octubre 18, 2015

Mis lecturas de poesía

Me pregunto si...
       No sé; siempre me estoy preguntando cosas.
       La cosa es que hace muchos, pero de veras muchos años -antes de la operación; antes de Aquel que fue; antes de la huelga; antes de todo- me contrataron en la Prepa 4 para dar clases. Y yo recuerdo que el día que iba a dar mi primera clase iba tan emocionada que casi me dio un ataque de pánico, con bolsita de papel y toda la cosa, porque estaba segura de que estaba a punto de comenzar algo realmente importante; algo único... 
       Lo que es no saber nada de nada.
      Ellos me mostraron la puerta de entrada; los muchachos, quiero decir. Lo supe el día que llegué al salón con "La casa encendida" de Rosales. A Rosales me lo encontré en una librería de ésas "de Cristal" que estaban llenas de textos escolares viejos, libros horrorosos y saldos; y ahí, botado, en una repisa mal puesta, estaba un libraquillo editado por Austral, ya descontinuado, de un tal Luis Rosales. Lo abrí y mis ojos se toparon con el verso que desde entonces traigo grabado a fuego en la memoria: "porque todo es igual y tú lo sabes..."; seguí leyendo sin poder creer lo que leía. Y me lo llevé. Estamos hablando de un tiempo en el que el costo por comprar un libro nuevo era quedarme sin el pasaje o incluso sin comida por varios días, lo cual era un precio muy, muy alto. Pero esa semana lo pagué, con tal de leerlo completo y de que ese libro fuera mío.
        El primer curso que di en preparatoria fue de Literatura española. Era un curso de locos que abarcaba demasiado y no tenía pies ni cabeza, más allá de la estructura que la propia cronología impone cuando en lugar de enseñar literatura, nos topamos con programas de historia de la literatura. No me arredré. Agarré el programa y lo fui destrozando siglo por siglo: cambiaba los autores o los obviaba, o me valía madres y leía autores de habla no española, o de plano me movía al siglo XX y qué y qué; nadie me reclamó; nadie se enteraba; creo que, es más, a nadie le importaba lo que yo hiciera. Y así llegué a la generación del '27, ¡oh, maravilla!..., para descubrir que a los muchachos NO les gustaba la poesía. No podía culparlos: les habían enseñado a odiarla. Descubrí también que, al menos en cuestiones literarias, es más difícil borrar las trazas del odio que las de la apatía. Y sin embargo, lo logré; con Lorca y papeles y hartos lápices y tintas de todos los colores. Pero... ni siquiera Lorca puede acabar con el asco. Y me la jugué; yo no lo sabía, pero me la jugué: llegué con Rosales, que era absolutamente inapropiado para esos muchachos, pero yo afortunadamente no lo sabía y me valió madres.
       Y como no llevaban el libro, los mandé a todos a sacar su propio juego de copias. Y regresaron y nos sentamos en el suelo, todos apiñados en torno mío; y empezamos a leer. Desgajamos el poema, verso a verso, sin la menor idea de lo que estábamos haciendo, de lo que la poesía nos estaba haciendo a nosotros, durante una hora y media. Nadie entendió nada. Tampoco yo. Eso fue en el '97 ó '98, y mi vida estaba en ese momento en el que todo está a punto de empezar. 
       Luego la Vida me salió con que tenía más imaginación y peores intenciones que yo, y perdimos la huelga. Y esa derrota fue el principio del fin para mí; todo cambió y acabó y se fue al carajo. Y dejé mi amadísima universidad. Y olvidé quién era y quién quería ser. Yo me perdí a mí cuando perdimos la huelga.
Pero algo pasó ahí, con Rosales, esa tarde, y a mí me llevó todos estos años saber qué fue.


