clasemediera, tan bravucona, tan inconstante!

Presentación con vida de los 43; ¡porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!

septiembre 22, 2015

22 de septiembre de 2015- Auris

#3 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario

Corazón mío:
¿Nunca te he hablado del Auris, verdad? Como casi todas las que yo cuento, es una historia larga, así que ponte cómodo.
       Has de saber que a principios de este año, antes de que la vida dejara de ser la que era y se convirtiera en ésta, o sea, bastante antes de imaginarte, se me ocurrió llevar ante la Sociedad Tolkiendili (a la que llevaba yo poco más de un año tratando de integrarme, con poco éxito) un proyecto que diseñé al alimón con Petrus; consistía en una publicación en torno a la obra del Profesor Tolkien; la intención era darle espacio a los tolkiendili ñoños -como éramos Petrus y yo- para que pudieran desarrollar y publicar artículos, ensayos y en general, investigación seria en torno a la obra de Tolkien. Te ahorro los detalles: fracasé rotundamente y en todos los sentidos, porque resultó que el 90% de los tolkiendili alucinaba a Petrus y nos hicieron picadillo. Fue muy feo. Acabé retirando, primero sólo el proyecto de la revista y más adelante, cuando vi los rencores que se pueden acumular en los corazones de las personas, mi presencia. Y me quedé, cono se dice vulgarmente, chiflando en la loma, pero con mi amigo Petrus a mi lado.
       El mismo día que retiré mi propuesta y mi persona de la Sociedad Tolkienñoña, Petrus me invitó un café moka en su café favorito, un lugar chulísimo llamado "La Gaya Ciencia", donde resultó que la dueña andaba buscando quién se hiciera cargo de las tertulias poéticas; y yo dije "para empezar, quítenle lo de "tertulias" que suena del nabo; el oficio de poeta ya es lo suficientemente anacrónico como para que vengan ustedes y le ayuden, no manchen, ¡qué aburrimiento!" Ambos me miraron con una media sonrisa en la cara y yo dije: "¡ay, perdón!, es que me acaban de joder la vida y me salen culebras por la boca, ustedes dispensarán", y mejor me callé. Pero resultó que les hizo gracia mi comentario tan pinche y me invitaron a hacerme cargo, con amable recado de que le pusiera el nombre que quisiera. Tras mucho darle vueltas y revisarme la mitad del Diccionario etimológico de Corominas, me decidí por "Auris", que hasta la fecha me sigue sonando hermoso, áureo, aéreo y  maravillosamente eufónico. Le pusimos fecha -una noche gloriosa y helada de luna llena de febrero- y 'ai te vamos.
       Todo lo que puedo decirte es que mis expectativas se vieron colmadas por completo.
       Y así siguió siendo mes con mes; el éxito del Auris era proporcional a mi éxito profesional, e inversamente proporcional al cultivo de mis amistades, que fueron valiendo madres una a una, hasta que cayó la de mi buen Petrus, quien eligió justo este año aciago para cuestionar mi religión (a ver, dime, ¿qué putas madres le importa a la gente lo que yo haga o deje de hacer con mis prácticas y mi vida espiritual?), ir de chismoso a contarle mis cuitas a otra persona y luego, en lugar de disculparse, aplicarme la Ley del Hielo como si el ofendido hubiera sido él. Yo no entendí. Nomás borré a otro amigo más de la lista.
       Así es, Lobacio; mis amigos se han ido yendo uno a uno; sus vidas son distintas de la mía, muy distintas. Han tenido hijos; o se han casado, descasado y vuelto a casar; se han vuelto famosos; han elegido vidas chiquitas o adocenadas o grandiosas o yo no sé qué cosas, pero al fin y al cabo vidas en las que ya no cabe alguien como yo. Y no queda más que desearles todo lo más bonito que pueda imaginar para ellos y despedirme; ni modo de obligarlos.
       La cosa es que sin Petrus, ya no hubo Gaya Ciencia; y sin Gaya, el Auris se quedó ahora sí que en la calle. Yo me hundí en el abatimiento y no hice nada, por varios meses, aunque la gente -sobre todo, desde luego, los poetas áuricos- me preguntaban con frecuencia cuándo volveríamos a leer juntos, y yo hacía como que hacía, pero más bien me hacía bien mensa; incluso un colega trató de conseguirnos un luagrcito en un café de moda, en el Centro Histórico; pero justamente hoy me dijeron que el nuevo café en el que se suponía que reiniciaría el Auris no podrá (o querrá, la verdad no entendí) recibirnos. 
       Y pensé en dejar el asunto ya de una vez por todas en santa paz y darlo por muerto, cuando recordé un video que me envió un amigo; era un reportaje acerca de un café cultural que se veía muy mono, cerca de mi casa. Yo andaba con ganas de escribirte porque te extraño mucho, ya lo sabes, así que decidí ir a conocer el dichoso lugar, tomarme un cafecito, escribir un poco y ver qué tal...
       ¡Mi vida! ¡Y pensar que llevo todos estos años yendo a cafés chamagosos en lugar de ir al "Cusí"! Y adivina nomás lo que se ve desde sus enormes ventanales: el cielo, Corazón, ¡el cielo, al que amo con auténtica adoración, tanto o más que al mar, tú lo sabes! Y pude imaginarnos, leyendo nuestros versos, e incluso a ti, ahí, sentadito, con el cielo en tus ojos y tu sonrisa de niño.
       Así que, aquí voy de nuevo, con mi Auris; nos reuniremos el 3 de octubre. Algunos poetas ya empezaron a confirmar, ¡va a ser maravilloso! Y no puedo menos que preguntarme si no podrías dejar de ser imaginario sólo por esa tarde, aprovechando que ya es octubre, y darte una vuelta por mi Auris, sólo para saber que el amor existe y que funciona, y que lleva tu nombre...

