1.
Aléjate de los hombres
que toman por asalto la
conciencia;
aléjate de su crueldad,
de la blancura de sus manos
de la pulcra turgencia de sus
nardos.
Aléjate de su arrogancia
y no te dejes rociar el rostro
con el ácido de su displicencia:
¡aléjate de ellos!
Sólo pueden sembrar
desolación en tus trigales.
Son crueles y traen en los
labios
dagas envainadas, untadas con
miel;
sus rostros
desfigurados por un falso
infantilismo
sólo esperan el momento en
que te entregues
para rematar su urdimbre de traición
y ausencia.
2.
Tengo el corazón arrodillado y
lleno de pena;
me duelen el estómago y las
manos;
me arden sus palabras en la frente;
la angustia se volvió un sapo
grande y negro
que croa y vomita en mi pecho
y me llena de asco.
Me amparé bajo la sombra de
un ave de presa;
confundí sus alas con cariño
y creí
todos sus roncos graznidos.
Todos.
Todo le creí, tal como ahora le
creo
cuando se encoge de hombros
mientras
desde el pico le resbalan
gotas de mi sangre
como diciendo “quédate o vete”,
porque en verdad no le importa.
3.
Ya no estás perdido.
Ahora eres piedra volcánica:
fértil, basto y cortante,
frío y oscuro; y el amor entre
tus manos
se vuelve un desecho, un
pedazo de basura
podrida
que gotea y apesta y degrada
todo en torno suyo.
Si pudieras me patearías,
hasta matarme,
y arrojarías tierra y piedras
sobre el cuerpo
para no tener que verlo,
para ni siquiera recordarme;
para no deberle nada a nadie.
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