Entonces, por allá del 2004, trepada en la escuelita del IEMS, en las cimas y simas de Jalalpa, nos invitaron a ser parte de la cosa más increíble que hubiera yo podido pensar: nos invitaron a crear un programa para Lengua y Literatura en el que volcáramos todo aquello que creíamos que debía ser la educación en lengua y en literatura. Así nació el programa más bonito que hayan visto en su vida; un programa en el que mandamos  la historia de la literatura por un caño y todo giraba en torno a una línea de trabajo, prioritaria y magnífica: Lectura por Gusto. ¡Qué cosa TAN difícil! Y qué divertido fue aquello. Mi mejor amigo en ese tiempo era el profesor de Artes Plásticas, así que yo pasaba un montón de tiempo en su taller, de metiche, suspirando ante las maravillas que ahí se fraguaban y que yo ni en sueños he sido nunca capaz de realizar; y mientras los miraba dibujar, pintar, trazar, pirograbar y embadurnar cosas, una idea loca y maravillosa tomó forma en mi mente: ¿y si leía poesía con esos chicos en ese salón maravilloso? Parecía una idea estúpida y absurda; apenas comenzaba a lograr que no me tiraran a la cabeza los libros que les ofrecía (novelas románticas, cuentos cortos, novelas gráficas, literatura fantástica con y sin monitos... lo que fuera, con tal de atraerlos a la literatura y a otro mundo, mi mundo), y por supuesto la poesía estaba completamente fuera y lejos de lo que estaba construyendo. Era una idea estúpida que podía darle en el traste a todo lo que había logrado hasta ese momento.
      Sí... pero, ¿y si no? ¿Y si funcionaba, como habían funcionado Lorca y los dibujitos todos esos años? Había algo en la poesía que me arrastraba, que me incitaba como canto de sirenas: "por aquí, por aquí". Así que le pedí prestado su salón a mi amigo, agarré los que me parecieron en ese momento los mejores libros y antologías de poesía de mi colección personal, y cité a mis muchachitos de barrio en el Salón de Artes Plásticas, con la sola encomienda de ser puntuales y llevar consigo una vela.
       Llegué, muy seria y circunspecta, les hice señas para indicarles que no podía hablar y ellos tampoco, los metí al salón a oscuras, les indiqué que se sentaran en el piso, recargados unos contra otros (mi intención era que no se pusieran nerviosos, no sabía que estaba creando vínculos entre ellos), esparcí los libros frente a mí y les dije: "ahora van a saber a qué me dedico realmente, cómo es el mundo en el que yo vivo"; y luego agregué: "quien quiera leer, agarre un libro, escoja un poema, el que le guste, encienda su vela y suéltese leyendo, así nomás". Entonces encendí mi propia vela como única luz y Centro de aquella extraña sesión, y les puse la música de Gladiador (a Lisa Gerard, nomás), y cuando los vi medio hipnotizados, saqué a Miguel Hernández y leí: 

"¡Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío:
claridad absoluta, transparencia redonda.
Limpidez cuya entraña, como el fondo del río,
con el tiempo se afirma, con la sangre se ahonda...!"

       Y luego leí a Sabines, y luego, cómo no, a Rosales; y a Lorca y a Aleixandre... Y los chicos, en lugar de dormirse o impacientarse, comenzaron a manosear los libros, a mirarlos, a encender sus velas y a leer. ¡Yo no daba crédito! ¡Fue impresionante, todo: sus voces, sus actitudes, la manera como esa poesía que yo conocía tan bien, cambiaba y parecía tan ajena, tan nueva y ellos mismos, distintos al momento de llenarse la boca con esas palabras venidas de entre las hojas y  otros tiempos y otras plumas! Y al final resultó que todo había cambiado: sus rostros, sus actitudes, su manera de recibir libros nuevos, la forma de percibirse.
       Después de esa, realicé muchísimas más lecturas, ahí en Jalalpa, pero también en la Ibero y después en la UNAM, e incluso ante un público grande, desconocido; y poco a poco ajusté los parámetros, incluí nuevos poetas, quité la música, modifiqué las intrucciones...