Love you, always:
M.

septiembre 20, 2015

Ícaro


Para escapar del laberinto en el que el cabrón del rey Minos los había encerrado, Dédalo fabricó dos pares de alas, uno para sí mismo y otro para su hijo, Ícaro, y con ellas remontaron el cielo y escaparon, ¡ah, maravilla! Pero Ícaro se fascinó con la fuerza que las alas le conferían, y comenzó a volar cada vez más y más alto, porque quería alcanzar el sol; ¡y casi lo había logrado, cuando las alas comenzaron a desarmarse en pleno vuelo!, y es que las alas estaban hechas con cera, la cual se derritió por la cercanía del sol. 
       Así que Ícaro cayó y se puso un tremendo chingadazo del que, si mal no recuerdo, murió. Y eso es lo que le pasa a la gente que se emboba con el poderío de la libertad y se acerca demasiado al sol, sin preguntar primero de qué están hechas las alas que le dieron para volar.
        Claramente, uno debería usar sus propias alas; y si no tiene o están muy jodidas las suyas, buscar un medio de transporte menos derretible. Pero, en cualquier caso, sin duda, uno debe desear siempre alcanzar el sol. 
        Siempre.

septiembre 19, 2015

19 de septiembre de 2015- Like a dream

 #2 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario

Mi muy querido:

Hoy, por primera vez en una semana, amaneció completamente despejado; y el cielo es de un azul increíble; es... ¡es como el de Puruagua! Puruagua es un pueblo chiquitito y de una belleza tan rara, que se te queda grabada en el iris; está en la frontera entre Michoacán y Guanajuato; una compañera muy querida de la escuelita donde trabajaba antes me invitó una vez, para Muertos. Y el cielo era justo como es el cielo hoy, aquí: de un azul clarísimo que me recuerda los ojos de mi abuelo; es un cielo diáfano, inmenso.
      Y me siento un poco como la chica de Hombres de negro II, que si se siente triste llueve y si es feliz, le amanecen días como hoy... Pues así, igual yo este día: en lugar de ratas muertas, tengo Cielos Azules, sin una sola nube que nos separe del Universo. Hoy el cielo es tan inabarcable, que me siento pequeñita y segura en nuestro mundo, como si fuera mi crisálida y nada pudiera tocarme ni hacerme daño aquí, protegida y apapachada.
      Ya sé que es sólo una ilusión, pero ¿qué no lo es?
      Una vez leí que en una entrevista se les hizo tarde a SS Dalai Lama y a su huésped, y en un momento dado se quedaron callados mirando el atardecer, cuya luz entraba a raudales en la habitación donde estaban; y de pronto el Dalai Lama soltó una de esas carcajadas maravillosas que de repente se avienta, y exclamó: "¡Es como un sueño!".

