mayo 17, 2020

Covidiotas

Cuando a mis compatriotos (a los que, de por sí, quiero poco y mal) su amado Gatell (al que adoran pero igual no lo pelan) les dijo que va a comenzar la  vuelta a la normalidad, lo que entró en sus cabecita de cacahuate fue: "ya se acabó la pandemia".
Mi salida semanal al tianguis dejó ver que en mi pedacito de alcaldía el confinamiento (que de por sí nunca funcionó) ya bailó: a diferencia del domingo pasado, hoy estaba hasta su madre de gente, los precios altísimos - cabe suponer que los marchantes quieren recuperar el tiempo perdido-, un güey ofrecía pedazos de melón clavados en la punta de un cuchillo, el cual juraba que había desinfectado con clarasol, y en los puestos de comida (¡¿cuál virus?!) los tablones vueltos mesas ya estaban listos para recibir a decenas de comensales.
Y la gente grosera, alevosa, ojete: como siempre. Y sin tapabocas. Eso sí, hay un puesto donde venden caretas y cubrebocas; pero está vacío.
Así que ahora vamos a jugar al juego de los virus mutantes: ¿hacia dónde mutará el covid? ¿Se volverá inocuo y les dará a los poco amados compatriotos ocasión de decir "ya ven: era puro cuento"?,  ¿o se volverá, ahora sí, un capitán Trotamundos?
Pacheco tenía la pluma atascada de razón cuando escribió "Alta traición".

abril 06, 2020

Pensamientos sueltos sobre el covid-19


Foto: Adolfo Vladimir @Cuartoscuro
Quienes me conocen saben que yo sirvo para muy poco; apenas si sé hacer galletas y pensar, y eso es todo. Eso sí, las dos cosas me salen muy, muy, pero de veras muy bien. Y como estamos en cuarentena y se me da bien lo de pensar, pues he estado pensando. Meras suposiciones, que conste; no más que suposiciones...