El 27 de noviembre es el cumpleaños de otro poeta maravilloso: José Asunción Silva.  Hemos decidido adelantarle su festejo con una lectura de poesía ne la FES Acatlán, el 6. 
       De aquella lejana y primera lectura con Rosales, las cosas han cambiado inmensamente; ahora tengo una lista de más de veinte poetas para leer, entre los cuales sí está Rosales, aunque desde luego ya no La casa encendida completa. Ahora sé que podemos leer a cualquier poeta que los asistentes quieran llevar, siempre y cuando esté escrita en lengua original, porque la poesía no tolera la traducción. Sé que pueden llevar a quien quieran y que nada, absolutamente nada será obligatorio: podrán leer o callar, escuchar o encender su vela y darle voz al poeta, volverse soporte material, humano, orgánico del ollin que habita al poema, o ser sólo testigos de lo que suceda. Y sé que, en un momento u otro, todos van a leer.
       Y por supuesto, he estudiado y leído, pensado y me he vuelto loca dándole vueltas, porque yo tenía que saber cómo era eso posible y qué estaba pasando; no me bastaba con que funcionara; yo necesitaba con urgencia entender cómo y por qué funcionaba; hasta que encontré el fundamento teórico de todo este embrollo poético, hasta que entendí verdaderamente qué es eso que es la poesía y que no está en las palabras sino que cabalga en ellas, y por qué hace lo que hace, y cómo es posible que funcione siempre, en cualquiera, de cualquier edad, tanto si le gusta la poesía como si no... Inclusive he desarrollado una técnica para las lecturas de poesía, que incluye velitas y una habitación muy oscura, un dulce para preparar el paladar y las palabras, y un piso amplio y extenso donde sentarnos, en círculo o unos recargados en otros, bien apiñaditos, como aquella primera vez, sólo que ahora sí sé qué va a pasar y sobre todo, sé cómo hacer que suceda: el acontecimiento; ese del que habla Derrida, ese del que no se puede dar cuenta; ese mismo que detona dentro de uno y después nada vuelve a ser igual. Eso es lo que va a pasar. Y lo mejor es que nadie se va a dar cuenta de la amplitud de lo ocurrido.
       Tengo mi propia hipótesis (ja, ja) de qué es eso en la poesía y por qué provoca en las personas todo lo que detona. Aún no está publicada y, sin embargo, ya tengo cualquier cantidad de críticas y de gente encabronada diciendo que estoy loca, que cómo se me ocurre, que si me creo dios o qué, que me siento Kant reencarnado (hubiera sido menos ofensivo que me enjaretaran a Heidegger, pero ya qué), que cómo me atrevo a decir que...
       Me atrevo: no tengo ya dudas. Mi mente me llevó hasta allá de la mano de Platón, de Heidegger, de Derrida, de Barthes; de Zurita; de Messiaen: es correcto. Mi hipótesis es correcta. Lo he comprobado una y otra vez en montones de estudiantes, de todas las edades, cuyos nombres no caben aquí, pero que se recordarán a sí mismos en este escrito; cualquiera que haya estado en una de mis lecturas se acordará. Y a todos ellos, sin excepción, le doy las gracias desde el fondo de mi corazón por regalarme lo que se ha convertido en el motor de mi vida. Gracias a la poesía -o sea, a ustedes- recordé quién era, quién quería ser y qué puede pasar a partir de este momento en el que, quién sabe cómo, mi vida parece estar, de nuevo, a punto de empezar.
      Así que ahora, si alguien desea leer, piense en mí, sentada en medio de un montón de libros, con mi poemario de Rosales en la mano y mi vela ya encendida, cintilando al centro; tome cualquier libro de poemas escrito en lengua original, sin pasar por traducción y, sentado cómodamente en una habitación vacía y a oscuras, encienda una vela y comience, sin más, a leer.

octubre 11, 2015

11 de octubre de 2015- Fairytale

#6 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario


Mi amigo querido:

Hoy te voy a contar un cuento de hadas. En realidad, no aparece en este cuento ningún hada y lo único mágico es una poción que el protagonista tomaba por las mañanas para volver a la vida. Aun así, te aseguro que es de hadas, porque cuenta la historia de un amor y la dura prueba que pasó. Además, dicen que esta historia es cierta; yo creo que, en todo caso, podría volverse verdad en cualquier momento; uno nunca sabe. Vas a ver qué bonita:

