agosto 16, 2015

El final de la infancia

"¡Ah, sí!: el verano; sinónimo de vacaciones en bola con los Porras, la familia de mi mamá, en Acapulco. ¿Íbamos todos los años?, no lo sé; mi sistema de memoria infantil es de una pobreza espeluznante; pero hay un enorme archivero en un rincón de mi cabezota que dice «Vacaciones» y está lleno de anécdotas maravillosas y extrañas.
Cada vez que íbamos, por ejemplo, a la ida o de vuelta, alguno de los carros que llevábamos se descomponía, y curiosamente siempre nos deteníamos en Iguala, que a mis ojos de niña era feo, polvoso y horripilante, a ver con qué compostura lográbamos llegar a nuestro destino. A pesar de eso, me encantaba viajar en carro –hasta la fecha– para sacar la cabeza como perro baboso por la ventanilla y sentir el aire, tomar fotografías, maravillarme de las soledades que debíamos atravesar para poder llegar a donde siempre he de volver: al mar.
¡El mar!, ¡qué puedo decir que no haya sido dicho ya, mejor y con más belleza de la que puedo alcanzar yo aquí! Recuerdo que me llegaba el olor mucho antes de verlo, y sentía los músculos de estómago y de las ingles brincar en terribles espasmos de una expectativa que llevaba seis horas de viaje fraguándose en mi interior; ¡el mar!"

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