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Foto: Adolfo Vladimir @Cuartoscuro |
Quienes
me conocen saben que yo sirvo para muy poco; apenas si sé hacer
galletas y pensar, y eso es todo. Eso sí, las dos cosas me salen
muy, muy, pero de veras muy bien. Y como estamos en cuarentena
y se me da bien lo de pensar, pues he estado pensando. Meras
suposiciones, que conste; no más que suposiciones...
Estoy
pensando, por ejemplo, que esto de la cuarentena por el covid-19 no
me checa. Digo, ya sé que las “cifras oficiales” nunca van a
coincidir con las reales, pero, insisto, esto no checa. Aun si fueran
millones de contagiados en México, no hay muertos, ni está enfermo
nadie a quien yo conozca, ni nadie a quien mis amigos o familiares
conozcan, lo cual, de alguna manera si se quiere empírica e ingenua,
me sirve al menos de termómetro para saber que la cosa no es tan
grave. Y entonces la pregunta -una de muchas preguntas que me
rondan- es: ¿qué no se suponía que el coronavirus era
contagiosísimo? No sé cuántos miles de inconscientes fueron al Vive
Latino hace tres semanas, y sólo hay dos contagiados conocidos. Le
pregunté al respecto a una amiga mía que sabe mucho sobre este
virus, y me explicó que es imposible conocer las cifras “reales”
porque cientos de personas se contagian pero no presentan síntomas.
Más
preguntas: si no tienes síntomas, ¿estás enfermo? O sea
-reformulo-: si se te pega el virus pero no presentas síntomas,
¿estás enfermo o no estás enfermo? ¿Hay afectación en alguna
parte del cuerpo si te contagias pero no desarrollas síntomas? ¿Qué
significa que no desarrolles síntomas, que eres un arma cargada
pero con el seguro puesto? ¿Son los síntomas la enfermedad misma?
Es más: ¿podemos hablar de una enfermedad en este caso?
Hay
una pregunta cuya respuesta sí me sé (una de las pocas): si no
tienes síntomas, no te vas a morir mañana de coronavirus; pero si
sí los tienes, tus posibilidades de sobrevivir son del 98%. Está
padre, ¿no?
¿O
no?
Más
preguntas: ¿por qué estamos deteniendo la economía de más de la
mitad de los países en el mundo por una enfermedad que no provoca
síntomas, y cuando los provoca sólo mata al 2%? ¿A qué viene el
despliegue bestial de poder al administrar los cuerpos vivos -y
sanos, no hay que perder esto de vista: vivos y sanos- de
billones de personas en nuestro mundo, todas encerraditas en sus
casas?
Y
entonces, a ver, estoy pensando en lo que sé acerca de la guerra,
cualquier guerra; dice mi profesor de filosofía e historia en el
doctorado -un doctor muy listillo él- que la Historia no es maestra
de nada, que la Historia no está para aprender nada de ella. Yo me
permito una respetuosa expresión que usaba mi abuelo Porras: “¿¡a
poco!?”; porque, vaya, suponiendo que esto fuera cierto, cada quien
puede tomar enseñanzas de donde le plazca y sea capaz de
adquirirlas. Entonces: por lo que sé sobre estos asuntos, las
guerras sirven para una de dos cosas (o ambas a la par, según): para
control poblacional o bien, para reactivar la economía de los
implicados, aunque esto último es un albur ya que depende de quién
gane: el que salga “victorioso” reactiva su economía; al que
pierda se lo lleva el carajo.
O
sea, la Historia no enseña nada pero, ¡cómo se repite!
Sigo
pensando; y entonces -¡ah, sí: aquí vienen las teorías de la
conspiración!, esa suerte de callosidad mental que se forma cuando
lees mucho a Foucault- me viene este pensamiento al que llevo ya un
par de semanas dándole vueltas: creo que estamos en medio de una
guerra biológica, diseñada para reactivar unas economías y
desmadrar otras. Si estoy en lo cierto, se trata de una guerra muy
bien pensada y, quién lo diría, muy bien cronometrada. Quien la
diseñó y, sobre todo, quien pagó por ella, no responde a los
intereses de ningún país en concreto; estaríamos hablando de un
“ciudadano del mundo”, digamos; alguien como un Señor de la
Guerra, de esos que le venden armas/mujeres/drogas a quien mejor las
pague.