Había una vez un muchacho llamado Sawyl, el cual tenía los ojos tan claros, que parecía la superficie de un lago en el que se reflejara un cielo azul, limpísimo y profundo. Sawyl era muy inteligente y un poco pagado de sí mismo, pero de corazón generoso. Un día, decidió viajar muy lejos, a un país donde necesitaban a un muchacho como él para sembrar la paz. Y se fue muy, muy lejos, y vivió muchas aventuras junto con sus compañeros, con quienes, aunque no logró la paz que soñaban, aprendió muchas cosas sobre la naturaleza de los hombres.
       Un día, una chica llegó. Se llamaba Kavir. No era hermosa, ni siquiera bonita; pero tenía un aire como de estar desvalida y, al mismo tiempo, contenida, que lo llenó de curiosidad; así que se acercó a ella y comenzó a platicar. Al principio, ella no le prestó demasiada atención, pero él se esforzó tanto, que acabó por aceptar su charla y una tarde, como quien no quiere la cosa, ella le sonrió; ¡y fue aquella una sonrisa espléndida, la sonrisa más bella que él había visto nunca! Y se enamoró perdidamente.
       ¡Cómo se hizo ella del rogar! Pero es que ella era práctica y creía que aquella relación estaba destinada al fracaso, porque resulta que la noche había tendido sobre su piel su manto de oscuridad y Kavir temía –con muy buenas razones–  que a la gente, empezando por sus familias, no le iba a gustar que la noche de su piel se mezclara con el cielo de los ojos de Sawyl. Sin embargo, él estaba tan enamorado y era tan impetuoso que no quiso escuchar razones; por el contrario, cada vez presentaba argumentos nuevos y más osados acerca de que el amor todo lo puede, y poco a poco la fue convenciendo de que eran el uno para el otro, a pesar de las obvias diferencias. Y así, finalmente, la convenció. Y se casaron. Y ella tuvo razón, pues desde el principio tuvieron toda clase de problemas, porque la gente no podía aceptar esa unión.
       Sin embargo y contra toda la práctica lógica de ella, resultó que también él tuvo razón y a cada problema que enfrentaban juntos, le encontraban siempre una solución. Así pasaron los años; llegaron los hijos, con la piel color canela, la sonrisa espléndida de ella y la inteligencia deslumbrante de él. Ellos, mientras tanto, maduraron; los hijos se fueron para casarse, y  llegaron los nietos. Para entonces, su matrimonio era viejo y las muchas pruebas a que se habían visto sometidos no eran sino recuerdos lejanos.
       Y quisieron los dioses que una última prueba fuera impuesta.
       Hacía tiempo que Kavir y Sawyl habían dejado de amarse y, más bien, se habían acostumbrado el uno al otro; en los últimos años, los días buenos se dedicaban a darse por sentados, mientras que en los días malos simplemente no se explicaban cómo habían llegado a esa cama, ella con ese viejito loco, él con esa mujer tan tonta.
       Sawyl, a pesar de que ya era un hombre mayor, seguía con su trabajo de viajante, ofreciendo sus mercancías. Y quiso el hado que, un día, conociera a Nienna.
       Nienna era común como las flores al borde de las carreteras y sólo tenía una humildísima belleza que la edad había ya comenzado a arrebatarle: la cascada cobriza de su pelo. Aparte de eso, nada en ella era especialmente llamativo, salvo por dos detalles: la gente decía de ella que era una bruja y por eso la temían; pero eso a Sawyl no le importó, porque resultó que su alma era una copia al carbón de la de él; era como si hubieran nacido con corazones gemelos. Comenzaron por bromear, pero pronto se pusieron serios y empezaron a discutir sobre distintas cosas, y tanto tenían para decirse y contarse, que hablaron toda la tarde y toda la noche. Cuando se despidieron, prometieron ser amigos para siempre, aunque algo más que una amistad había prendido en sus corazones.
