abril 17, 2017

Envejecer



Al volver de Tequisquiapan y entrar por fin en la carretera, la visión del horizonte extenso ante mis ojos y de la carretera misma ante nosotros me puso en un estado muy chistoso, como si me hubiera caído por el agujero del conejo blanco y empecé a pensar en si los últimos 30 años de mi vida serán como los primeros… A fuerza de mirar campo labrado y atrás los cerros y más allá más horizonte, llegué a la conclusión de que no; pero luego vi más campo y vi las casas en medio de las milpas, y más bien deseé que no fueran iguales.
            Y es que de pronto se me figuró que si todos quieren volver a ser jóvenes, no es porque quieran volver a vivir lo vivido sino, justamente, porque quieren hacer lo que harían hoy y sabiendo lo que saben ahora, pero sin el peso, sin la prisa de llevar ya 40 y pico ya vividos, y que todo haya resultado tan distinto de lo que creímos que sería…
            No sé, pues. Yo fui muy parca, muy torpe y muy económica con mis sueños cuando era joven. Yo sólo quería salir, viva y de preferencia de una pieza, de las cavernas brutalmente oscuras por las que me deslicé desde niña, hacia la luz que leía en la literatura que devoraba, hacia las calles donde la libertad permitía componer la música que me mantenía viva mientras transcurría mis días y sobrevivía a las noches susurrantes en las que crecí.
            Treinta y nueve años después descubrí que lo había logrado; que me había llevado más de media vida, pero lo logré. Me faltan varias piezas –entre otras, un riñón– pero estoy viva y, aunque ya no soy joven, sí soy libre y tengo el corazón intacto.
            No me voy a andar con puterías: ni le tengo miedo a la muerte, ni es esto un discursito positivo y sonriente de “todo lo bueno que me depara la vida”. No, no; seré fiel a mí y a mis cicatrices: no me gustó ser joven; odié las cavernas y detesto el hecho de haber invertido toda mi juventud en escapar de ellas. Agradezco cada momento que vivo ahora en libertad, pero lamento profundamente todo el tiempo perdido. Lamento todo el miedo y la prudencia, y el no haber tenido los arrestos para concebir a una hija. He hecho lo mejor que he podido a cada momento, dentro y fuera de la luz, pero mi personalidad se forjó en la falta y la carencia, y es por eso que no hallo el modo de suplir los amplios huecos, los hondísimos silencios de mi vida. Así que dejé de intentarlo y, simplemente, vivo en falta, siempre.
            Supongo que la vejez, al igual que la muerte, es algo que cada quien experimenta de un modo íntimo y nuevo, nuevo cada vez para el que lo vive aunque en cierta forma, sea una experiencia compartida. Aún no me puedo llamar “vieja” pero definitivamente ya no soy joven. Me gustan las arrugas que van apareciendo, pero no los carrillitos de hámster que me cuelgan a los lados de la cara de un tiempo a esta parte; y pasarán años antes de que tenga que teñirme el cabello, pero me sorprendió la naturalidad con que una de mis exalumnas (una mujer jovencísima que anda traumada porque ya tiene 28 años, háganme ustedes el rechingado favor) me escribió que le gustaban mis publicaciones porque “la gente mayor siempre se está quejando”, y al leerlo entendí que yo era una de esas “personas mayores” pero aparentemente yo, al menos, hacía el favor de no andarme quejando todo el tiempo.
            Lo más patético es que me encogí de hombros y pensé: “vaya, pues: he vivido en el error; ¿qué no “mayor” es cuando uno cumple 60 y muchos?” Pos no: 43 son suficientes para ser mayor.  No me opongo; sólo me agarró de sorpresa esto de envejecer.
            Me agarró de sorpresa y trajo consigo algo que no sentí de joven: me llené de prisa y de impaciencia; ahora quiero todo lo que antes no supe desear para mí.
            Sin embargo, puesto que mi vida no sólo no ha sido como la de nadie más, sino que su diferencia es pronunciadísima en comparación con la de mis amigas y compañeras, mi presente es distinto y extraño para todos. Con frecuencia ni yo sé decir cómo puedo vivir como vivo…; en lo que somos todas iguales es en el deseo de ser quien soy, con la experiencia y lo vivido, pero con menos años, menos dolores y las ilusiones aún vivas.
            Confieso, pues, que no renunciaría a uno sólo de los años que he vivido –porque me costó mucho, pero de veras MUCHO trabajo vivir cada uno–, pero la verdad es que sí quiero, sí, otra oportunidad. Una, no más. La quiero para aprender a vivir.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...