julio 05, 2011

Hoy vi a Juan Salvador Gaviota

El día de hoy se me ocurrió ir al Centro, a mi cafecito preferido que está en la calle de Gante, así que me seguí en el metro hasta Isabel la Católica con la idea de aprovechar y pasearme desde ahí hasta Gante.

De entrada, se me olvidó el paraguas en mi cubículo; pero como ayer no llovió y hoy traía yo un ataque de optimismo, decidí que seguramente tampoco hoy llovería (ajá). Total, llegué a la susodicha estación, salí a la calle y me encontré con unas gruesas nubes que empezaban a dejar caer unos goterones molestos, de esos que le atinan exactamente a los lentes para que no veas nada y te diviertas más. Entonces empecé a caminar rápido, rápido, llegué a la esquina, la doblé y seguí con mi paso veloz como dos cuadras antes de darme cuenta de que no reconocía nada. Pero como soy necia, le seguí otra cuadra antes de aceptar que había salido por el sur y no por el norte de Isabel la Católica (o sea que, como dice Silvio en una rolita, "no iba para acá sino al revés"). Para entonces ya estaba lloviendo en serio. Aun así, quién sabe por qué, yo seguía optimista; entonces vi pasar un camión que, entre muchas otras cosas, decía "metro Allende", así que corrí como loquita y me trepé.

Y ahí iba yo, muy feliz en mi camión, como si anduviera en una Ciudad extraña y la estuviera descubriendo. Cuando me bajé en Madero, la lluvia-en-serio se había convertido en una Señora Tormenta; en lo que corrí de la puerta del camión a la marquesina del Mixup, no más de 10 metros, me puse una empapada bien padre. Y yo feliz de la vida, ¿pues qué bicho me habrá picado?... ya no se me han subido arañas... Total que me quedé ahí un buen rato, viendo llover. Hubo un punto en que la lluvia se dejó venir todavía más recia y en cortinas; se me figuró que Dios estaba leyendo un libro y al pasar las hojas provocaba esas ráfagas, las cuales, al chocar con el techo del Templo de la Profesa, formaba pequeños torbellinos de agua y viento, una cosa verdaderamente fabulosa y que, por supuesto, nadie más veía: mis compañeros de espera miraban la tormenta, mudos, con un aire tan abatido que parecía que se iban a poner a llorar de desesperación en cualquier momento.

Yo, por mi parte, estaba absolutamente facinada; la Profesa, para más datos, es más antigua que la Catedral, o sea que la han de haber levantado por allá del siglo XVII; imagínense ustedes por favor los saltos de agua de piedra antiquísima, casi vivos de tantísima agua que brotaba de ellos, como si el Templo se hubiera convertido en una fuente inmensa. Una paloma perdida atravesó la tormenta tratando de alcanzar un refugio; estaba lejos pero se podía apreciar el esfuerzo de los músculos de las alas por tomar las corrientes que se formaban con las ráfagas de aire; traté de imaginarme qué se sentirá que te caiga un aguacero así encima cuando sólo eres del tamaño de un libro no muy grande; por un momento pareció que se desplomaba, pero enseguida encontró una nueva corriente y remontó el vuelo bajo la lluvia; la perdí de vista y me acordé de Juan Salvador Gaviota, una de mis lecturas más amadas cuando tenía trece años o por ahí... ¡qué cosa tan espectacular!; si alguno de ustedes tuvo la suerte de leer ese libro muy joven o en un estado emocional que le haya permitido llorar con él, entenderá la emoción tan profunda que sentí cuando vi aquella paloma y me pregunté si no sería él, Juan Salvador Gaviota, de carne y hueso, luchando ante mis ojos contra una tormenta.