       Durante muchos meses, mensajeros fueron y vinieron de las distintas ciudades a las que viajaba Sawyl, y hasta los lejanos jardines donde Nienna vivía. Y el amor, en lugar de diluirse en la lejanía, se asentó con fuerza y echó raíces profundas en la oscuridad de sus sueños, hasta que un día Nienna, agotada su paciencia, lo interrogó largamente y así supo del matrimonio envejecido, del rancio sentido del deber que él enarbolaba, de la distancia entre él y la esposa. Entonces Nienna le dijo: “ven a vivir conmigo”.
       Pero Sawyl tenía miedo; se sentía viejo y temía enfadar a los dioses si abandonaba a su esposa. Sin embargo, cada vez que pensaba en Nienna se decía a sí mismo: “me queda poco tiempo; siempre he sido recto y honorable; me merezco una mujer que me ame, como Nienna”. Así pasaron varias semanas y ya estaba él a punto de decidirse cuando un día, sin querer, mencionó aquellas tierras lejanas en las que conociera a su esposa. Al escuchar Nienna hablar de esa tierra y de la paz que habían querido restaurar en ella su amado y la esposa, decidió visitar en secreto a Kavir para ver con sus propios ojos a la que se atrevía a despreciar al que ella adoraba. Arregló todos sus asuntos, cerró su casa y emprendió el largo viaje hasta la casa donde vivía Sawyl con su esposa.
       Al llegar descubrió que se preparaba una gran fiesta en honor al aniversario número 50 del anciano matrimonio. Así que le pagó a la cocinera para que se fuera y tomó su lugar, disfrazada. Y quisieron los dioses que, justo esa noche, Sawyl estuviera en casa. Él no reconoció en la cocinera a su amante, así que Nienna los pudo observar a su antojo mientras les daba a catar las pruebas para que eligieran el menú del festejo. Al principio, lo único que vio fue la fealdad y la vejez de ella, el silencio que se tendía entre ellos y al desamor, cantando su ronca canción cada vez que se dirigían uno al otro; y pensó: “definitivamente, Sawyl se merece algo mejor que esto”. El matrimonio eligió la comida y la invitó a quedarse en la casa como su huésped para que no tuviera que pagar en la posada. Ella aceptó, gustosa.
       Cuando la noche se cerró y todos dormían en la casa, Nienna se levantó con la intención de deslizarse hasta donde Sawyl dormía y convencerlo de irse de una vez con ella. Tenía todo listo y sabía qué palabras debía decir para obtener lo que deseaba. Pero al pasar por la sala, vio una serie de retratos sobre una mesita, puestos de cualquier modo y un tanto revueltos. En uno se veía a Kavir y Sawyl, tan jóvenes que parecían casi niños, en aquella tierra lejana donde se habían conocido. En otros más, se veía a Sawyl en distintas edades de su vida. Y vio también otros retratos más pequeños donde aparecían los hijos y los nietos, traviesos y apenas niños. En ese momento, un rayo de luna se coló hasta aquella mesita y se posó en un retrato relativamente nuevo en el que se veía a Sawyl con su esposa, sin mirarse ni tocarse, uno al lado del otro, sonriéndole al retratista. Entonces Nienna lo entendió todo y vio lo que ellos mismos ya no eran capaces de ver: la belleza en la sonrisa de ella, el cielo en los ojos de él. Y vio los años que habían pasado juntos, las pruebas que habían enfrentado; cómo habían amado a sus hijos, cómo se habían hecho fuertes ante el resto del mundo y cómo habían dejado de ser casi niños para volverse ancianos, juntos.
       Y es que Nienna no era una bruja. Los dioses, por juego o por pura crueldad, le habían arrebatado su sombra y eso infundía miedo en quienes la conocían; pero Nienna era en realidad una Hija de la Luz que se preocupaba honestamente por los demás y procuraba siempre el bienestar de los que la rodeaban y que, sin mala intención, se había enamorado de Sawyl. Nienna  tomó el retrato donde Kavir sonreía, la besó suavemente en la congelada mejilla y regresó a su cama.