Love you, always:
M.

septiembre 17, 2015

Distópico

Me persigue la guerra. Y los campos de concentración. Y esta foto:



Esta chiquita creció en un lager; al término de la guerra fue a dar a una institución psiquiátrica y le pidieron que dibujara lo que para ella significa la palabra "hogar": es el dibujo que estamos viendo en la foto; representa las alambradas que rodeaban el lager.
       ¿Por qué sigo pensando en los campos, en la guerra? Busco fotos, las miro, tengo media tesis invertida en sus campos gemelos, los stalag; conozco el tema de tal manera que podría dar una conferencia de dos horas sobre el tema sin necesidad de una sola ficha, de memoria, y apenas alcanzaría a contornear el asunto.
       Hoy, sin ir más lejos, en el taller de Literatura fantástica y distópica leímos Ubik (bueno, yo leí Ubik; mis talleristas se hicieron mensos y nomás la empezaron), y se hizo necesario explicar la manera como la guerra y la posguerra marcaron a los autores y las obras de las primeras novelas cyberpunk y distópicas. Han ustedes de saber que cualquier texto distópico que se respete parte de un problema social que el autor analiza bajo la pregunta "¿qué pasaría dentro de X años si continuamos con el comportamiento Y?"; pues bien, me pasé fácilmente hora y media explicando por qué la base de Ubik, de Neuromante, de Matrix y de muchas otras es la posguerra misma. Una hora y media, o más. De los lager sólo dije lo mínimo para poder hablar -y que se me entendiera- de Eichmann, de Hannah Arendt, del juicio en Jerusalem, de cómo y por qué le entregaron Palestina a los sionistas, de las bombas contra Hiroshima y Nagasaki, de la salvaje pérdida de confianza como sociedad en la moral, en la ética, en cualquier valor que existiera antes de la guerra, sobre todo entre los "perdedores": Alemania; Italia; Japón. Y sobre todo, les hablé de cómo la ética y la moral no son lo mismo, y de cómo esas cosas se modificaron violentamente tras la guerra y ya nunca volvieron a ser lo mismo. De cómo Ubik pone sobre la mesa dos problemas terribles emanados de la guerra: lo que no daría alguien que ha perdido a sus seres amados por verlos otra vez, por hablar con ellos una sola vez más. Ubik pone en evidencia nuestra incapacidad para determinar lo que es real y lo que no lo es.
       No tengo idea de qué se me perdió a mí en esa guerra, ni cómo es que acabo siempre hablando de ella; sólo sé que me la encuentro con frecuencia en libros que no sospechaba que la traían como huellita, y que entre más leo y estudio el asunto, entre más fotos veo y más reflexiono en torno a ello, más quiero saber porque se ahonda más esta hambre de no entender.
       Esta foto me ayuda a entender. Esas alambradas, sí las entiendo; me dejan el alma en carne viva y desollada, pero las entiendo. Son el Mal del que habla Arendt. El Mal instalado en la memoria de una niña que dibuja la palabra "hogar".

septiembre 16, 2015

16 de septiembre de 2015- The fabric of my memories

#1 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario 


Querido mío:

Es extraño escribirte en español y no en inglés. Pensar en escribirte comenzaba siempre por reunir las palabras necesarias para la idea o las imágenes que quería mostrarte, como quien reúne los ingredientes para hacer un pastel, y en ese caso ya estaría yo ahorita abriendo mis diccionarios y manuales de conjugación a modo de recetarios…
            Sé que tu español no es bueno y que de Isabel Allende no pasas, pero la verdad es que escribir en español nos hará la vida menos miserable a todos, sobre todo a mí, que nomás de pensar en el montón de palabras que necesito –¡en español, ya no digamos en inglés!– para contarte lo que vi hoy, se me va el alma a los pies.

