"¡Ah, sí!: el verano; sinónimo de
vacaciones en bola con los Porras, la familia de mi mamá, en Acapulco.
¿Íbamos todos los años?, no lo sé; mi sistema de memoria infantil es de
una pobreza espeluznante; pero hay un enorme archivero en un rincón de
mi cabezota que dice «Vacaciones» y está lleno de anécdotas maravillosas
y extrañas.
Cada vez que íbamos, por ejemplo, a la
ida o de vuelta, alguno de los carros que llevábamos se descomponía, y
curiosamente siempre nos deteníamos en Iguala, que a mis ojos de niña
era feo, polvoso y horripilante, a ver con qué compostura lográbamos
llegar a nuestro destino. A pesar de eso, me encantaba viajar en carro
–hasta la fecha– para sacar la cabeza como perro baboso por la
ventanilla y sentir el aire, tomar fotografías, maravillarme de las
soledades que debíamos atravesar para poder llegar a donde siempre he de
volver: al mar.
¡El mar!, ¡qué puedo decir que no haya
sido dicho ya, mejor y con más belleza de la que puedo alcanzar yo aquí!
Recuerdo que me llegaba el olor mucho antes de verlo, y sentía los
músculos de estómago y de las ingles brincar en terribles espasmos de
una expectativa que llevaba seis horas de viaje fraguándose en mi
interior; ¡el mar!"
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