junio 29, 2011

El vagón de las Princesitas

Me encontré un blog maravilloso que se llama "La teoría del caos", en el cual su autor publicó una reflexión sobre el metrobús y el pequeño inconveniente de que muchos usuarios son unos pelagatos que se plantan donde más estorban con la clara intención de provocar bronca (yo digo que esa ha de ser la idea, se estacionan en la puerta y no dejan subir ni bajar, como si trajeran un letrero en la frente que dice "quiero bronca"; generalmente, la obtienen).

Me quedé pensando que el Teórico Caótico tiene razón, sin duda, y eso que no es mujer y, por lo tanto, no le ha tocado viajar con ellas... ¡No, bueno!, ¡eso sí es canela fina! ¡Móndrigas viejas!, y no sólo las del metrobús, las del metro son iguales. A mí me va peor, porque como soy muy alta, sus coditos me quedan a la altura exacta del estómago; cualquier mujer que haya tenido la desgracia de viajar en un vagón lleno de viejas sabe lo que son esos codos: los llevan desplegados, como mástiles de buque de guerra, y entran al vagón soltando codazos a diestra y siniestra, haga falta o no. Una vez me tocó ver entrar a una marabunta de estas delicias de mujer, ninguna de las cuales pareció notar que había un viejito en el suelo, gritando muerto de miedo que lo ayudaran.  Hubo que llevarlo al médico.

Total, se suben; entonces, como es temprano, empiezan a pintarse. Mi tía Charo decía que eso era una estupidez, porque ya te vio todo mundo con la cara lavada y ya para qué te pintas; ella era de la idea de que una mujer debe salir de su casa -a menos que sea domingo- perfectamente maquillada y peinada. Bueno, pues estas cuatas no conocieron a Charo, así que van pintándose; y ahí voy yo, babeando, no sólo por ese babeo incontrolable que experimenta cualquiera que vea pintarse a una mujer, sino porque van de pie y llevan: la bolsa colgada de uno de los codos-mástil; en esa misma mano van la lonchera y un bolsito diminuto en el que quién sabe cómo caben todas sus pinturas (crema para las manos y angelface incluidos), mientras con dos dedos de la otra mano -que también lleva el mástil desplegado para que las demás no la molestemos mientras se embellece- sostienen un espejito, con otros dos deditos manejan un tubo de rimel y en el quinto llevan enrollado un klínex; entonces, de alguna parte les sale otra mano y con esa se enchinan la pestaña. Es impresionante; qué Circo Chino de Pequín ni qué ocho cuartos. Y uno, alelado... ¿cómo le hacen? Pero cuidadito y se den cuenta de que las estás mirando, porque entonces les salen cañones de los ojos; ¡carajo, entonces háganlo en su casa! ¡Y cómo estorban! ¡Y cómo les vale madre!

Una vez leí un libro de la hindú Anita Nair (hermoso, por cierto), que se llama El vagón de las mujeres y la autora comentaba que, aunque la idea de un vagón exclusivo para mujeres le parecía una muestra muy rara pero harto bienvenida de caballerosidad estatal, el hecho de que ese mismo vagón estuviera destinado a los discapacitados y a los viejitos dejaba ver que, lejos de ser caballerosidad, era una muestra de cómo ven las autoridades a las mujeres. Pues bien, cuando leí esto estuve plenamente de acuerdo... hasta que me subí al metrobús a las 7:15 de la mañana y una mona me clavó su tacón de aguja en el pie; "¡Aaaauuuuch!!, aullé; le valió madres; creo que hasta sonrió (como estoy grandota, ha de valer más puntos pisar a alguien de mi vuelo sin que te rompa la crisma).