Has de saber que yo crecí en una unidad habitacional diseñada originalmente como departamentos de interés social para soldados. Son cerca de 50 edificios construidos sobre una pendiente pronunciadísima, divididos por una barranca de varios kilómetros de largo. Mi abuelo, aunque ya era oficial, consiguió uno de esos departamentos para sus hijas, pero luego caímos nosotros –papá, mamá, escuincle y escuincla–, las tías se fueron a una casa mucho más mona en un barrio para oficiales y nosotros nos quedamos en el depa. Llegué ahí poco antes de festejar mi cumpleaños número 5 y me fui 24 años después, para vivir con el hombre con el que habría de casarme.
            A primera vista podría parecer que tuve una niñez muy solitaria; pero he tenido siempre una imaginación tan viva, que en realidad me la pasé sumamente ajetreada con mis múltiples actividades consistentes en leer (aprendí al poco tiempo de llegar al departamento), patinar por varias horas seguidas y explorar la colonia, el mercado con sus molinos de nixtamal cuyo olor me picaba muy sabroso en la nariz, los maizales arriba del mercado, en la colonia de al lado; las calles lisitas y vacías de la colonia riquilla del otro lado, y la barranca.
            ¡Ah, Lobacio: la barranca!; para acceder a ella, había que rodear nuestro edificio, bajar la empinadísima rampa de acceso al estacionamiento detrás del edificio y ahí estaban los árboles, altísimos, formados en filita, como guardianes, dividiendo el espacio asfáltico del estacionamiento chamagoso de la garganta de tierra que se abría más allá; había entonces que seguir por un espacio de tierra y pasto silvestre, a espaldas del edificio gemelo al mío hasta llegar a la cima de una escalera gris de cemento. Entonces debías bajar, bajar, bajar la escalera que así, niñita, me parecía altísima, hasta llegar a las canchas de básquet: un espacio que se me antojaba inmenso y que no servía para patinar porque el piso estaba muy descuidado, lleno de grietas y de hierbas. Era uno de los pocos lugares a los que, para ir, me dignaba quitarme mis patines y ponerme zapatos. A ambos lados de las canchas se alzaban terraplenes altísimos, ideales para escalar; a la derecha, un árbol que había crecido de tal modo, que el tronco quedaba paralelo al piso pero varios metros arriba; cuando se cayó por el peso de las ramas y las hojas cargadas de agua en época de lluvias, lloré con la amargura de quien desde niño sabe que las cosas hay que llorarlas cuando mueren porque la memoria es un reproductor pobre y torpe de lo que fue real.
            También había una especie de pirámide redonda de la que se desgajaban, como ríos concretos, unas resbaladillas que en lluvias se volvían pequeñas riadas y en verano, te dejaban la piel roja y casi en ampolla de lo caliente que se llegaba a poner el cemento.
            Luego estaba “La Bola”, o sea, el consabido salón de fiestas de barrio donde todos los fines de semana se festejaba algo; como mi recámara no daba a la barranca sino a la Hermosa Ciudad, yo sólo escuchaba muy lejanamente la música y me dormía imaginando a las mujeres con sus vestidos ampones –eran los años 80s–, bailando y riendo. Y entre La Bola y la escalera que daba acceso a las canchas, bajabas a un nuevo subnivel, ahora con columpios que a mí me encantaban porque combinaban lo que más me gustaba: el movimiento en vaivén, la fuerza en los músculos para impulsarte cada vez más alto, y el cielo, que yo miraba fijamente mientras me empujaba a mí misma, con tanta fuerza, que lograba sobrepasar en la parte más alta el poste que sostenía las cadenas del columpio, y era justamente como volar hacia el cielo. Y luego de haberme columpiado un poquito, lo que seguía era, por fin, la barranca: una garganta de tierra feraz, llena de arañas gigantes, telarañas que iban de lado a lado de la garganta terrestre, minas y cuevas naturales habitadas por quién sabe qué bichos, y otras mil maravillas que nunca pude recorrer hasta el final, de modo que en mi mente infantil, se quedó indeleble la imagen de un mundo paralelo e infinito, rodeado de altísimos terraplenes, tan resbalosos y llenos de alacranes y arañas de colores vivos que hasta yo entendía que eran peligrosas, que eran imposibles de escalar; había que volver por donde habías entrado, así que la ley era que cada paso en la barranca era un paso que habría que desandar, y que por eso, una vez que empezaba el atardecer, era tiempo de regresar, so pena de quedar varada en la barranca en plena noche.
            Pasaron los años. Dejé la casa paterna. Me casé y me fui a vivir también a un edificio, también a un último piso; y aunque era un lugar hermoso, no había patines, ni escalinatas, ni columpios, ni  cuatro subniveles para llegar a una barranca. Sólo era una unidad habitacional clasemediera común y corriente. No me quejaré de aburrimiento: el matrimonio me proveyó de todas las cimas y simas necesarias para no extrañar emoción alguna.
            Pasaron más años, Lobacio, muchos más; hasta que las simas del matrimonio se hicieron tan hondas, tan voraces y sórdidas que tuve que escalar hacia la luz, cualquier luz, para salvar la vida y la cordura. Entonces descubrí que mis recuerdos no eran míos; eran historias que me habían contado. Así que borré todo, lágrima por lágrima, y luego, muy poco a poco, fui recordando lo que pude de esa infancia tan extraña, poblada de historias y personajes, imágenes, árboles, terrores nocturnos, cantos y calles. Algunos recuerdos aparecieron en forma de sueños y así fue como esa infancia apenas recordada comenzó a tomar la forma de lugares oníricos y maravillosos, con luciérnagas, escaleras, luces cintilantes en medio de brumas, lugares de ensueño, altas paredes de tierra que debía escalar, árboles que nacían de las nubes y laberintos vegetales con senderos de tierra que se bifurcaban, iban y venían…
           
