marzo 01, 2016

Intocable

Voy a contar esto como quien se induce el vómito para salvarse del veneno que lo está arrasando por dentro:

Hoy pasó algo malo. Vulgar, triste y cotidianamente malo.
     Iba muy cansada pero muy contenta por haber dado una de las mejores clases que he logrado dar en el tiempo que llevo en la UNAM; por más que repasaba la sesión en mi memoria, no encontré ningún error en lo que dije, ninguna equivocación en la metodología, ninguna metida de pata; ni me fui por la tangente quién sabe a dónde como siempre, ni me aventé ninguna de las desdichadas digresiones a que soy tan afecta. No. Fue una clase redonda. Útil. Motivante. Llena de energía.
     Iba del todo complacida conmigo misma, así que decidí pasar al súper a comprar sal y un medicamento, a pesar de que ya pasaban de las 9pm, pero me sobraba energía y pensé que así me quedaba libre el día de mañana para ocupar la mente y mi tiempo en algo mejor que el súper.
     Agarro una de esas extrañas canastas azules que dan en el Wal Mart en lugar de carrito estorboso; la canasta en cuestión tiene rueditas y un asa muy larga de modo que uno camina arrastrando tras de sí el artilugio con los objetos que desea adquirir ya dentro de él. 
     Voy por el pasillo de las cosas refrigeradas, cantándome loas aún, cuando veo a un tipo muy alto pasar junto a mí con una niña sujeta de un bracito, a remolque, mientras con el otro brazo le suelta manazos y golpes con el puño cerrado a una mujer que, angustiadísima, trata de recuperar a su niña. Un señor lo intercepta y le dice: "cálmate", pero el tipo le suelta un madrazo que lo hizo trastabillar y se dirige a toda velocidad a la salida. La niña, sin embargo, no parece reaccionar; se ve asustada, pero no sorpendida y ni grita ni busca la mirada de su madre, de donde deduzco que es hija de ambos y por ende, que nos encontramos en medio de un pleito conyugal. 
     Todo fue muy, muy rápido. Y yo no supe bien cómo hacer lo que sabía que tenía que hacer -intervenir-, porque el tipo era muy alto y le soltaba golpes a quien se le acercara; "¡no te metas!" le suelta con voz destemplada junto con un manazo al mismo señor que antes intentara defender, y siento recelo de acercarme. Entonces decido qué hacer y cómo; y tomo aire, una bocanada grande, profunda de aire, y grito a pleno pulmón...
     Casi nadie me ha oído nunca gritar con toda la voz. Yo misma no me oía gritar así, pues... ya ni siquiera recuerdo desde cuándo. Formé las palabras en mi mente, alcé la barbilla y grité con toda la fuerza y amplitud de volumen que fui capaz de alcanzar: "¡SE ESTÁ LLEVANDO A LA NIÑA Y LE VA PEGANDO A LA SEÑORA! ¡AUXILIO! ¡DETÉNGANLO! ¡SE LA ESTÁ LLEVANDO!"
     El tipo me mira, agresivo; yo me mantengo a una distancia prudente y le espeto: ¡¿qué!?, ¿¡también a mí me vas a pegar!?" El fulano decide que no, porque sujeta con más fuerza a la niña y se lanza hacia la salida, mientras yo sigo gritando, ¡aullando, más que gritando!, y la gente voltea a mirarme, pero enseguida miran al tipo, a la niña, a la señora; se forma un corro detrás, en torno a él; una mujer pequeñita con gafete de vigilancia y un transmisor en la mano me dice: "Vigilancia, pida VIGILANCIA", y yo incluyo entre mis aullidos la palabra: "¡SE ESTÁ LLEVANDO A LA NIÑA! ¡VIGILANCIA! ¡LE VA PEGANDO A LA SEÑORA! ¡¡AUXILIO!! ¡POLICÍA! ¡¡AYUDA!! ¡¡¡VIGILANCIA!!!", sin darme cuenta de que mi voz parece ser más efectiva que el radio de esa vigilante, chaparrita e inútil, que pide refuerzos a través de mí.