Lo que pienso ahora es que viejitos y discapacitados corren un peligro grave al tener que viajar en el mismo vagón que las Bellas Durmientes, quienes aunque después de maquillarse quedan chulísimas, como princesitas de cuento, ha de ser cuento de Edgar Alan Poe. A mí sí me dan miedo. Por eso, yo soy fan del metrobús pero sólo en las tardes y en el vagón de los varones; ahí lo peor que puede pasar es que me manoseen.

junio 26, 2011

Cosas que había olvidado

Nadie podría pasarlo a creer, pero... ¡me gusta la lluvia! Ya desde el año pasado le empecé a encontrar su chiste, cuando las gotas de lluvia al resbalar por ventana me recordaron las hebras grises en el cabello de alguien a quien amaba. Y ya bien pensado, en realidad siempre me ha gustado el agua, sobre todo el mar.

Extraño el mar, hace demasiado que no voy; cada vez que regreso a él, me quedo de pie en la arena, apabullada por su grandeza y  con los ojos de plato que he puesto desde niña frente a él. En las noches, renuncio gustosa al aire acondicionado a cambio de dejar la ventana abierta y escucharlo; y después de unos días, dejo de sentirme sobrepasada por su magnificencia y más bien me siento como si estuviera de visita en la casa de un amigo muy, muy amado. Extraño el mar; extraño meterme al agua y nadar por debajo de la superficie, tomando las corrientes que me alejan y enseguida, las que me devuelven a la orilla, como me enseñó mi abuela. Extraño sentarme, ya bañada y vestida, al atardecer, en la orilla, y confiarle todo lo que he hecho mientras no lo vi; me imagino que he de parecer una loquita ahí, murmurando cosas con la vista clavada en el mar, pero no me importa: así me entiendo yo con él. Una sola vez se me ocurrió meterme y distraerme, y me puso un revolocón bárbaro; como que me sacó a jalones del agua para que en mi distracción no me acabara dejando llevar por la corriente incorrecta. Un día de estos tengo que regresar; hace mucho que no platico con él.

Ahorita que estoy pensando en esto, acabo de recordar que de niña -y aun de jovencita, cuando salíamos de tocar campanas y caminábamos por horas por el Centro, por supuesto sin paraguas-, me encantaba mojarme en la lluvia. Esas caminatas por el Centro me son particularmente memorables (¿cómo pude olvidarlo?); de por sí siento que tengo una especie de hilo de acero que me sale del corazón y me ancla a la plancha del Zócalo y, por extensión, al Centro todo. No tienen ustedes una idea de cómo se ve la Ciudad desde los campanarios de Catedral, especialmente los días de mucho viento o cuando llueve y la piedra está húmeda y vibra, como si estuviera viva (nosotros juramos hasta la fecha que sí, que está más que viva). Luego bajábamos y como no teníamos dinero, todavía no incluíamos en nuestros andares los cafecitos a los que ahora soy tan afecta, así que caminábamos y caminábamos y caminábamos; a veces íbamos a la París a comprar alguna de las veinte mil cremas que usa Martha o alguna de las otras veinte mil medicinas que tomaban en mi casa; otras -cuando sí teníamos algo de dinero extra- íbamos a la Madrid a comprar un pan de pasas o, si teníamos suerte, ¡de queso!, y luego nos íbamos a aplastar a Santo Domingo o a donde fuera, a comérnoslo. En ese tiempo, yo andaba siempre de faldotas y huaraches, y me encantaba meter los pies en los charcos y sentir el agua helada entre los dedos. Igual que en Guanajuato.

¡Ay, sí!: ¡Guanajuato!... de Guanajuato les tengo que hablar largo y con calma (también del Centro y de las campanas, un día de estos), pero... pareciera que cada vez que vamos, llueve. Entonces se me olvidan todos mis berrinches con respecto a que "no me gusta la lluvia" y soy otra vez niña, caminando sin medir el paso y sin fijarme si hay charco o no. No hay nada, nada como caminar por Guanajuato de noche cuando está lloviendo.

