Desde que leí Poeta en Nueva York supe que había algo en ese condenado país, algo
que me iba a resquebrajar y a descascarar capa por capa hasta las semillitas que
descansan en el centro de mi corazón. Lo sabía; lo que no sabía es que iba a
ser TAN dulcemente; que me iban a quitar la piel como si fuera una fruta, a
golpes de amor y de belleza.
Y
es que, además, a mí nadie me dijo que en ese país a la Belleza no hay que
buscarla; se manifiesta enorme y magnífica en las calles, en los árboles, en su
gente, en su lengua; en el cielo. ¡Ah, el cielo! El cielo en México es alto,
airoso, leve, inabarcable; es inmenso e intocable; tan alto y tan extenso que más
allá de él se adivina el resto del Universo. Y las nubes son la marca de agua
del resto del Universo. El cielo en México es como el dios de los mexicanos: omnipresente
pero intocable, inabarcable, lejano. Y sus árboles son también altos y
esbeltos, de hojas leves; sus ramas parecen dedos largos y elegantes que se
estiraran hacia el cielo sin lograr nunca alcanzarlo; sólo lo anhelan.
Así
he vivido yo aquí, contemplando, llena de anhelo, el cielo, las nubes, los
árboles, todo lo que se alza, leve y etéreo, sobre mi frente. Inalcanzable. Y
yo debajo, enorme en la tierra, pero siempre empequeñecida, al margen, fuera de
lugar, rara y distinta.
Pero
he aquí que hay otro cielo en otra tierra.
En
esa otra tierra, todo es ancho, magnífico, terrenal y sublime; allá no hay un solo
Dios porque todo en esa tierra es uno con lo divino. Y el cielo, que cuando
llueve o nieva es gris como la plata sin bruñir, y cuando sale el sol se torna
profundamente azul como es azul el mar lejos de la orilla, es un cielo inmenso
pero bajito, como un cielorraso robusto, basto y magnífico que se tendiera a sí
mismo sobre nuestras cabezas, como un enorme tótem redivivo, peligroso y
protector, listo para envolvernos y enfrentar a un enemigo.
Es
un cielo al alcance de un abrazo.
Y
el aire es violento y está vivo; todo allá es grande y descarado, nada es
frágil, todo es contundente y con frecuencia también un poco amenazante. Pero el
viento no aúlla como aquí; ¡oh, no!, el viento en esas tierras corre raudísimo a
la par en tres, cuatro y hasta seis corrientes de aire distintas que se cuelan
entre las agujas de los árboles gigantes y yo no sé cómo, los hacen cantar…
¡¿qué viento es ése que se mete entre las ramas de los abetos y ahí se
transforma en canto, igual que las palabras viles se vuelven poesía en los
labios del que lee, como si el viento fuera un músico que tocara en el árbol su
instrumento con tremenda maestría y poderío!?
Una
mañana heladísima iba yo pasando junto a un abeto descomunal que habita en las
afueras de Concordia cuando sentí una ráfaga fortísima pasar de mí para meterse
en el abeto junto con otras tres distintas –dos por un costado, otra por debajo
de la copa del gigante perenne- y cruzó por entre las ramas formando remolinos
en su interior, como si fuera la caja de resonancia o los tubos de un colosal
órgano vegetal; y el árbol CANTÓ, yo lo escuché. Me quedé ahí paradita, muy
quieta, escuchando al viento tocar su instrumento; yo lo escuché cantar en una
armonía imposible y sin embargo, perfecta. Y al terminar, las ráfagas salieron,
salvajes, vueltas locas de alegría, agitando a su paso las enormes ramas que,
ante el empuje de ese viento y esa música, se sacudió bruscamente, soltando
toda el agua acumulada durante el aguacero nocturno. Entonces, el árbol-órgano que
se había vuelto nube me llovió encima y me empapó. Y yo me quedé ahí, pasmada,
enmudecida; y sólo salí de ese estupor porque un sollozo me atravesó desde
adentro, como el viento al árbol, y brotó en forma de llanto, que es el único
canto que yo, pobre instrumento, soy capaz de emitir al contacto con ese
recuerdo.
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