Hoy fui de visita a la casa de mis padres. Han pasado 37 años desde que llegué ahí a vivir. Toqué varias veces, pero nadie me respondió. Como era aún demasiado temprano –me habían invitado a una cena para festejar el cumpleaños de mi padre– y el atardecer apenas comenzaba, decidí darme una vuelta por los alrededores, sólo por curiosidad.
            Lobacio, corazón mío, todo estaba ahí… ¡todo estaba ahí!: la línea de árboles guardianes con sus luciérnagas, los senderos que corren detrás de los edificios, varias escaleras, no sólo la que yo recordaba, sino otras más para subir y rodear los edificios, y otra más para bajar; el espacio efectivamente inmenso de las canchas, la pirámide de cemento con sus resbaladillas espantosas, los columpios…: la barranca. La noche cayó mientras descendía hacía la escalinata. Había grillos entonando una marcha. Había dos chiquillos de secundaria besuqueándose debajo de un árbol que crece, igual que aquel otro y casi en el mismo lugar, con el tronco casi paralelo al suelo y casi paralelo al cielo, como un horizonte vegetal que los dividiera.
            Subí con el corazón desbocado, no sólo por el esfuerzo sino por la maravilla; ascendí por la otra escalera y me topé con una nueva escalera de tierra y luego otra más que cuando yo era niña ni existía, y que me llevó a una puerta de hierro forjado, bellísima, cerrada con un candado, y que me había llevado mucho más arriba del nivel en que se encuentra el edificio de mis padres; una carcajada se abrió paso al aire frío desde mi garganta –la primera desde que ya no supe más de ti–; cerré mi mano sobre un arabesco de hierro de la puerta y me giré para bajar y volver al estacionamiento de los árboles guardianes. Bajé la escalerita. Bajé los anchos escalones formados de tierra, lodosos y traidores, pero mis pies reconocieron el tacto de esa tierra escalonada y pisé como por instinto en los lugares correctos, sin resbalar ni titubear: mis pies conocían ese camino. Y aún bajé la segunda escalerita y otro grillo me acompañó.
            Ya se había cerrado la noche sobre mi cabeza. Y sentí, no miedo, sino una excitación loca en las sienes, la misma que cuando era niña y bajaba a la barranca decidida a explorar alguna de las cuevas hasta el fondo. Desanduve el camino, mientras paladeaba con delicia la precisión vertiginosa con que mi mente comparaba cada olor, cada sonido, cada sensación con aquellas que ha ido recolectando pacientemente a partir de los sueños, hasta que alcancé el estacionamiento, los árboles, las luciérnagas. Y fue entonces cuando pude recordar, con claridad, la sensación de bajar en patines a toda velocidad y tomar una curva cerradísima para darle la vuelta al estacionamiento y no salir despedida hacia la garganta de tierra, más allá de la línea de árboles. Fue un recuerdo tan vívido que pude sentir cómo se tensaban todos y cada uno de los músculos de los muslos y las pantorrillas. Fue una sensación absolutamente extraordinaria.
            Absolutamente extraordinaria.

Love you, love you:
M.

Nueva sección: Cartas a Lobacio



Hace relativamente poco me enteré del maravilloso dato de que, en mi familia, los amigos imaginarios tienen un nombre, digamos, genérico; se llaman “Lobacio”. Aparentemente, mi tío Alejandro bautizó así al suyo de chamaco y se les quedó a todos los demás. Cuenta mi padre haber oído a su hermano decir: “A ver, Lobacio, agárrate el otro extremo de la escalera, que vamos a una misión muy peligrosa”, y se cargaba la escalera por un lado mientras el otro quedaba suelto, arrastrándose, y ahí se iba el escuincle, muy feliz, analizando con Lobacio los pasos que debían dar en aras del éxito de la misión.
            Uno podría pensar que semejantes personajes sólo les son útiles a los niños y a los ancianos que se han quedado solos. Sin embargo, por razones que no vienen al caso, descubrí en estos días que he trabado amistad con un amigo imaginario; en efecto, yo le escribía e-mails y él me respondía (la parte de las respuestas me intriga e incluso me inquieta un poco, pero no importa). Se hacía llamar de otro modo, desde luego, pero eso tampoco importa. A partir de ahora será Lobacio y, a causa de su recién descubierta naturaleza imaginaria, en lugar del mail utilizaré este medio para continuar con nuestra correspondencia.
            Quizá él encuentre también algún otro medio para responderme.


[La diferencia entre las Cartas a Lobacio y las demás entradas radicará en que las cartas llevarán por título la fecha en que fueron escritas y quizá, también, un asunto]

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...