Y supongo que también por eso me gusta lavar ropa; me pongo a echarle cubetadas de agua a la lavadora, con la excusa de que como se tarda mucho, así se llena más pronto; pero la verdad es que me alucina ver cómo cae ese pequeño torrente de agua limpia de la cubeta a la lavadora. Y luego, tender la ropa mojada, el olor, la textura de las telas húmedas al extenderlas...

Hasta las lluvias que caen en Jalalpa, donde trabajo, tan bárbaras que no debes salir ni moverte hasta que no se terminen, me llenan de sorpresa y de maravilla; aquello fue bosque cerrado alguna vez y por eso cuando llueve, llueve en serio: las escaleras estrechísimas de los andadores desaparecen bajo auténticas riadas que se llevan cualquier cosa a su paso; una vez me tocó ver cómo se llevaban en la calle que sube hacia el Piru, a un señor con todo y motocicleta, mientras el agua subía a una velocidad de vértigo y los que íbamos en la micro mirábamos horrorizados al señor que desaparecía con el torrente y al agua que ya había alcanzado el nivel de la puerta. Desde entonces prefiero esperar, así se me haga de noche, antes que salir de la escuela mientras llueve.

...)
Es curioso, las cosas que olvidamos y un día, quién sabe por qué, se te vienen a la mente. Mientras voy describiendo estas cosas, las voy recordando con tanta nitidez que me parece tener las manos húmedas por el roce de las sábanas recién tendidas; me parece que siento el cambio de temperatura en los pies cuando al fin dábamos por terminadas nuestras correrías y el calor del metro nos envolvía, sofocante, y los pies me cosquilleaban al irse calentando; el olor de la piedra húmeda; el sabor del pan de queso.  La voz del mar en las noches.

Yo no sé cuándo agarré esa manía de no salir sin paraguas y ponerme zapatos cerrados para no mojarme, e irritarme hasta el mal humor porque no se acaban las lluvias. Yo no sé cuándo decidí que no me gustaba la lluvia. Menos mal, entonces, que pasamos por esa sequía tan larga: me acabo de acordar de que me encanta el agua.

Y mientras escribo, no para de llover.

junio 24, 2011

Sapos y príncipes azules

¿Cómo se habla del amor sin ponerse cursi o caer en los clichés, en las obviedades?

A todas nos educaron con los cuentos de hadas, el príncipe azul, las almas gemelas y demás; pero luego una vive y resulta que la vida tiene mucha más imaginación que Walt Disney y los hermanos Grimm juntos. Yo he tenido discusiones bastante serias con algunas de mis amigas respecto a si desear un compañero de vida es propio de una mujercita idiota o no. Quizá lo sea, aunque me sigue pareciendo que no lo son menos ciertas expresiones que les he oído hasta la hartanza a varias mujeres por ahí, como que es "demasiado pronto" porque acaban de cortar con alguien, como si nos estuviéramos haciendo más jóvenes; o "me dan flojera los hombres", ésta sí es rara... ¿cómo que les dan flojera?; no es lo mismo que les oí decir cuando estaban enamoradas y acababan de pasar una noche con el susodicho; o "todos son iguales".

Sí; aquí es cuando pienso que mi amiga tiene razón: todavía sobran las mujercitas idiotas.

Al final, todas esas expresiones no son sino máscaras para no tener que reconocer lo que sería una tragedia decir en voz alta: "nadie me pela; me siento fea; me han rechazado demasiadas veces, me he encontrado puro orate o gandalla, y tengo miedo", sobre todo eso, "tengo miedo"; primero muertas que aceptarlo.

Y algunos hombres sinceramente no ayudan. Hubo uno  que anduvo detrás de mí con un descaro impresionante por meses; yo en ese tiempo estaba casada, así que na-nai, me daba risa y me ponía nerviosa el tipo -porque sí me gustaba-, pero le seguía diciendo que no. Luego dejé de estar casada y fui, bien mona, bien mensa (lo bueno es que mi santo padre me inculcó la sanísima capacidad de reírme de mí misma y de mis meteduras de pata), a "informarle" que era yo china libre; puso cara de "¿y a mí, qué?" y me mandó un mensaje que hasta ahorita se lleva la palma de las frases hechas asquerosas y patéticas: "Lamento haberte dado la impresión equivocada"... ¡No, bueno!; quedamos como "amigos".