     El volumen de mi voz me ofusca, estoy segura de haber sido escuchada en toda la nave de la tienda, estoy segura de que no quedó nadie sin escucharme...  y no sé bien decir en qué orden sucedió lo siguiente, pero ya casi en la salida, el fulano fue por fin detenido por unos polizontes grandotes con cara de maleantes; le quitaron a la niña, que fue entregada a su madre, y lo contuvieron para que no se le fuera encima a la señora, y hubo que contener también a la gente, que parecía querer lincharlo. Pero...
     Ay. Ay.
     El fulano era sordomudo. Discapacitado. Todas las leyes absurdas de esta ciudad lo protegen. Se hubiera necesitado que la mujer lo denunciara en el MP por agresión. Yo contemplé la escena, azorada, con el cuerpo temblando de urgencia y de ira. Nada. Los dos, fulano y señora, discuten acaloradamente con la niña en medio de los dos, mientras un traductor que quién sabe de dónde salió interpreta a toda velocidad: en efecto, es el papá; en efecto, le pegó; pero es que, en efecto, es su hija. Y, en efecto, es discapacitado. Ambos lo son. Discapacitado: Intocable. Como si tener "capacidades diferentes" lo incapacitara para ser un cabrón que golpea a su mujer en público y arrastra a su hija en medio de una tienda.
     Me he quedado callada. Mi propia voz me ha dejado medio sorda y parcialmente afónica.
     Me doy la vuelta y entro de nuevo al súper, ya no quiero seguir presenciando eso; es por demás.
     La gente, que en el súper siempre trata de atropellarlo a uno con su carrito, me mira y agacha la cabeza; se quita; me mira avergonzada o con miedo; me miran con respeto. Respeto de qué, si no hice nada, ni serví para nada. Camino por los pasillos, ofuscada, avergonzada y ensordecida..., ¿¿dónde está la puta sal?? Respiro. Trato de calmarme. En la farmacia todos se miran entre sí, azorados; alguien pregunta qué pasó, otro contesta que trataron de robarse a una niña. Nadie me reconoce y yo no digo nada, ¿para qué?
     Pago mi medicamento, voy a las cajas, pago la condenada sal. El señor que empaca mis cosas me mira, me reconoce y me sonríe, como animándome. Creo que me veía muy mal; me hubiera puesto a llorar ahí mismo si el señor no me hubiera sonreído. Pero lloro ahora, mientras escribo, porque al salir veo en la esquina, lejos de la protección de la gente y de los policías, a la pareja que discute silenciosamente a gritos, dando manotazos en el aire, él la señala con el dedo y se lo hinca en el pecho mientras ella le contesta, apabullada pero al mismo tiempo embravecida, mientras la niña mira el vacío frente a ella, y yo sé, ¡yo sé!, que esa niña va a ser quien pague todas y cada una de las astillas de ese plato roto.
      Me paré en seco, pensé "¿qué hago?, ¿qué hago?", pero me di cuenta de que lo que podía hacer ya lo había hecho, que le tocaría a la señora, pero tampoco ella va a hacer nada. Me doy la media vuelta y me arranco caminando hacia mi casa, hacia esta computadora, y ya voy redactando este texto en mi cabeza, cada paso me ayuda a hilar las palabras, necesito escribirlo, volverlo literatura, porque... porque tengo miedo. Tengo miedo de lo que va a pasar después, a él, a ella, a esa pequeña ella que ya tiene en el cuerpo las inscripciones de las agresiones y que yo, maestra tantos años, sé leer con tanta facilidad como el poema que esta misma tarde (porque fue hoy mismo, ¿verdad?) les enseñé a mis estudiantes a analizar. Le tengo miedo a ese imbécil. Pero le tengo más miedo a la señora, que no hace nada, que 'ai va detrás de él porque cree que lo necesita y no ve lo que le hace a su niña, o lo ve y no le importa, al ponerla a merced de él. La boca me sabe a impotencia. Y tengo miedo.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...