Estoy pensando, por ejemplo, que esto de la cuarentena por el covid-19 no me checa. Digo, ya sé que las “cifras oficiales” nunca van a coincidir con las reales, pero, insisto, esto no checa. Aun si fueran millones de contagiados en México, no hay muertos, ni está enfermo nadie a quien yo conozca, ni nadie a quien mis amigos o familiares conozcan, lo cual, de alguna manera si se quiere empírica e ingenua, me sirve al menos de termómetro para saber que la cosa no es tan grave. Y entonces la pregunta -una de muchas preguntas que me rondan- es: ¿qué no se suponía que el coronavirus era contagiosísimo? No sé cuántos miles de inconscientes fueron al Vive Latino hace tres semanas, y sólo hay dos contagiados conocidos. Le pregunté al respecto a una amiga mía que sabe mucho sobre este virus, y me explicó que es imposible conocer las cifras “reales” porque cientos de personas se contagian pero no presentan síntomas.
     Más preguntas: si no tienes síntomas, ¿estás enfermo? O sea -reformulo-: si se te pega el virus pero no presentas síntomas, ¿estás enfermo o no estás enfermo? ¿Hay afectación en alguna parte del cuerpo si te contagias pero no desarrollas síntomas? ¿Qué significa que no desarrolles síntomas, que eres un arma cargada pero con el seguro puesto? ¿Son los síntomas la enfermedad misma? Es más: ¿podemos hablar de una enfermedad en este caso?
     Hay una pregunta cuya respuesta sí me sé (una de las pocas): si no tienes síntomas, no te vas a morir mañana de coronavirus; pero si sí los tienes, tus posibilidades de sobrevivir son del 98%. Está padre, ¿no?
     ¿O no?
     Más preguntas: ¿por qué estamos deteniendo la economía de más de la mitad de los países en el mundo por una enfermedad que no provoca síntomas, y cuando los provoca sólo mata al 2%? ¿A qué viene el despliegue bestial de poder al administrar los cuerpos vivos -y sanos, no hay que perder esto de vista: vivos y sanos- de billones de personas en nuestro mundo, todas encerraditas en sus casas?
     Y entonces, a ver, estoy pensando en lo que sé acerca de la guerra, cualquier guerra; dice mi profesor de filosofía e historia en el doctorado -un doctor muy listillo él- que la Historia no es maestra de nada, que la Historia no está para aprender nada de ella. Yo me permito una respetuosa expresión que usaba mi abuelo Porras: “¿¡a poco!?”; porque, vaya, suponiendo que esto fuera cierto, cada quien puede tomar enseñanzas de donde le plazca y sea capaz de adquirirlas. Entonces: por lo que sé sobre estos asuntos, las guerras sirven para una de dos cosas (o ambas a la par, según): para control poblacional o bien, para reactivar la economía de los implicados, aunque esto último es un albur ya que depende de quién gane: el que salga “victorioso” reactiva su economía; al que pierda se lo lleva el carajo.
        O sea, la Historia no enseña nada pero, ¡cómo se repite!
     Sigo pensando; y entonces -¡ah, sí: aquí vienen las teorías de la conspiración!, esa suerte de callosidad mental que se forma cuando lees mucho a Foucault- me viene este pensamiento al que llevo ya un par de semanas dándole vueltas: creo que estamos en medio de una guerra biológica, diseñada para reactivar unas economías y desmadrar otras. Si estoy en lo cierto, se trata de una guerra muy bien pensada y, quién lo diría, muy bien cronometrada. Quien la diseñó y, sobre todo, quien pagó por ella, no responde a los intereses de ningún país en concreto; estaríamos hablando de un “ciudadano del mundo”, digamos; alguien como un Señor de la Guerra, de esos que le venden armas/mujeres/drogas a quien mejor las pague.
     Así, pues, si esto es una guerra y alguien pagó por su diseño y operación, es claro que no la puso en marcha para controlar el número de personas vivas sobre la faz de la tierra (a menos que el porcentaje de mortandad de covid-19 cambie, esto es un hecho), sino más bien para... ¿qué, exactamente? Ahí está, ¿ven?, justo es ésta la pregunta (y ojo, porque ésta SÍ es La Pregunta): ¿para qué echaron a andar una guerra biológica que ataca discriminadamente (porque, a ver, ¿cuándo habíamos visto un virus tan específico en su ataque?), primero a China, luego a Europa y luego a América?; un virus que enferma a todos pero no mata a casi nadie con excepción de los más viejos y los más frágiles, de preferencia varones, y que usa a los más jóvenes de soldados/portadores...
     Y es que, a ver, si esto no es una guerra biológica ni covid-19 es un arma, sino que se trata nomás de una molécula virulenta pero inocente que se puso loca y nos contagió a todos -¡caray!, pues ya ni modo-, y como no tenemos ninguna cultura médica ni tecnología farmacéutica, pues no tenemos medicamentos ni vacunas que nos defiendan contra el virus en cuestión...; y entonces nuestra única y sola defensa es escondernos en nuestras casas y rogarle a Dios -o al Universo o a la pared de la Biblioteca, o a quien se deje y parezca querer escuchar- que nos dispense de esa muerte.
     Si esto es así de azaroso, entonces, ¿para qué nos escondemos?; ¿tiene algún sentido? ¿No sería más lógico que se recluyeran exclusivamente quienes, por contar con uno o varios “factores de riesgo” (¿mismos que quién definió...?) están potencialmente en riesgo de muerte?; y conste que yo misma estoy más que incluida: tengo hipertensión, muchos más de 40 años, tabaquismo, obesidad, y se me ocurren cosas políticamente incorrectísimas...
     Recuérdenme, por favor: aquellos que sólo son portadores pero no se enferman, y aunque presentaran síntomas no se van a morir, ¿como por qué tienen que recluirse?
