diciembre 01, 2019

Mujer monstruosa

Una profesora en la maestría, la dra. María Laura, nos dijo una vez que, en términos psicoanalíticos, cuando una persona no puede ni hablar ni guardar silencio, grita.
      Yo he gritado, en el transcurso del último mes, ni más ni menos que cuatro veces, a cuatro distintas personas; pero no fue sino hasta hoy que entendí, final y cabalmente, a qué se refería la Doctora.
      Gritas cuando tu capacidad de guardar silencio se agota. Gritas, bien fuerte, cuando no importa qué palabras uses, con cuánto cuidado o claridad expongas tus argumentos, ni cuán amables o sarcásticas o decentes o indecentes sean tus palabras, te das cuenta de que no estás siendo escuchada.
      Y entonces gritas.
      Pero, ¡qué escándalo es que una mujer grite! A nadie le va a importar por qué gritaste; las otras mujeres te tildarán de que eres “difícil”, aun a sabiendas de que fuiste insultada de tal forma que gritar fue tu única y final defensa. Incluso si tu grito estaba justificado, tarde o temprano alguien dirá que, ¡bueno!, ¡lo que pasa es que tampoco podemos olvidar que tienes el carácter muy fuerte! Y aunque todos sepan, incluyéndote, que tu grito estuvo más que justificado, si al que le gritaste fue a un hombre, te toca sentirte culpable; te toca explicarte y justificarte, y bajar la cabeza y pedir disculpas. Y lo haces, porque estás de acuerdo con que fue una falta de respeto.
      Esto lo digo muy en serio, no estoy siendo irónica: sí es una falta de respeto, la cual, además, denota una falta de autocontrol, de contención, que no es justificable. Y porque uno no puede ir por la vida gritándole a los demás. Esto es un hecho.
      Así que te disculpas, sinceramente. Y te quedas esperando las disculpas que deberían venir de regreso; las disculpas que te deben a ti por haberte presionado, por haberte agredido, por no haber sido más compasivos con tu luto, por haber abusado de que, por una vez, no mides 1.73 sino apenas 1.50 (porque estás en una silla de ruedas con la patita rota) y eso hace más fácil meterte prisa, ignorarte, despreciarte...; ¿por qué no?; ¿qué eres tú, a fin de cuentas?, sólo una mujer sin madre y sin hombre “que no tiene quien la defienda” y que se rehúsa a hacer lo que le dicen; que no se apura, que no se deja agandallar, que insiste en decir lo que piensa, que insiste en ser tratada con cuidado porque trae muchas penas cargando, que insiste en ser tratada con respeto, y que es amable, amable, amable..., hasta que se harta; hasta que se asusta, se desespera, se frustra y grita.
      Entonces, bueno: las disculpas; pero sólo de tu parte. ¡Es que eres tan difícil, de veras! ¡Ve cómo sí te pones loca: ya hasta lo fuiste a escribir a tu blog! “Yo estaba pensando en aceptar tus disculpas, cuando vi lo que escribiste: eres una hipócrita, una mentirosa, una pinche vieja loca, sigue inventando tus historias: nadie te va a creer...”
      La cosa es que... hoy aprendí esto: cuando gritas, cuando al fin gritas, en realidad no le estás gritando a nadie en particular; ya sólo estás gritando. Es un alarido, una llamada de auxilio que sueltas al aire, con todas tus fuerzas, para no asfixiarte, para saber que tu voz sí emite sonidos, que deberías ser escuchada por ése al que tienes enfrente, que nadie debería darse el lujo de ignorarte de ese modo, que tienes derecho a ser tratada con cuidado pero, quién sabe por qué, a nadie se le da la gana escuchar. Quién sabe por qué.
      El precio es alto: has dado nuevamente razones para creer que eres una mujer monstruosa. Cuando vuelvas a estar de pie y de nuevo midas 1.73, todos te volverán a tratar con ese respeto teñido de burla, y nadie olvidará que gritaste.
      Sólo que ahora tampoco yo olvidaré que grité. Varias veces. A varias personas distintas. No olvidaré por qué grité ni olvidaré que sólo una de esas cuatro personas me sonrió con gentileza y me dijo: “grita, estás en tu derecho; vas: yo sí aguanto el grito”; y que entonces dejé de gritar.
      Tengo buena memoria: no olvidaré que, a veces, es necesario gritar.