       Al día siguiente, se levantó muy temprano, organizó a los sirvientes y cocinó el banquete más delicioso que nadie nunca antes hubiera probado, mientras observaba de lejos cómo Sawyl miraba de reojo a su mujer y negaba con la cabeza. Nienna tuvo que apurarse mucho, pues temía que Sawyl tomara una decisión que, ahora lo sabía, sería errónea. Así que, antes de que la ceremonia comenzara, se acercó a Sawyl y pidió hablar con él en privado. ¡Apenas a tiempo!, pues efectivamente él ya había decidido marcharse porque se había dado cuenta de que ya no amaba a su esposa y no quería festejar una mentira; pero pensó que eso no era culpa de la cocinera y aceptó hablar con ella creyendo que se pondrían de acuerdo con el pago. La condujo a su despacho y estaba a punto de pedirle el precio final del banquete, cuando ella soltó su cabello y él al fin la reconoció.
       Al principio se asustó muchísimo, pero luego le dio tanto gusto verla que sintió el impulso de abrazarla y besarla, como había querido hacer desde que la conociera; pero ella lo detuvo diciéndole:
       -Sawyl, amor mío, corazón de mi corazón: vine a esta casa con la intención de investigar cómo eran tu vida y tu esposa, y así lo hice.- Y le explicó lo que había adivinado en los retratos y en la sonrisa de Kavir, mientras Sawyl la miraba sorprendido, a ratos ofendido y a ratos cabizbajo. Entonces Nienna agregó:
       - Alma mía, mi corazón gemelo, te voy a hacer el mejor regalo que he podido pensar para ti: te voy a dar la oportunidad que necesitas para volver a ser feliz con tu esposa; si tú decides aprovechar o no esta oportunidad, eso ya es asunto tuyo. He aquí mi regalo: me voy. He cerrado mi casa y ni siquiera yo sé a dónde me voy a dirigir ahora. He decidido renunciar a ti y así aceptar vivir sin alma ni corazón, ni sombra ni amistad, a cambio de que tú festejes la vida que yo no viví. Acepta mi regalo, Sawyl, te lo ruego.
       En ese momento, Kavir entró en la habitación y de inmediato supo que algo iba mal; pero Nienna, rápida y decidida a tomar el camino correcto, se apresuró a exclamar:
       -¡Señora Kavir, su esposo no quiere aceptar mi regalo para ustedes por sus Bodas de Oro!
       Por supuesto, a Sawyl se le fue el alma a los pies. Pero Kavir, acostumbrada a ignorarlo, le preguntó a Nienna qué regalo era ese.
       -Este banquete- contestó la Sin Sombra.
       Kavir abrió mucho los ojos, encantada, pues una de las razones por las que el matrimonio pasaba malos tiempos era la falta de dinero y los festejos habían sido razón de acres discusiones; pero Sawyl había insistido tanto y se había mostrado tan ilusionado, que Kavir no se había atrevido a cancelarlos; el regalo de la cocinera significaba poder pagar varias cuentas, hacer algún regalo a los nietos... Entonces miró a su esposo y le  sonrió; ¡y fue aquella la sonrisa más espléndida que él había visto en toda su vida!
       -¡Sawyl!...- suplicó Kavir; y no tuvo que decir más porque su esposo la abrazó y por encima del hombro de su esposa, miró a Nienna y dijo: “aceptamos”, en un susurro suave y lleno de amoroso y profundo agradecimiento.
       Nadie vio en qué momento la creadora del fabuloso banquete salió de la casa, con paso leve y rápido, los ojos anegados en lágrimas y el corazón encogido; ni ella misma, a causa de las lágrimas, fue capaz de ver cómo los dioses, en recompensa por su valor y rectitud, le devolvían la sombra que le robaran al nacer, y que ahora se tendía detrás de ella y la seguía, bajo la luz perezosa del atardecer.