     ¡Ah, sí!, ya me acordé: para protegernos a los que sí podríamos ir a dar con nuestro nombre a una urna mortuoria, ¿correcto? Pero entonces, otra vez, pensando en la urgencia de resguardar la confianza en el propio esfuerzo, en la rutina que aporta seguridad cotidiana y en el propio trabajo diario, ¿no sería mejor para todos que sólo quienes estamos en riesgo nos enclaustráramos? Digo, si vamos a jugar la carta de la “empatía” y la “solidaridad”, podríamos ser más generosos los en-riesgo y permitirles a los demás que vivan sus vidas sin amarguras virulentas; estoy pensando en esos millones a los que se los está cargando la chingada porque perdieron el trabajo, porque cerraron sus negocios, porque viven al día pero en cuarentena el sol no sale, parece estar velado por el miedo (¡ah, sí!, ¡ya salió la bolita: el miedo, tan útil en tiempos de revoluciones sociales, de despertares, de tomas de consciencia! ¡El miedo, esa arma tan poderosa!). Y estoy pensando también en todos los papás que verdaderamente adoran a sus hijos pero que nunca en su vida habían pasado con ellos más de tres horas al hilo y menos encerrados, ¿¿a qué padre o madre se le había pedido semejante salvajada en la historia de la humanidad?? ¡Ah, sí; ya me acordé cuándo!: cuando fueron judíos u homosexuales o miembros de la resistencia y tuvieron que esconderse durante meses para que no los mataran; y también cuando hubo una peste (o dos) que arrasó Europa y sólo dejó viva al 5-25 por ciento de la población.
     Pero no, a ver; no puede ser, ¿verdad que no?; el covid-19 sólo mata al 2%. Entonces, otra vez, ¿por qué hay que encerrarse?; no me queda claro.
     También estoy pensando que otra característica de las guerras -una muy peculiar- es que de lo primero que aparece -a la par, de hecho, del mercado negro- son los movimientos de resistencia, cuyos miembros habitualmente son personas con muy buena memoria histórica; personas que hacen preguntas y que saben muy bien que quienes pelean en las guerras, vivan o mueran, siempre pierden. ¿No les parecen interesantísimas las prácticas de resistencia en estos nuestros tiempos de coronavirus: gente que canta desde sus balcones en las noches; policías que bailan o juegan a las escondidillas desde sus patrullas para entretener a los niños aburridos y a los adultos agotados? Ustedes no lo van a creer, pero éstas califican para prácticas de resistencia, sólo que como esto “no es una guerra”, dichas prácticas -que nacen aparentemente del aburrimiento- encuentran su origen en la sospecha de que estamos siendo engañados, y al mismo tiempo en la certeza de estar siendo perseguidos, de que el pánico que se siente es real y, por lo tanto, la amenaza es real.
      Y, miren, sí: ¡por supuesto que es real! Sólo que no estoy segura de que la amenaza en cuestión sea el covid-19; no estoy para nada segura.
     A mí la práctica de resistencia colectiva que más me gusta es la de mi barrio; hay un discurso curioso en las acciones de mi gente, que dan a entender algo así: “el covid-19 sí existe y lo más seguro es que sí mate gente; seguro ya nos cargó el payaso y, por lo tanto, vamos al carajo: andamos en la calle sin tapabocas, está abierto todo, desde los cafés hasta la florería, pasando por la peluquería y los tacos de carnitas. Si de todos modos nos vamos a morir, ¿para qué nos asustamos y para qué nos encerramos?”. Yo no comulgo con este pensamiento y todavía no estoy segura de que no sea simplemente otro despliegue del egoísmo y la mezquindad, tan arraigados en la personalidad del mexicano; pero no puedo dejar de lado la posibilidad de que se trate de una sublime red de compatriotas en resistencia. De verdad que no lo sé.
     Ahora, ¿qué les parece si hacemos, nomás para entretenernos, un poquito de ciencia ficción? Si estuviéramos en este momento en una guerra biológica, henos aquí frente a varias incógnitas: no hay armas, sólo un virus; contamos con tecnología que nos permitiría -si fuera ético y legal (y económicamente redituable)- clonar a un ser humano, pero no tenemos ninguna medicina para pelear contra un virus cuya existencia conocemos desde hace al menos un par de años; no hay soldados, sino sólo portadores del virus (lo que sí hay es ejército en las calles de varios países europeos, persecuciones contra quien se atreva a estar enfermo, toques de queda, suspensión de garantías individuales, violación a los derechos humanos de trabajadores temporales y demás medidas fascistas, dignas de una dictadura, y hambre; sobre todo, hay hambre); finalmente, el índice de mortandad es del 2% y, sin embargo, estamos encerrados en nuestras casas, muertos de miedo. ¿Les cae que esto sí cobra sentido en sus mentes, queridísimos lectores?
     (Y, por cierto, ¿qué ecos producirá en el aparato psíquico de los europeos, particularmente de quienes viven bajo regímenes monárquicos, el hecho de que este virus tenga una corona?; es pregunta seria.)
     Ya por último, sólo me queda ésta, que por una vez no es una pregunta sino una certeza: a todas las guerras les sigue una posguerra; ¿sabían ustedes que gente que logró sobrevivir a la guerra, no soportó la posguerra? ¿Saben por qué?, porque durante la guerra el dinero se mueve; se mueven muchísimas cosas, de hecho: armas, oro, personas, tapabocas, papel de baño, alcohol, ventiladores, material de curación, agua, comida enlatada y otras muchas, muuuuchas cosas. En cambio en la posguerra, no hay más que muertos y hambre y malos recuerdos y países enteros por reconstruir. Eso queda. Ya no hay comercio, ni “ayuda internacional”, ni mercado negro, ni dinero, ni nada. En la posguerra lo único que quedan son los sobrevivientes que deberán levantarlo todo a mano limpia. Eso queda.
     En nuestro caso, como esto “no es una guerra” y el covid-19 “no es un arma biológica” en uso, lo más que puede suceder es un cambio de esquemas económicos a escala mundial; un cambio basado en la experiencia súper exitosa (ésta que estamos viviendo en este mismo instante) de administración, acumulación y reclusión a voluntad de cuerpos vivos y sanos...; ésos a los que nosotros, gente común y corriente en cuarentena, tendemos a considerar[nos] como personas.

     ¡Pero, bueno...! ¡Recuerden que yo estudié letras y filosofía y cosas de ésas, inútiles! ¡Yo sólo sé pensar y hacer galletas! Y éstas, no lo olviden, son meras suposiciones; cosas que se me ocurrieron mientras me ponía el tapabocas y los guantes de látex para salir a comprar comida.

Mutilación

Alarga las manos, ¡no las muevas!: vamos a cortar; será un pedacito, no más. Está fracturado, no hay nada qué hacer; los tumores son...