noviembre 13, 2019

La vida en pausa

Dice Rosales en su bellísima Casa encendida que "la muerte no interrumpe nada"...; yo no lo sé. Sé pocas cosas estos días; pero tiendo a pensar que, más bien, es la vida quien no se deja interrumpir; la vida, quien nos jala, nos convoca, nos exige estar de vuelta. Y soy yo quien, por más que me esfuerzo y por más sal que le echo a la comida, encuentro a esa vida que me llama, insípida, con manchones de belleza que me sorprenden cada tanto, como los girasoles que me llevaron mis estudiantes para consolarme por mi pena.
     Sí; la vida se ha vuelto, más que difícil, intratable; como un huésped indeseado. 
     Hoy encontré, sin querer, una grabación de mi mamá; yo necesitaba oraciones para analizar en mi clase de gramática y le pedí que me contara qué había hecho el día de su cumpleaños. Su voz se oye clara, cotidiana...; viva. Se ríe en la grabación mi madre. Y su risa es como eran sus ojos: verde y cristalina. Y por un segundo, no entendí que está muerta.
     Yo, no; yo estoy viva; pero estoy metida en esta suerte de pausa sin límites definidos entre los cuales todo es lo mismo y, sin embargo, incomprensible. Mi vida, en este momento, es información parentética: podrías quitarla y no afectaría en nada al todo. Todo es igual y, al mismo tiempo, ya nada es lo mismo; "porque todo es igual / y tú lo sabes" dice Rosales.
     Hoy vino una amiga, cargada de gentileza y una generosidad sencilla y brutal; vino a ayudarme a bañarme. Mi madre hubiera debido hacer eso. Mi mamá me hubiera bañado diario, si me hubiera hecho falta. Pero está muerta. Y, sin embargo, se ríe; en mi mente se ríe. Se ríe de mí cuando trato de salir del baño sin partirme la otra pata, y se ríe hasta que se le va el aliento al verme trepada en su andadera con rueditas, impulsándome con el pie bueno como si fuera una patineta.
     He decidido que así como las mamás siguen siendo "mamás" aunque sus hijos se mueran, así yo seguiré siendo hija de mi mamá. Reniego de mi orfandad. Mientras mi mamá se siga riendo de mí en su andadera-patineta, mi mamá seguirá siendo mía. Mía, mía, mía de mí, hasta mi propia muerte.
     La grabación es del mismo día que falleció, dos horas y media antes de su muerte.

octubre 21, 2019

Va de nuevo

Tras dos años de andanzas y vueltas, aquí estoy de regreso. 
     Intenté escribir en otro blog, pero nunca sentí que fuera realmente mío y más bien lo tuve abandonado la mayor parte del tiempo (de todos modos, les dejo el link por si quieren echarle un ojito; hay algunas cosas muy lindas: http://losaniosporvenir.blogspot.com/ ), así que... aquí estamos.
     Han sucedido un montón de cosas: mucha gente se ha ido y regresado; dejé la UNAM porque ya parecía el ala de un psiquiátrico y trabajé en diferentes lugares con gente muy distinta; no es que me la haya pasado recorriendo el país ni mucho menos, pero sí he tenido la oportunidad de conocer a un montón de personas con las ideas más extrañas e interesantes. Justo, fui a dar a Puebla para impartir un curso, y me enamoré de la ciudad y aun más de sus habitantes. Luego anduve repartiendo tortas y pateando cunas en ese larguísimo, lóbrego día que parecía no terminar nunca, después del terremoto -un día interminable hecho de una sucesión de soles y lunas, pero que se sentía como un mismo día que no acabara...-, y conocí a los ecatzingas, que me enseñaron lo que es verdaderamente la resiliencia.
     Luego -mucho más "luego"- me caí en el metrobús y me pasé dos meses caminando de a pasito, con un bastón lleno de flores que me enseñó a medir cada paso, a andar con paciencia, a observar mi derredor con la mirada abierta mientras un dolor manso pero tenaz me recordaba a cada paso que estoy viva, pero no para siempre, un poco no más en este mundo... 
     El bastón y un amor me enseñaron que el cielo en la hora previa al amanecer es púrpura; que el amor es más frágil y más exigente que una orquídea, y que emite una luz potente, intermitente, inmarcesible; como un faro. Y aprendí que la palabra "indetectable" provoca una felicidad que dura muchas semanas.
     También descubrí que vivo un tiempo ralentizado: mientras que para el grueso de quienes me rodean, el tiempo "pasa volando", para mí los días son largos, extensos, casi interminables; de la mañana a la noche, la cantidad de cosas que pienso y veo, que percibo, que observo y no entiendo, que escucho y paladeo, me dejan con la sensación exhausta -a veces satisfecha- de que todo pasa en un solo día, aun en aquellos en los que la gente cree que "no pasa nada". Siempre pasa algo. El mundo sólo aparenta ser igual.
     ¿Qué más hice?...; pues acabé tres libros: uno de poesía llamado Teus, que he leído, fragmentado, en distintos foros; una novela que está esperando con no mucha paciencia a que haga algo con ella, y un libro de cuentos, Nadie nos ve, que me publicó Vozed y a cuya presentación espero invitarlos próximamente.
     Sin embargo, lo más apasionante han sido, sin duda, los viajes que he hecho hacia mí, y sobre eso pretendo de aquí en delante ir escribiendo.
     Así, pues, bienvenidos todos; sírvanse una copita de absenta, pongan encima una cucharilla con un  terrón de azúcar y, lentamente, viertan agua helada para que el azúcar se disuelva y despierte al hada verde que espera en el licor, mientras les cuento cómo se ve la vida desde este margen tan peculiar en que se ha convertido mi vida...
   

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...