El espectador no debe necesitar
de ningún pensamiento propio.
Adorno
y Horkheimer,
La industria cultural.
El texto “La industria cultural” de
Adorno y Horkheimer llena de asombro y de tremor; publicada por primera vez en
1946, resulta más bien espeluznante que siga siendo cierto todo lo que en el
ensayo se plantea.
Su
lectura escandaliza y uno se siente impelido a sacar a relucir los mil y un
textos de todo tipo para ejemplificar hasta qué punto todo resultó tal como lo
dice ahí e, incluso, peor. Podríamos así, de ejemplo en ejemplo, aunque sólo
los usáramos de cine, llenar muchas páginas de demostraciones, una detrás de
otra, de cómo llegamos al punto en que se han cerrado los sentidos de los
hombre mediante el Reloj de Control[1]
que nos han [hemos] instalado con paciencia, pieza por pieza. Sin duda, ha sido
un éxito: se ha completado el control de la conciencia individual.
Hollywood,
para no ir más lejos, produce de manera cotidiana todo lo necesario para hacer
efectivo lo que ya Adorno veía venir: la incapacidad del público para
diferenciar lo que ve en el cine de su vida cotidiana, lo cual es impresionante
porque está ante nuestros propios ojos, hasta qué punto nuestra realidad, en
definitiva, no es la del cine; y, sin embargo, la gente no lo ve. Y aplauden las cosas más horrorosas y mal
entramadas que pueda uno imaginarse; ahí están Harry Potter –el libro o la
película, da igual-, los vampiros entalcados de las películas de la saga Crepúsculo, la espantosa adaptación que
se hizo de los magníficos libros de J.R.R. Tolkien, y todos los demás ejemplos
de cine, literatura o música “sencilla y reciclada, y que nunca dice nada”,
como dice la canción.
Nadie
se crea a salvo de esta vorágine, hay para todos; la industria cultural sabe
que hay “cierto tipo de gente” a la que le gusta saberse mejor o más culta que
el resto, gente que no va a ver Crepúsculo
ni aunque le paguen el cine y le inviten las palomitas: también para ellos la
industria ha creado toda una “línea” de llamado Cine de Arte, aunque no todo lo
es; la gente de la que hablamos fue a ver Amores
Perros, Lost in translation, American Beauty, Del olvido al no me acuerdo y la saga completita de El tigre y el dragón, y salieron muy
contentos, sintiéndose muy cultos, pero que se quedaron dormidos con Tarkovsky,
y Biutiful les pareció espantosa porque
no le entendieron al final y mejor se fueron al Sanborns a quitarse el mal
sabor de boca, pero siguen yendo a ver Cine de Arte porque “hay que ir a verla”
y porque ha de haber gente pa’ todo, como dice Serrat.
Sin
duda; y para cada uno, la industria cultural tiene ya preparado algo; ya lo
decía Cortázar en el capítulo 71 de su Rayuela
cuando hablaba de un mundo plástico perfecto, a la medida de todos: “Es decir
un mundo satisfactorio para gentes razonables. ¿Y quedará en él alguien, uno
solo, que no sea razonable? En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En
alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna
risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino.”
E,
increíblemente, sí queda; aún hay varios necios por ahí que insisten en
componer música que a nadie le gusta porque “ni se entiende” y escritores que
nadie conoce porque lo que escriben no es “carne de publicación”; son textos en
los que “no pasa nada”, que van en contra del dictado de la industria cultural
de que “nada debe quedar como estaba, todo debe transcurrir incesantemente,
estar en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción t
reproducción mecánica garantiza que nada cambie, que no surja nada sorprendente.”[2]
Autores
a los que nadie conoce, además, porque se hicieron escritores escribiendo, picando piedra, y que han
creado cuentos que no divierten (diversión entendida como la describe Adorno,
como producto maquínico que pretende insensibilizar y arrancarle al individuo
toda posibilidad de contacto íntimo con su propio cuerpo o con su propia mente;
diversión como alienación), literatura que hunde al lector en sí mismo. Autores
que crean cositas ominosas y desagradables para el paladar estragado del Gran
Público, textos de una belleza rara y elegante que se resisten –ojo: con éxito–
a volverse mercancía.
Les
presento a Jesús Gardea.
Y
para activar, por oposición, las ideas vertidas por Adorno en su ensayo, propongo
la lectura del cuento “Hombre solo” contenido en Los viernes de Lautaro.
“Hombre
solo” es la historia de Juan Zamudio, que tiene 60 años y se dedica a vender
palomitas de metal que él mismo elabora y que vende en la plaza de su pueblo.
El día último de cada mes, Zamudio no va a trabajar, porque necesita estar en
su casa para arrancar, justo al mediodía, la hoja del calendario, pues está
convencido de que, en esa forma, “lo bueno le vendrá doblado y más de prisa”[3].
El cuento narra, precisamente, uno de esos días últimos de mes.
La
soledad de Zamudio es tal, que resulta para el lector difícil de enfrentar: “A
lo único que Zamudio no puede acostumbrarse es a la impertinencia de las
moscas. Y a alguna otra cosa, de por dentro, y que no sabe bien a bien de qué
se trata. Zamudio se defiende de las moscas matándolas con un periódico hecho
rollo. Pero de lo otro no atina a defenderse. No atina sino a sufrirlo”. Y es
esta soledad que carcome a Zamudio lo que el lector va sintiendo conforme lee;
no son más que cuatro páginas, no se necesitan más para abismar a una persona.
Pero para leerlas y sentirlas, para dejar que pasen por el cuerpo y le hinquen
a uno los colmillos en la mente, es necesario quedarse quieto con Zamudio,
imaginar sus árboles, sentir cómo conforme pasan las horas se van haciendo
charquitos de sudor bajo sus pies por el tremendo calor que hace y las muchas
horas que pasa sentado y quieto.
