Una profesora en la
maestría, la dra. María Laura, nos dijo una vez que, en términos
psicoanalíticos, cuando una persona no puede ni hablar ni guardar
silencio, grita.
Yo he gritado, en el
transcurso del último mes, ni más ni menos que cuatro veces, a
cuatro distintas personas; pero no fue sino hasta hoy que entendí,
final y cabalmente, a qué se refería la Doctora.
Gritas cuando tu
capacidad de guardar silencio se agota. Gritas, bien fuerte, cuando
no importa qué palabras uses, con cuánto cuidado o claridad
expongas tus argumentos, ni cuán amables o sarcásticas o decentes o
indecentes sean tus palabras, te das cuenta de que no estás siendo
escuchada.
Y entonces
gritas.
Pero, ¡qué escándalo
es que una mujer grite! A nadie le va a importar por qué gritaste;
las otras mujeres te tildarán de que eres “difícil”, aun a
sabiendas de que fuiste insultada de tal forma que gritar fue tu
única y final defensa. Incluso si tu grito estaba justificado, tarde
o temprano alguien dirá que, ¡bueno!, ¡lo que pasa es que tampoco
podemos olvidar que tienes el carácter muy fuerte! Y aunque todos
sepan, incluyéndote, que tu grito estuvo más que justificado, si al
que le gritaste fue a un hombre, te toca sentirte culpable; te toca
explicarte y justificarte, y bajar la cabeza y pedir disculpas. Y lo
haces, porque estás de acuerdo con que fue una falta de respeto.
Esto lo digo muy en
serio, no estoy siendo irónica: sí es una falta de respeto, la
cual, además, denota una falta de autocontrol, de contención, que
no es justificable. Y porque uno no puede ir por la vida gritándole
a los demás. Esto es un hecho.
Así que te disculpas,
sinceramente. Y te quedas esperando las disculpas que deberían venir
de regreso; las disculpas que te deben a ti por haberte presionado,
por haberte agredido, por no haber sido más compasivos con tu luto,
por haber abusado de que, por una vez, no mides 1.73 sino apenas 1.50
(porque estás en una silla de ruedas con la patita rota) y eso hace
más fácil meterte prisa, ignorarte, despreciarte...; ¿por qué
no?; ¿qué eres tú, a fin de cuentas?, sólo una mujer sin madre y
sin hombre “que no tiene quien la defienda” y que se rehúsa a
hacer lo que le dicen; que no se apura, que no se deja agandallar,
que insiste en decir lo que piensa, que insiste en ser tratada con
cuidado porque trae muchas penas cargando, que insiste en ser
tratada con respeto, y que es amable, amable, amable..., hasta que se
harta; hasta que se asusta, se desespera, se frustra y grita.
Entonces, bueno: las
disculpas; pero sólo de tu parte. ¡Es que eres tan difícil, de
veras! ¡Ve cómo sí te pones loca: ya hasta lo fuiste a escribir a
tu blog! “Yo estaba pensando en aceptar tus disculpas, cuando vi lo
que escribiste: eres una hipócrita, una mentirosa, una pinche vieja
loca, sigue inventando tus historias: nadie te va a creer...”
La cosa es que... hoy
aprendí esto: cuando gritas, cuando al fin gritas, en
realidad no le estás gritando a nadie en particular; ya sólo estás
gritando. Es un alarido, una llamada de auxilio que sueltas al aire,
con todas tus fuerzas, para no asfixiarte, para saber que tu voz sí
emite sonidos, que deberías ser escuchada por ése al que tienes
enfrente, que nadie debería darse el lujo de ignorarte de ese modo, que tienes derecho a ser tratada con cuidado pero, quién sabe
por qué, a nadie se le da la gana escuchar. Quién sabe por qué.
El precio es alto: has
dado nuevamente razones para creer que eres una mujer monstruosa.
Cuando vuelvas a estar de pie y de nuevo midas 1.73, todos te
volverán a tratar con ese respeto teñido de burla, y nadie olvidará
que gritaste.
Sólo que ahora tampoco
yo olvidaré que grité. Varias veces. A varias personas distintas.
No olvidaré por qué grité ni olvidaré que sólo una de esas
cuatro personas me sonrió con gentileza y me dijo: “grita, estás
en tu derecho; vas: yo sí aguanto el grito”; y que entonces
dejé de gritar.
Tengo buena memoria: no
olvidaré que, a veces, es necesario gritar.
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