Al volver de
Tequisquiapan y entrar por fin en la carretera, la visión del horizonte extenso
ante mis ojos y de la carretera misma ante nosotros me puso en un estado muy
chistoso, como si me hubiera caído por el agujero del conejo blanco y empecé a
pensar en si los últimos 30 años de mi vida serán como los primeros… A fuerza
de mirar campo labrado y atrás los cerros y más allá más horizonte, llegué a
la conclusión de que no; pero luego vi más campo y vi las casas en medio de las
milpas, y más bien deseé
que no fueran iguales.
Y es que de pronto se me figuró que si todos quieren volver a ser jóvenes, no
es porque quieran volver a vivir lo vivido sino, justamente, porque quieren
hacer lo que harían hoy y sabiendo lo que saben ahora, pero sin el peso, sin la
prisa de
llevar ya 40 y pico ya vividos, y que todo haya resultado tan distinto de lo
que creímos que sería…
No sé, pues. Yo fui muy parca, muy torpe y muy económica con mis sueños cuando
era joven. Yo sólo quería salir, viva y de preferencia de una pieza, de las
cavernas brutalmente oscuras por las que me deslicé desde niña, hacia la luz
que leía en la literatura que devoraba, hacia las calles donde la libertad
permitía componer la música que me mantenía viva mientras transcurría mis días
y sobrevivía a las noches susurrantes en las que
crecí.
Treinta y nueve años después descubrí que lo había logrado; que me había
llevado más de media vida, pero lo logré. Me faltan varias piezas –entre otras,
un riñón– pero estoy viva y, aunque ya no soy joven, sí soy libre y tengo el
corazón intacto.
No me voy a andar con puterías: ni le tengo miedo a la muerte, ni es esto un
discursito positivo y sonriente de “todo lo bueno que me depara la vida”. No,
no; seré fiel a mí y a mis cicatrices: no me gustó ser joven; odié las cavernas
y detesto el hecho de haber invertido toda mi juventud en escapar de ellas.
Agradezco cada momento que vivo ahora en libertad, pero lamento profundamente
todo el tiempo perdido. Lamento todo el miedo y la prudencia, y el no haber
tenido los arrestos para concebir a una hija. He hecho lo mejor que he podido a
cada momento, dentro y fuera de la luz, pero mi personalidad se forjó en la
falta y la carencia, y es por eso que no hallo el modo de suplir los amplios
huecos, los hondísimos silencios de mi vida. Así que dejé de intentarlo y,
simplemente, vivo en falta, siempre.
Supongo que la vejez, al igual que la muerte, es algo que cada quien
experimenta de un modo íntimo y nuevo, nuevo cada vez para el que lo vive
aunque en cierta forma, sea una experiencia compartida. Aún no me puedo llamar
“vieja” pero definitivamente ya no soy joven. Me gustan las arrugas que van
apareciendo, pero no los carrillitos de hámster que me cuelgan a los lados de
la cara de un tiempo a esta parte; y pasarán años antes de que tenga que
teñirme el cabello, pero me sorprendió la naturalidad con que una de mis
exalumnas (una mujer jovencísima que anda traumada porque ya tiene 28 años,
háganme ustedes el rechingado favor) me escribió que le gustaban mis
publicaciones porque “la gente mayor siempre se está quejando”, y al leerlo
entendí que yo era una de esas “personas mayores” pero aparentemente yo, al
menos, hacía el favor de no andarme quejando todo el tiempo.
Lo más patético es que me encogí de hombros y pensé: “vaya, pues: he vivido en
el error; ¿qué no “mayor” es cuando uno cumple 60 y muchos?” Pos no: 43 son
suficientes para ser mayor. No me opongo; sólo me agarró de sorpresa esto
de envejecer.
Me agarró de sorpresa y trajo consigo algo que no sentí de joven: me llené de
prisa y de impaciencia; ahora quiero todo lo que antes no supe desear para mí.
Sin embargo, puesto que mi vida no sólo no ha sido como la de nadie más, sino
que su diferencia es pronunciadísima en comparación con la de mis amigas y
compañeras, mi presente es distinto y extraño para todos. Con frecuencia ni yo
sé decir cómo puedo vivir como vivo…; en lo que somos todas iguales es en el
deseo de ser quien soy, con la experiencia y lo vivido, pero con menos años,
menos dolores y las ilusiones aún vivas.
Confieso, pues, que no renunciaría a uno sólo de los años que he vivido –porque
me costó mucho, pero de veras MUCHO trabajo
vivir cada uno–, pero la verdad es que sí quiero, sí, otra oportunidad. Una, no
más. La quiero para aprender a vivir.
Sus palabras me atravesaron, reconocí ese perpetuo avanzar para buscar estar a salvo, en mi caso es casi huir y encontrar en el conocimiento el otro mundo, el agujero maravilloso que no logro ver por sentirme en perpetua falta! Estas palabras-las suyas- vinieron a enunciar el revoltijo existencial que traía-traigo. Tanto milagro no puede ser en balde y tomaré su reflexión última para no encontrarme a las prisas en unos años: "ahora quiero todo lo que antes no supe desear para mí." Eso incluye hacer que usted se detenga un momento y se entere que su post fue valiosísimo para mi, su tímido lector.
ResponderEliminarCon frecuencia encontramos en otros las palabras que no nos sabemos decir a nosotros mismos, sí. Muchas gracias por leerme y dejarme saber que mis prisas ayudan a los demás.
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