El
cuento presenta varios recursos estilísticos muy finos; resaltaré en particular
el uso de los ojos y de la mirada, pues en el entramado de las palabras se
forma un alto contraste muy bonito y absolutamente ominoso: “sonríe y tiene de
pronto en sus ojos más luz que agosto. Sus ojos son grises y desolados. Pocos
los pueden ver sin que sientan desértico el mundo. […] nunca mira a los ojos
del cliente, temeroso de perderlo. De ahí le ha venido la fama de perverso”.[4] Esto,
evidentemente, no puede ser llevado al cine; no le sirve a la máquina cultural,
porque ¿¡a quién pueden gustarle estas cosas!?; a esa gente hay que ponerla a
ver Titanic para que llore a gusto
cuando el Muchacho se muere por salvar a la Muchacha, tenga su dosis de drama y
se dedique a cosas mejores (o sea, trabajar, producir y divertirse con las
mercancías maravillosas y llenas de colores que se “ha ganado trabajando” y que
nadie se explica por qué no le gustan ni las compra).
Pero, más allá de la ironía, podemos ver
que ésta es una historia verdaderamente terrible; muestra dónde acabaremos
todos en cuanto lleguemos a viejos y despertemos del sueño de color de rosa de
los hijos que nos van a cuidar (y a mantener) y la pareja con la que vamos a
envejecer. Y es que, en realidad, no es difícil llegar a viejo solo; al
contrario, es de lo más común encontrar a gente muy grande arrinconada y con la
soledad mordisqueándole los tobillos en casas llenas de gente que los ignora de
manera absoluta. Es decir que, encima de todo, se mete con la intocable y sacrosantísima
idea de “familia”.
Es
tan terrible la historia, que transgrede de parte a parte todo lo que la
industria cultural ha construido con tanta paciencia; y es que producir
mercancía “artística” para gente que lee a Gardea es muy difícil. Lo mejor, entonces,
es simple y sencillamente no hablar de él; no reeditar sus libros; no
mencionarlo nunca. La regla de oro de la mercadotecnia es “si no lo ves, no se
te antoja”. Desafío al lector a conseguir Los
viernes de Lautaro de Gardea; si lo logra, lo conmino a que no lo preste
nunca: tiene en sus manos una rareza. Éste no sirve para ponerlo en la mesita
de la sala y que los amigos vean las cosas tan excelsas que uno lee, empero lo
cual, sí léalo; todos los cuentos son maravillosos, pequeños y elegantes; sin excepción,
son perfectos. Todos muerden. Ninguno es carne de publicación. Todo aquel que
escriba cuentos, debería pedirle al diablo escribir como Gardea cuando le venda
su alma.
Pero
es que a Gardea no lo conoce nadie, a pesar de ser, con toda probabilidad, de
la talla y aun me atrevo a afirmar, más alto que el propio Rulfo; ¡todo el
mundo conoce a Rulfo!, ha sido absorbido por la industria cultural y puesto de
moda al lado de Paz casi casi como héroes nacionales (que, bueno, sí; es bastante heroico hacerse famoso en
nuestro país escribiendo), y ninguno de estos dos son facilitos de leer. Sin
duda. Además, leer a Rulfo o El laberinto
de la soledad de Paz da prestigio a quien habla de ellos como si los
revisara todas las noches antes de dormir. En cambio, leer Los viernes de Lautaro sólo da para deprimirse en serio; y para
dejarse traspasar hasta que las manos tiemblen por la escandalosa tristeza de
los pelos rubios de Zamudio.
Y
entonces, ¿qué se hace?, ¿una campaña para que reediten a Gardea y le concedan
algún premiesote literario post-mortem
y todos lo conozcan y presuman que lo leyeron?; ¿Cómo para qué?: de todos los
argumentos que se leen en el ensayo de Adorno, con el que concuerdo de manera
total es este:
La
abolición del privilegio cultural por liquidación no introduce a las masas en
ámbitos que les estaban vedados; más bien contribuye, en las actuales
condiciones sociales, justamente al desmoronamiento de la cultura, al progreso
de la bárbara ausencia de toda relación.[5]
En otras palabras, las “masas” no van a
ser salvadas por leer a Cortázar o a Gardea o a Rulfo (porque a éste último
habría que leerlo por el puro goce de leerlo y no sólo por ganar prestigio), ni
la sociedad va a modificar sus formas de organización por ver a Tarkovsky.
Alguno quizá sí, pero sólo como individuo; los demás quedarán, como dice
Cortázar, “siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se
está mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes
agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y
por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia
se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media pare ingresar
en la era cibernética. Tout va tres bien,
madame la Marquise, tout va tres bien, tout va tres bien. Por lo demás hay
que ser imbécil, hay que ser poeta…”, hay que ser Gardea o Adorno para seguir
creyendo que escribir vale la pena.
Yo
aún lo creo.
Bibliografía
Adorno
y Horkheimer, “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Dialéctica de la Ilustración, trad. Juan
José Sánchez, Madrid, Trotta, 165-212p.
Cortázar,
Julio, Rayuela, cap. 71, México,
Alfaguara, 1991.
Gardea,
Jesús, “ Hombre solo” en Los viernes de
Lautaro, México, SEP, 1986 (Lecturas mexicanas, 61), 18-24p.
[1] Cf., Adorno
y Horkheimer, “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Dialéctica de la Ilustración, trad. Juan
José Sánchez, Madrid, Trotta
p.176
[2] Ibíd., p.179
[3] Jesús, Gardea, “ Hombre solo” en Los
viernes de Lautaro, México, SEP, 1986 (Lecturas mexicanas, 61), p.21
[4] Ibíd., pp.19-20
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