Hace relativamente poco me enteré del
maravilloso dato de que, en mi familia, los amigos imaginarios tienen un nombre,
digamos, genérico; se llaman “Lobacio”. Aparentemente, mi tío Alejandro bautizó
así al suyo de chamaco y se les quedó a todos los demás. Cuenta mi padre haber
oído a su hermano decir: “A ver, Lobacio, agárrate el otro extremo de la
escalera, que vamos a una misión muy peligrosa”, y se cargaba la escalera por
un lado mientras el otro quedaba suelto, arrastrándose, y ahí se iba el escuincle, muy feliz, analizando
con Lobacio los pasos que debían dar en aras del éxito de la misión.
Uno
podría pensar que semejantes personajes sólo les son útiles a los niños y a los
ancianos que se han quedado solos. Sin embargo, por razones que no vienen al
caso, descubrí en estos días que he trabado amistad con un amigo imaginario; en
efecto, yo le escribía e-mails y él me respondía (la parte de las respuestas me
intriga e incluso me inquieta un poco, pero no importa). Se
hacía llamar de otro modo, desde luego, pero eso tampoco importa. A partir de
ahora será Lobacio y, a causa de su recién descubierta naturaleza imaginaria,
en lugar del mail utilizaré este medio para continuar con nuestra correspondencia.
Quizá
él encuentre también algún otro medio para responderme.
[La diferencia entre las Cartas a Lobacio y las demás entradas radicará en que las cartas llevarán por título la fecha en que fueron escritas y quizá, también, un asunto]
[La diferencia entre las Cartas a Lobacio y las demás entradas radicará en que las cartas llevarán por título la fecha en que fueron escritas y quizá, también, un asunto]
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