octubre 09, 2015

Aleph de barrio

Ayer me cayó la lluvia después de mi taller de literatura distópica y mejor me esperé a que me llevaran en carro al metrobús e irme acompañada hasta Guerrero; esto es algo que sucede con cierta frecuencia y que yo acepto de mil amores, porque me gusta mucho el recorrido, sobre todo la última parte:
       Me bajo en la Vasconcelos y camino por el Eje a paso vivo. Esta vez no llevaba los audífonos, porque era realmente tarde y no conviene ir desconectada. Yo iba con un humor, digamos, "pendular" --"me voy, me quedo, me voy, me quedo, me voy, me quedo, me..."-- y al mismo tiempo con la mente hipersensibilizada: hace semanas que espero a estar lista para comenzar la escritura de cierto poema y de un par de ensayos, pero nada; no sale una sola palabra útil. Estoy "al filo del agua", en ese espacio de no-tiempo en el que ya estás listo y ya sientes las palabras y la adrenalina bombeando, pero aún no tienes la condenada primera oración, ese primer verso para desenredar la madeja; nomás sientes borbotear tu interior, como un volcán... Y escribes, escribes, escribes interminables rollos, hojas y más hojas de reflexiones circulares e inútiles pero larguísimas en el diario, otros ensayos, haces trabajos de traducción, lees como enajenado, escribes cartas a tres personas distintas, hablas hablas, piensas piensas... Pero esto no se puede apresurar. Es como el amor: tiene sus propios tiempos; y pues jódete. Y espérate.
       ¡Estoy tan harta de esperar! Ya no sé ni qué estoy esperando. Ni a quién. O para qué. ¿Qué íbamos a hacer?, ya hasta se me olvidó. Pero esos dos ensayos... y el poemario nuevo...
       Ayer, además, llovía un poco; eran sólo goterones, de esos gordos que se estrellan en tu cabeza, en tus hombros y en los anteojos; normalmente me desagrada esa clase de lluvia, pero ayer  me ayudó a calmarme, a enfriar un poco la mente y la impaciencia. A pensar. Miré el cielo a través de los árboles, apenas si se distinguía su contorno. Pensé en la sesión del taller. En mi estudiante Natalia, a la que no tendré nunca el placer de conocer, porque no aparece en la lista ni puedo oírla participar en clase, lo cual es lamentable porque aparentemente tiene buenas ideas. La verdad es que no sé qué hacer con Natalia; o más bien, sé que no puedo hacer nada, pero, aun así, quisiera poder hacerme más útil. Luego -o quizá, más bien, al mismo tiempo- pensé en el tema de la sesión: vimos Divergente y nos pusimos a alegar sobre qué facción elegiría cada quien; fue una excelente discusión: no llegamos a nada. Bueno, no; sí llegamos a una sola y parcial pero consensuada conclusión: que el Taller de Literatura Fantástica y Distópica constituye en sí mismo una facción llena de divergentes; ¡genial!
      Y mientras, seguía caminando, con cuidado, rápido, con ojos en la nuca, no vaya a ser el diablo, mirando los carros, la poquísima gente en la calle, las luces del OXXO. Y sonreí. Porque después del OXXO está la razón por la que esa caminata nocturna vale la pena: una casa, bastante vieja, no tengo la menor idea de la época, que no está a nivel de piso.
      Desde la primera vez que la vi, me embobé. Esto es lo que se ve: una reja sucia pintada de un blanco viejo y desvahído, cerrada con una cadena que no la ciñe correctamente, de modo que la reja se vence hacia el que camina por la acera. Después hay un pequeño patio en el que con calzador quizá quepa un carro, pero que siempre está vacío. Y luego una puerta que es mitad madera y mitad vidrio transparente y biselado, y maravilloso porque por ese vidrio se vislumbra una escalera que, cabe suponer, da acceso a la casa; y es una escalera oscura, larga y empinada. Me detengo de golpe y me acerco a la reja, para ver aparecer, a un pasito del último escalón, la escena más reconfortante que imaginarse pueda: una silla y a su lado, en una mesa pequeña, una lamparita que echa una luz amarilla y cálida que dice "bienvenido" a quien llega a la casa. Y a los que miramos desde la calle.
       No se ve nada más. Ni necesito ver nada más.
       Una vez pasé y estaba apagada; me llené de zozobra y corrí las últimas cuadras hasta mi casa, con el corazón desbocado, segura de que estaba a punto de sucederme una desgracia. Y otra vez quise fotografiar la escena, pero... hay cosas que deben ser vividas, nuevas cada vez.
       Pero la regla es la impermanencia. Y un día, esa casa va a dejar de ser como es estas noches. O yo daré clase a otra hora, y de día esa maravilla no es sino una casa vieja y sucia como hay tantas por aquí. O entraré en razón, por fin, y dejaré de arriesgarme caminando a medianoche por esa calle. O todo al mismo tiempo. Entonces no habrá más luz en la mesita, ni una silla para descansar de los andares del día; la reja será compuesta y cerrará completamente, sus goznes encajarán a la perfección y un carro estorbará mi vista; y cambiarán la puerta de vidrio por otra, más segura, de metal o de madera con tres chapas. 
       Pero aún no; esa casa con esa luz y su silla en la cima de esa escalera es uno de los ombligos del universo, un pequeño aleph de barrio, poderoso y diminuto. Me detengo sólo lo suficiente para suspirar profundamente y decir: 
       Me cae bien Natalia; me obliga a plantear las cosas de modo que nos entendamos aunque no podamos vernos ni escucharnos; así que todo tiene que ser muy claro. Es muy útil; todo el mundo debería tener un estudiante imaginario.
       Me quedo, hasta que encuentre la razón que necesito para irme.
      Y sigo esperando, ¿por qué no?; ¿cuánta prisa se puede tener cuando se sabe que la muerte es ya posible pero no inminente; que el amor existe aunque no siempre funcione; que la vida cambia, estemos o no de acuerdo, y cuando aquello que hace unos cuantos años parecía tan seguro, hoy ni siquiera alcanza a proyectar una sombra?