Así,
pues, si esto es una guerra y alguien pagó por su diseño y
operación, es claro que no la puso en marcha para controlar el
número de personas vivas sobre la faz de la tierra (a menos que el
porcentaje de mortandad de covid-19 cambie, esto es un hecho), sino
más bien para... ¿qué, exactamente? Ahí está, ¿ven?, justo es
ésta la pregunta (y ojo, porque ésta SÍ es La Pregunta): ¿para
qué echaron a andar una guerra biológica que ataca
discriminadamente (porque, a ver, ¿cuándo habíamos visto un
virus tan específico en su ataque?), primero a China, luego a
Europa y luego a América?; un virus que enferma a todos pero no mata
a casi nadie con excepción de los más viejos y los más frágiles,
de preferencia varones, y que usa a los más jóvenes de
soldados/portadores...
Y
es que, a ver, si esto no es una guerra biológica ni covid-19 es un
arma, sino que se trata nomás de una molécula virulenta pero
inocente que se puso loca y nos contagió a todos -¡caray!, pues ya
ni modo-, y como no tenemos ninguna cultura médica ni tecnología
farmacéutica, pues no tenemos medicamentos ni vacunas que nos
defiendan contra el virus en cuestión...; y entonces nuestra única y
sola defensa es escondernos en nuestras casas y rogarle a Dios -o
al Universo o a la pared de la Biblioteca, o a quien se deje y
parezca querer escuchar- que nos dispense de esa muerte.
Si
esto es así de azaroso, entonces, ¿para qué nos escondemos?;
¿tiene algún sentido? ¿No sería más lógico que se recluyeran
exclusivamente quienes, por contar con uno o varios “factores de
riesgo” (¿mismos que quién definió...?) están potencialmente en
riesgo de muerte?; y conste que yo misma estoy más que incluida:
tengo hipertensión, muchos más de 40 años, tabaquismo, obesidad, y
se me ocurren cosas políticamente incorrectísimas...
Recuérdenme,
por favor: aquellos que sólo son portadores pero no se enferman, y
aunque presentaran síntomas no se van a morir, ¿como por qué
tienen que recluirse?
¡Ah,
sí!, ya me acordé: para protegernos a los que sí podríamos ir a
dar con nuestro nombre a una urna mortuoria, ¿correcto? Pero
entonces, otra vez, pensando en la urgencia de resguardar la
confianza en el propio esfuerzo, en la rutina que aporta seguridad
cotidiana y en el propio trabajo diario, ¿no sería mejor para todos
que sólo quienes estamos en riesgo nos enclaustráramos? Digo, si
vamos a jugar la carta de la “empatía” y la “solidaridad”,
podríamos ser más generosos los en-riesgo y permitirles a los demás
que vivan sus vidas sin amarguras virulentas; estoy pensando en esos
millones a los que se los está cargando la chingada porque perdieron
el trabajo, porque cerraron sus negocios, porque viven al día pero
en cuarentena el sol no sale, parece estar velado por el miedo (¡ah,
sí!, ¡ya salió la bolita: el miedo, tan útil en tiempos de
revoluciones sociales, de despertares, de tomas de consciencia! ¡El
miedo, esa arma tan poderosa!). Y estoy pensando también en todos
los papás que verdaderamente adoran a sus hijos pero que nunca en su
vida habían pasado con ellos más de tres horas al hilo y menos
encerrados, ¿¿a qué padre o madre se le había pedido semejante
salvajada en la historia de la humanidad?? ¡Ah, sí; ya me acordé
cuándo!: cuando fueron judíos u homosexuales o miembros de la
resistencia y tuvieron que esconderse durante meses para que no los
mataran; y también cuando hubo una peste (o dos) que arrasó Europa
y sólo dejó viva al 5-25 por ciento de la población.
Pero
no, a ver; no puede ser, ¿verdad que no?; el covid-19 sólo mata al
2%. Entonces, otra vez, ¿por qué hay que encerrarse?; no me queda
claro.
También
estoy pensando que otra característica de las guerras -una muy
peculiar- es que de lo primero que aparece -a la par, de hecho, del
mercado negro- son los movimientos de resistencia, cuyos miembros
habitualmente son personas con muy buena memoria histórica; personas
que hacen preguntas y que saben muy bien que quienes pelean en las
guerras, vivan o mueran, siempre pierden. ¿No les parecen
interesantísimas las prácticas de resistencia en estos nuestros
tiempos de coronavirus: gente que canta desde sus balcones en las
noches; policías que bailan o juegan a las escondidillas desde sus
patrullas para entretener a los niños aburridos y a los adultos
agotados? Ustedes no lo van a creer, pero éstas califican para
prácticas de resistencia, sólo que como esto “no es una guerra”,
dichas prácticas -que nacen aparentemente del aburrimiento-
encuentran su origen en la sospecha de que estamos siendo engañados,
y al mismo tiempo en la certeza de estar siendo perseguidos, de que
el pánico que se siente es real y, por lo tanto, la amenaza es real.