Y luego hubo otro que recientemente me informó que él siempre se sintió mal estando conmigo porque tenía que cuidarse de no lastimarme (sic) y me pidió que me olvide de él, que "rompa la columna a la que me amarran sus recuerdos (sic) (y que conste que el hombre no ve telenovelas... tampoco es que le haga falta) o que acepte su amistad pero libre de cualquier recuerdo que tenga de él. También con ése quedé como amiga.

Esto de "quedar como amigos" me parece de veras muy extraño; o será que, cual le consta a cualquiera que me conozca, yo soy muy apasionada (por cierto, otro hombre me dijo una vez que "tenía que hacer algo al respecto" sólo porque él se sentía remiserable -con buenas razones, me parece- y andaba buscando a quién hacerle la vida miserable, y además sufre de algo así como frigidez emocional, de modo que mi apasionamiento obviamente le molestaba).

El asunto es que para mí la amistad es cosa seria. O más bien, para ser más excata, para mí el amor en cualquiera de sus presentaciones es cosa seria, entendiendo por "seria", incuestionable, reconfortante, alegre, solidaria, generosa hasta su punto máximo, de tiempo completo y sin necesidad de vernos, ni mucho menos, diario. De modo que para mí esos intercambios de "mejor, en lugar de andar juntos, vamos a ser amiguitos", se me figura que abaratan la amistad, la convierten en una baratija que ni a kitch llega, algo que se desgasta en seguida, que tiras a la basura porque se ve deslucida a la primera puesta y no te duele. Además de que nunca se me ocurriría faltarle al respeto a mis amigos de a de veras aceptando "amistades" tibias con hombres cobardes a los que les faltan los que a mí me sobran para decir "no quiero andar contigo y no te quiero volver a ver".

Y esa es la otra, como que nadie quiere herir los sentimientos de nadie; ¿pues cuántos años tenemos? Digo, tampoco hay ninguna necesidad de decirle al otro "estás horrible, piérdete"; pero de que las cosas se pueden -y se deben- decir con claridad, pero claro que se puede. Las mentiras, los eufemismos y los pretextos estaban muy bien para la secundaria, pero a estas alturas del partido, al menos yo definitivamente me he ganado el derecho a decir y que me digan las cosas con honestidad. Nadie se va morir porque lo rechacen, estoy segura.

Total, regresando a las mujercitas idiotas, aclaro: una mujercita idiota es aquella que sueña despierta con la llegada del Hombre de su Vida y parece que vive su vida como si estuviera en terapia ocupacional mientras ÉL llega y que cuando al fin aparece un susodicho con cara de no-sapo, antepone al fulano a absolutamente todo, como si no tuviera vida propia ni tuviera cosas importantes que hacer sola, y a todos los que la rodeamos nos queda clarísimo que no puede vivir sin él. Y, aunque les duela a las féminas léidas y escribidas con las que tiendo a relacionarme, es un hecho que todas hemos sido, en mayor o menor medida, mujercitas idiotas decimonónicas de éstas. Al menos yo, desde luego que sí; prefiero asumirme como tal antes que convertirme en una de esas arpías feminazis que le dicen a quien las quiera escuchar que ellas están muy bien solas; ¡hombre, qué bueno; yo también!, y sin embargo, por supuesto que me gustaría un compañero, para echar desmadre, para hacer causa común contra los ojetes que se le crucen al otro por el camino, para platicar y leer y caminar y comer y hacer el amor y, en resumen, para hacernos la vida más placentera.

Eso es lo que a mí me gustaría: una relación por placer. Desgraciadamente, ¿a quién lo educan para disfrutar, para ser capaz de andar por las calles sintiéndose apapachado por la vida?