Caminos






La diferencia es que yo elegí, deliberadamente, todos y cada uno de los caminos que me trajeron aquí.
        Yo... yo tengo mi casa, quizá pequeña para ojos acostumbrados a la riqueza, pero mía; mi jardín selvático; mis muebles viejos o heredados; mi piso desnudo, rayadito y bastante maltratado. Mis muchos papeles y libros, películas y discos, y mi falta de interés por cualesquiera otras posesiones. Mi nombre, completo, entero, sin adendos ni faltantes, bien pesadito como una bolsita de cuero bien llena de monedas de oro: mi nombre y mi prestigio. Mi salud, siempre frágil pero salud al fin y al cabo; mi cuerpo y la devoción con que se postra cada mañana. Mis pocas bellezas: mis manos; mis senos; mi cabello; mi escucha atenta. Tengo mi voz y mis ojos. Mis piernas, mis pies incansables y mis muchas cicatrices. Mi poesía, mi escritura y la enseñanza. Y la risa. Y el asombro. Y mi vida, tejida de tantas historias, de tantas esperanzas. Y en el Centro, mi mente y mi corazón, más caros y más valiosos para mí que todo lo demás junto.
        Ésta es mi riqueza y por ella doy gracias todos los días.
        Si tuviera que volverlo a hacer todo de nuevo, lo haría sin más. Sin más.

[La foto, preciosa, es cortesía involuntaria de Víctor Hugo Castañeda Salazar; muestra uno de los muchos caminos de la tierra de mi padre, que es mi propia tierra]

octubre 06, 2015

6 de octubre de 2015- laundry

#5 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario

Mi corazón:
Hoy tocó lavandería, que es una actividad que me gusta harto, a pesar de que (o quizá precisamente, porque) hay que "ayudarle a la lavadora" echándole agua, porque no la jala bien. Me gusta sentir el peso de las cubetas llenas de agua en los brazos y ver cómo cae el agua; es como una masa sólida y vibrante.
       Tender la ropa no me agrada tanto, pero bajarla sí; generalmente la dejo todo el día tendida, así que cuando voy a destenderla, huele a sol y veo en el atardecer cómo los colores del cielo van cambiando.
       Hoy me tardé veinte horas bajando la ropa (era mucha) y se me hizo casi de noche; me tocó ver cómo las sombras se tendían, cada vez más largas, y cómo avanzaban perezosas por el piso de la tarde. Por supuesto, me acordé de ti; y me volvió a impresionar que el cielo y la naturaleza te den igual hasta el punto de no enterarte de que el cielo siempre está cambiando, ¡cómo puedes vivir sin mirarlo!; si no fuera por mí, jamás levantarías la mirada de tus relojes. La cosa es que ya sólo se veía una línea de un blanco puro y perfecto en el horizonte, mientras que sobre mi frente, la noche ya era oscura.
       Entonces me di cuenta de que se había acabado el día.
       No sé por qué me sorprendió tanto; pero de pronto entendí que este día ya fue, que acaba de entrar en el rubro de las cosas irrepetibles. Lo disfruté mucho, no lo malgasté, pero ése no es el punto; el punto es que de pronto me pregunté cómo será hacer estas mismas cosas cuando esté ya grande; ¿podré cargar las cubetas de agua?... y me pregunté si seguiré viviendo aquí, en esta misma ciudad y en este edificio; si lavaré la ropa de alguien más o sólo la mía, o ya ni la mía; me pregunté si tendré animales, si habrá niños en mi casa y si seguiré hablando contigo. O si viviré sola, sin nadie alrededor porque para entonces todos se habrán muerto y tú, Vida, estarás ya esperándome, impaciente, del Otro Lado.
       Y entonces pensé que lo más probable es que no, que nada será como fue hoy, como son estos días. Lo sé porque mi vida ahora no se parece en nada a la que fue hace 20 años; hace 12, cuando me casé, otra muy distinta; e incluso hace 6, aun cuando ya vivía aquí.
       Así que no, no tengo ni idea de cómo será mi vida cuando tenga tu edad, Corazón; pero sí espero seguir hablando contigo y seguir amándote, como te prometí que lo haría.
E&A:
M.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...