Y,
miren, sí: ¡por supuesto que es real! Sólo que no estoy segura de
que la amenaza en cuestión sea el covid-19; no estoy para nada
segura.
A
mí la práctica de resistencia colectiva que más me gusta es la de
mi barrio; hay un discurso curioso en las acciones de mi gente, que
dan a entender algo así: “el covid-19 sí existe y lo más seguro
es que sí mate gente; seguro ya nos cargó el payaso y, por lo
tanto, vamos al carajo: andamos en la calle sin tapabocas, está
abierto todo, desde los cafés hasta la florería, pasando por la
peluquería y los tacos de carnitas. Si de todos modos nos vamos a
morir, ¿para qué nos asustamos y para qué nos encerramos?”. Yo
no comulgo con este pensamiento y todavía no estoy segura de que no
sea simplemente otro despliegue del egoísmo y la mezquindad, tan
arraigados en la personalidad del mexicano; pero no puedo dejar de
lado la posibilidad de que se trate de una sublime red de
compatriotas en resistencia. De verdad que no lo sé.
Ahora,
¿qué les parece si hacemos, nomás para entretenernos, un poquito de ciencia ficción? Si estuviéramos en
este momento en una guerra biológica, henos aquí frente a varias
incógnitas: no hay armas, sólo un virus; contamos con tecnología
que nos permitiría -si fuera ético y legal (y económicamente
redituable)- clonar a un ser humano, pero no tenemos ninguna medicina
para pelear contra un virus cuya existencia conocemos desde hace al
menos un par de años; no hay soldados, sino sólo portadores del
virus (lo que sí hay es ejército en las calles de varios países
europeos, persecuciones contra quien se atreva a estar enfermo,
toques de queda, suspensión de garantías individuales, violación a
los derechos humanos de trabajadores temporales y demás medidas
fascistas, dignas de una dictadura, y hambre; sobre todo, hay
hambre); finalmente, el índice de mortandad es del 2% y, sin
embargo, estamos encerrados en nuestras casas, muertos de miedo. ¿Les
cae que esto sí cobra sentido en sus mentes, queridísimos lectores?
(Y,
por cierto, ¿qué ecos producirá en el aparato psíquico de los
europeos, particularmente de quienes viven bajo regímenes
monárquicos, el hecho de que este virus tenga una corona?; es
pregunta seria.)
Ya
por último, sólo me queda ésta, que por una vez no es una pregunta
sino una certeza: a todas las guerras les sigue una posguerra;
¿sabían ustedes que gente que logró sobrevivir a la guerra, no
soportó la posguerra? ¿Saben por qué?, porque durante la guerra el
dinero se mueve; se mueven muchísimas cosas, de hecho: armas, oro,
personas, tapabocas, papel de baño, alcohol, ventiladores, material
de curación, agua, comida enlatada y otras muchas, muuuuchas cosas.
En cambio en la posguerra, no hay más que muertos y hambre y malos
recuerdos y países enteros por reconstruir. Eso queda. Ya no hay
comercio, ni “ayuda internacional”, ni mercado negro, ni dinero,
ni nada. En la posguerra lo único que quedan son los sobrevivientes
que deberán levantarlo todo a mano limpia. Eso queda.
En
nuestro caso, como esto “no es una guerra” y el covid-19 “no es
un arma biológica” en uso, lo más que puede suceder es un
cambio de esquemas económicos a escala mundial; un cambio basado en la
experiencia súper exitosa (ésta que estamos viviendo en este mismo instante) de administración, acumulación y
reclusión a voluntad de cuerpos vivos y sanos...; ésos a los que
nosotros, gente común y corriente en cuarentena, tendemos a
considerar[nos] como personas.
¡Pero,
bueno...! ¡Recuerden que yo estudié letras y filosofía y cosas de
ésas, inútiles! ¡Yo sólo sé pensar y hacer galletas! Y éstas,
no lo olviden, son meras suposiciones; cosas que se me ocurrieron
mientras me ponía el tapabocas y los guantes de látex para salir a
comprar comida.