En fin; por lo pronto, nada de sapos (estoy segura de que ya cumplimos con nuestra cuota de besar sapos) y nada de príncipes azules porque tienden a desteñirse. Con un hombre normal, riente, que no esté de psiquiátrico y que sea facilito para el placer, me conformo.

Ya platicaremos más al respecto; el asunto promete, promete...

junio 22, 2011

El fin de la sequía

¡Por fin llegaron las lluvias! Me gustan el calor y los cielos azules, y nunca he sido especialmente afecta a la lluvia, pero dos meses y medio de 33 grados... no era normal. Llegó un momento en el que la sequía se me empezó como a meter por debajo de la piel y empecé a sentirme igual que mi jardín, que aunque lo regara una hora seguida, para el día siguiente ya estaba seco de nuevo; como que el agua de la manguera ya no pasaba de ser un mero paliativo, nomás para aguantar vara. Y así es como se vinieron tardes en que me dedicaba a mirar mis plantas, con una impotencia medio rara, sin poder hacer nada más que ir haciendo la cuenta de las que se morían.

Primero fue la azalea, a la que en marzo le cayó una granizada y en abril, la sequía; hizo el berrinche de su vida y se murió. Luego felpó una margarita de flores diminutas. Después un rosal. Una cuna de moisés. Un ficus... Y, mientras tanto, las demás se aferraban a cualquier gotita de agua que cayera por ahí, necias y ya todas agostadas. Aun ahora, así me siento: agostada.

Es de esas cosas que no dices en voz alta para no empeorar la situación poniéndole palabras; no pasaba del "este calor no es normal". Pero era algo más que el calor; era el ciclo que no acababa de cerrarse, la falta de agua, algo raro que no me dejaba respirar bien ni dormir a gusto. No tengo idea de si adentro de mí se secó algo; espero que no. No he hecho el recuento de los daños, porque apenas van dos días de lluvia, pero no siento ningún hueco. Con suerte, si algo se murió, era alguna cosa fea o innecesaria que no voy a extrañar.

Lo cierto es que me siento como si acabara de pasar por una temporada realmente cruenta, en la que me hubiera dedicado a echarle ganas, de una manera ciega y feroz, sin querer darme cuenta de hasta qué punto era todo tan difícil, y sólo ahora que parece haber terminado me puedo dar el lujo de decir "estuvo feo; estuvo muy feo"; no sólo se murieron varias plantas de mi jardín, también se murió mucha gente; como que el Segador anduvo bien ocupadito, ¿no? Y fue un tiempo raro, de mucho trabajo personal, de limpieza a profundidad de un montón de rincones oscuros y malolientes; de un sol salvaje durante el día y, por contraste, desconcertantes noches, oscuras y bochornosas, y sueños extraños con gente ya muerta, fantasmas, deseos olvidados, desamores.

Yo sé que es muy probable que a los demás simplemente les moleste el hecho de que ahora tengan que cargar paraguas y se les mojen sus zapatitos; pero para mí es la vida que reanuda su ciclo.

Ya puedo dar por cerrada la cuenta de las que se dieron por vencidas.

junio 19, 2011

Comedores Comunitarios

Por aquí crecen unas arañas negras, grandotas, con unas patas tan largas que siempre juro que son más de ocho. La primera vez que vi una, caminaba con mucha prisa desde el cuchitril ("El cuarto del holocausto", le dice Emmanuel; así de bonito está) hacia el sillón junto al ventanal; me asomé y vi un montón de cadáveres de grillos, o sea que la arañita se alimentaba bien. Confieso que a esa primera me la eché gachamente, hasta que vi a otras dirigirse al Comedor Comunitario detrás del sillón sin molestar a nadie, así que me limité a observar, inmóvil, su esperpéntica belleza (mi hermano vio una un día y casi se cuelga de la lámpara; son realmente impresionantes).