Mi atención regresó al Templo; yo sentía que estaban sucediendo muchísimas cosas en tan solo un ratito. Saqué mi ípod para grabar el choque del agua contra el Templo, pero la luz daba de frente y el estúpido bicho se lampareó y sólo se ve la silueta del edificio en alto contraste. Hasta que me vieron tratando de grabar, mis acongojados compañeros se dieron cuenta del espectáculo que se desarrollaba frente a nosotros. Y en vista de que no pude grabar nítidamente nada, nos limitamos a contemplar los torbellinos sobre el techo, los tremendos chorros de agua escupidos por los saltos de agua y la belleza sin adornos de aquella tormenta. Belleza en puro.

La lluvia fue amainando poco a poco, como... como la escena de Rigoletto en que el coro hace la voz, precisamente, de una tormenta y la hija de Rigoletto, Gilda, va caminando hacia la cabaña donde la espera el malvado duque para echársela al pico; ella va llena de dudas y de miedo, y conforme va acercándose, el coro arrecia su canto, hasta que por fin su indecisión se torna firmeza al concluir que esa es la única manera de salvar a su padre; entonces la tormenta cede, pero muy poco a poco, hasta que desaparece en un murmullo de las mezzosopranos.

Pues no quiero ser presumida, pero hoy vi a esa tormenta cantando sobre la Profesa.

El aguacero amainó hasta quedar en gruesos goterones aislados que me permitieron caminar a buen paso hasta mi cafecito, el cual... ¡estaba inundado!; literalmente llovía adentro del local. Habían arrimado mesas y sillas al único lugar medio seco, y desde ahí el dueño del local miraba con resignación aquel desastre; hay que entender que este señor llegó a México huyendo de Franco y desde entonces vive aquí, más mexicano que español a estas alturas del partido, pero para siempre exiliado; es de esperarse que no se ponga a llorar por algo como un local inundado. Me saludó al verme, señaló el local con un leve alzamiento de hombros y me dio las gracias por haber ido. Sólo entonces me sentí un tanto desconcertada; todo mi periplo se había debido a la certeza de llegar a mi cafecito, sacar mi cuaderno y ponerme a escribir con una maravillosa taza del café tan buenísimo que hacen ahí. A saber si será más caro arreglarlo que mandarse mudar; ojalá que lo reabran pronto, es mi lugar favorito (junto con la mesa de mi comedor) para escribir.

Sin embargo, la cosa terminó bastante bien; el cafecito fue sustituido por una librería donde me desquité comprando un par de libros que, nomás que los lea, les platico qué tal están, y una película que perdí hace algunos años y de la cual soy nuevamente la feliz propietaria a cambio de 65 pesotes, la de Tous les matins du monde, cuya música es interpretada, nomás, por Jordi Savall.

Llegué a mi casa empapada, con los pies protestando seriamente por la humedad que se coló a través de mis pobres botas agujereadas, los brazos entumecidos por el peso de la bola de mugres que siempre ando cargando y completa y absolutamente feliz. Hoy me sentí bendecida.

4 comentarios:

  1. Qué deliciosa experiencia. De las veces que uno entiende lo el vaso medio lleno y medio vacio; y, también, de nuestra capacidad de ver la vida con optimismo y utilizar nuestro conocimiento para entender ocmo una lluvia canta sobre una iglesia histórica en medio de lo que podría ser "la nada". Un abrazo.

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  2. Que barbara¡¡¡ hasta se me antojo haber estado ahi contigo. Mama

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  3. Viva la lluvia, sigue escribiendo asi.

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  4. Tu texto me recordò uno de Julio que se llama "Posibilidades de la abstraciòn". El texto termina con una imagen bellìsima, acuática y entrañable como tu fuente de la profesa, de otra fuente que parece brotar en el aire, y que en realidad son las làgrimas de la secretaria del protagonista, que llora porque su jefe ha sido despedido. Es un texto muy bello y muy cercano al tuyo en espíritu.
    mmm ahora que lo pienso, leerte me hace recordar otras cosas, como la lectura de Juan Salvador Gaviota, tambièn lo leì en la secundaria y mi libro casi se deshace de tanto que lo leía ji, esas cosas pasan!
    Diana del Ángel

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