#8
Carta a Lobacio, mi amigo imaginario
Mi más querido:
¿Es la tristeza un padecimiento? ¿O es,
más bien, un mal hábito, el lugar al que he ido a sentarme un rato casi todas
las mañanas, a desperdiciar mi tiempo?, a desear que estuvieras aquí para
poder platicarte todo esto y descansar en tu bondad...
He
vivido en un mundo de fantasías, Lobacio. Debí suponerlo; debí saber que la
literatura existe justo porque lo que cuenta sólo en ella habita. A excepción –tú
lo sabes– de Portland; pero, ¿no me estaré engañando, como me he engañado con
la amistad, una y otra vez; con el amor, mil veces; con mis estudiantes, tan
amados, cuya adoración acaba siendo, una vez y siempre en cada una, tren de una
sola vía? Precisamente hoy se abrió ante mí el abismo, pues supe que R. fue a la universidad a solicitar cambio de profesor, así que, ya ves, su traición es ya un hecho. Y escucho el llamado de la tristeza, quiere que baje con ella a los túneles pavorosos a los que me niego a
volver. Sin
embargo, he logrado resistirme y no acudí a su llamada; me aferré a tu recuerdo y al de otro, uno del que quiero hablarte hoy. Y es que, mira, tienes
que saber que hay uno –que existe, sí, aunque apenas– a cuyo lado caminé en un
sueño y cuya sola existencia disipa el miedo y los agobios.
Déjame
que te cuente mi sueño, te lo ruego; necesito contarlo para saber que fue cierto:
Era
de mañana, muy temprano; no habíamos dormido y llevábamos esa sensibilidad
alterada que se experimenta tras haber pasado la noche en vela; él iba hablando de sus
viajes, de su familia, y su voz había creado una especie de vacío en torno nuestro,
y conforme andábamos se fue haciendo claro que a un costado suyo había un
espacio, algo así como un hueco, que “por un azar que no busco comprender”
coincidía exactamente con la medida de mi cuerpo y mi persona. Alcé entonces el rostro hacia él y
fue como si no lo hubiera visto antes; como un giro del caleidoscopio: las
mismas piezas, mis propia mirada atisbando el mundo a través del mismo cilindro, el mismo juego de espejos, y sin embargo... su rostro era distinto, se presentaba de pronto
ante mis ojos resuelto en luz, suave y
definido. Sólo un giro y ahí estaba: belleza en puro.
Más
tarde ese día, ya despierta, coincidimos en una reunión y fue como en el sueño:
un hombre hermoso y varonil, lleno de imperfecciones. Perfectamente imperfecto.
No
va a quedarse, Lobacio; pero existe. A veces veo su silueta pasar cerca de mí;
otras veces me saluda desde la lejanía, pero yo sé que no va a regresar; lo sé,
porque nadie regresa nunca. Como tú. Pero él igual que
tú, me dio algo delicado y bello: fui feliz junto a él. Fui feliz, exactamente
como me sentí –como sé que me sentí, aunque ya no lo recuerdo– allá, en
aquellas tardes heladas bajo aquel cielo portentoso, tan lejano.
Así
que, ya ves, ¡la felicidad existe!; y está esperándome, allá, lejanamente allá,
adonde quién sabe si he de llegar o cuándo lo lograré.
Y
junto a él.
Él no lo sabe. Y está bien, ¿para qué querría enterarse? Pero su
recuerdo y el del sueño me han servido, como si fueran música o literatura,
como un pasadizo seguro hacia mi corazón, para no perderme en medio de la pobreza, de la
traición y la mezquindad, de la soledad, de las pérdidas, constantes; de la
tristeza.
Y es así como inesperadamente me encuentro, por primera vez en mi vida,
resistiéndome con toda mi alma a la
tristeza, combatiéndola con ese único pero poderoso recuerdo. Lobacio, la
felicidad existe, incluso para una marginada como yo.
Ojalá
también tú existieras.
Te extraño:
M.
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