Durante un tiempo, las vi ir y venir sin más molestia que la breve pérdida del aliento cuando me sorprendía alguna, pero todo sin incidentes. Hasta ayer.

Andaba yo tratando -con poco éxito- de poner orden en la sala, cuando recogí un fardo de ropa para planchar de un sillón que se encuentra ubicado precisamente en la Carretera Arañil que lleva al Comedor Comunitario; me eché la ropa en los brazos y me fui a repartirla a los diferentes cuartos: "ésta para planchar; ésta para doblar; ésta para colgar". Llegué a mi recámara, me quité la blusa fancy que llevaba (había tenido una entrevista, de modo que andaba disfrazada de gente decente) y me calé una camiseta. Colgué, doblé y puse la ropa limpia en su lugar, y me dirigí a la sala para seguirle con el resto de mi tiradero. Me llevé las manos al cabello para ajustar el broche, adivinando con las manos la forma del chongo y del broche; lo coloqué de nuevo y me detuve ante el espejo del baño para comprobar el resultado, y ahí estaba, junto a mi oreja (y del tamaño de la misma), alpinista sobredotada, una arañota tan  negra que se perdía en el color de mi pelo, alargando su ya de por sí larguísima patita, escalando el muro de mi cabello... en el instante antes de ponerme histérica, todavía alcancé a pensar que a esa araña loca le gustaban los deportes extremos.

Lo que siguió fue patético y redivertido -para mí, que no para la pobre araña-: no grité, porque en esas reacciones raras de pánico que a veces uno tiene, se me figuró que la araña se iba a dar cuenta de que yo ya la había visto en pleno ascenso y me mordería; en cambio, me salió un sonido raro por la nariz, una especie de gemido sin sonido pero con hartos mocos; incliné la cabeza y me puse a latiguear a la alpinista con mi propio cabello (¡hay que ser idiota!, si lo bueno es que no quería asustarla...); el inocente bicho se dejó caer al suelo y se puso tal madrazo que se quedó ahí un buen rato, atontado y sin moverse, momento que aproveché para ir por el raid y rociarle la mitad de un jalón.

Se tardó bastante en darse por vencida, ¡qué bicho tan resistente! (o qué raid tan malo, no sé), pero finalmente, felpó. Se murió toda encogida, pobrecita (al fin que ya estaba muerta, ahora sí "porecita"); ni rastro de la anterior magnificencia de sus enormes patotas largotas.

Entonces sí me dio un ataque de risa histérica y me puse a pegar de saltitos por el pasillo al son de "¡Ay, nanita!", y por eso llevo hoy toda la mañana pasándome las manos por el cabello y sacudiendo enérgicamente cualquier cosa que agarro de cualquier parte de la casa.

Y aunque tengo que admitir que la raña en cuestión se veía de verdad hermosa con su patita alargada, escalando y usando mis cabellos de cuerdas de alpinista, he decidido conseguirme un buen insecticida (voy a renacer en bólier apagado por esto, estoy segura) y clausurar definitivamente el comedor comunitario.

junio 17, 2011

Bienvenida

Me resistí todo lo que pude, pero al final lo mío es escribir... qué más da si es en mancha de tinta o en mancha de luz.

Con la intención de convencerme, alguien me dijo que yo tengo mucho qué decir. En ese plan, estoy segura de que hay mucho más para escuchar. Y, ya en esas, lo cierto es que no me caracterizo por ser precisamente silenciosa; más bien, al contrario.

Sin embargo, un blog tiene una peculiaridad que, al final, fue el elemento decisivo: aquí no sólo se escribe, sino que queda abierto automáticamente para que todos lo lean. Es una especie de diario, pero versión "farol", pa' que todo el mundo se entere; un espejo de los propios pensamientos, cuyo fondo lleva a otra realidad que se parece increíblemente a la que todos compartimos, pero vista a través de otro lente: el mío.

Así, pues, sean ustedes muy bienvenidos a este peculiar espejo de mis pensamientos.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...