octubre 11, 2015

11 de octubre de 2015- Fairytale

#6 Carta a Lobacio, mi amigo imaginario


Mi amigo querido:

Hoy te voy a contar un cuento de hadas. En realidad, no aparece en este cuento ningún hada y lo único mágico es una poción que el protagonista tomaba por las mañanas para volver a la vida. Aun así, te aseguro que es de hadas, porque cuenta la historia de un amor y la dura prueba que pasó. Además, dicen que esta historia es cierta; yo creo que, en todo caso, podría volverse verdad en cualquier momento; uno nunca sabe. Vas a ver qué bonita:

Había una vez un muchacho llamado Sawyl, el cual tenía los ojos tan claros, que parecía la superficie de un lago en el que se reflejara un cielo azul, limpísimo y profundo. Sawyl era muy inteligente y un poco pagado de sí mismo, pero de corazón generoso. Un día, decidió viajar muy lejos, a un país donde necesitaban a un muchacho como él para sembrar la paz. Y se fue muy, muy lejos, y vivió muchas aventuras junto con sus compañeros, con quienes, aunque no logró la paz que soñaban, aprendió muchas cosas sobre la naturaleza de los hombres.
       Un día, una chica llegó. Se llamaba Kavir. No era hermosa, ni siquiera bonita; pero tenía un aire como de estar desvalida y, al mismo tiempo, contenida, que lo llenó de curiosidad; así que se acercó a ella y comenzó a platicar. Al principio, ella no le prestó demasiada atención, pero él se esforzó tanto, que acabó por aceptar su charla y una tarde, como quien no quiere la cosa, ella le sonrió; ¡y fue aquella una sonrisa espléndida, la sonrisa más bella que él había visto nunca! Y se enamoró perdidamente.
       ¡Cómo se hizo ella del rogar! Pero es que ella era práctica y creía que aquella relación estaba destinada al fracaso, porque resulta que la noche había tendido sobre su piel su manto de oscuridad y Kavir temía –con muy buenas razones–  que a la gente, empezando por sus familias, no le iba a gustar que la noche de su piel se mezclara con el cielo de los ojos de Sawyl. Sin embargo, él estaba tan enamorado y era tan impetuoso que no quiso escuchar razones; por el contrario, cada vez presentaba argumentos nuevos y más osados acerca de que el amor todo lo puede, y poco a poco la fue convenciendo de que eran el uno para el otro, a pesar de las obvias diferencias. Y así, finalmente, la convenció. Y se casaron. Y ella tuvo razón, pues desde el principio tuvieron toda clase de problemas, porque la gente no podía aceptar esa unión.
       Sin embargo y contra toda la práctica lógica de ella, resultó que también él tuvo razón y a cada problema que enfrentaban juntos, le encontraban siempre una solución. Así pasaron los años; llegaron los hijos, con la piel color canela, la sonrisa espléndida de ella y la inteligencia deslumbrante de él. Ellos, mientras tanto, maduraron; los hijos se fueron para casarse, y  llegaron los nietos. Para entonces, su matrimonio era viejo y las muchas pruebas a que se habían visto sometidos no eran sino recuerdos lejanos.
       Y quisieron los dioses que una última prueba fuera impuesta.
       Hacía tiempo que Kavir y Sawyl habían dejado de amarse y, más bien, se habían acostumbrado el uno al otro; en los últimos años, los días buenos se dedicaban a darse por sentados, mientras que en los días malos simplemente no se explicaban cómo habían llegado a esa cama, ella con ese viejito loco, él con esa mujer tan tonta.
       Sawyl, a pesar de que ya era un hombre mayor, seguía con su trabajo de viajante, ofreciendo sus mercancías. Y quiso el hado que, un día, conociera a Nienna.
       Nienna era común como las flores al borde de las carreteras y sólo tenía una humildísima belleza que la edad había ya comenzado a arrebatarle: la cascada cobriza de su pelo. Aparte de eso, nada en ella era especialmente llamativo, salvo por dos detalles: la gente decía de ella que era una bruja y por eso la temían; pero eso a Sawyl no le importó, porque resultó que su alma era una copia al carbón de la de él; era como si hubieran nacido con corazones gemelos. Comenzaron por bromear, pero pronto se pusieron serios y empezaron a discutir sobre distintas cosas, y tanto tenían para decirse y contarse, que hablaron toda la tarde y toda la noche. Cuando se despidieron, prometieron ser amigos para siempre, aunque algo más que una amistad había prendido en sus corazones.
       Durante muchos meses, mensajeros fueron y vinieron de las distintas ciudades a las que viajaba Sawyl, y hasta los lejanos jardines donde Nienna vivía. Y el amor, en lugar de diluirse en la lejanía, se asentó con fuerza y echó raíces profundas en la oscuridad de sus sueños, hasta que un día Nienna, agotada su paciencia, lo interrogó largamente y así supo del matrimonio envejecido, del rancio sentido del deber que él enarbolaba, de la distancia entre él y la esposa. Entonces Nienna le dijo: “ven a vivir conmigo”.
       Pero Sawyl tenía miedo; se sentía viejo y temía enfadar a los dioses si abandonaba a su esposa. Sin embargo, cada vez que pensaba en Nienna se decía a sí mismo: “me queda poco tiempo; siempre he sido recto y honorable; me merezco una mujer que me ame, como Nienna”. Así pasaron varias semanas y ya estaba él a punto de decidirse cuando un día, sin querer, mencionó aquellas tierras lejanas en las que conociera a su esposa. Al escuchar Nienna hablar de esa tierra y de la paz que habían querido restaurar en ella su amado y la esposa, decidió visitar en secreto a Kavir para ver con sus propios ojos a la que se atrevía a despreciar al que ella adoraba. Arregló todos sus asuntos, cerró su casa y emprendió el largo viaje hasta la casa donde vivía Sawyl con su esposa.
       Al llegar descubrió que se preparaba una gran fiesta en honor al aniversario número 50 del anciano matrimonio. Así que le pagó a la cocinera para que se fuera y tomó su lugar, disfrazada. Y quisieron los dioses que, justo esa noche, Sawyl estuviera en casa. Él no reconoció en la cocinera a su amante, así que Nienna los pudo observar a su antojo mientras les daba a catar las pruebas para que eligieran el menú del festejo. Al principio, lo único que vio fue la fealdad y la vejez de ella, el silencio que se tendía entre ellos y al desamor, cantando su ronca canción cada vez que se dirigían uno al otro; y pensó: “definitivamente, Sawyl se merece algo mejor que esto”. El matrimonio eligió la comida y la invitó a quedarse en la casa como su huésped para que no tuviera que pagar en la posada. Ella aceptó, gustosa.
       Cuando la noche se cerró y todos dormían en la casa, Nienna se levantó con la intención de deslizarse hasta donde Sawyl dormía y convencerlo de irse de una vez con ella. Tenía todo listo y sabía qué palabras debía decir para obtener lo que deseaba. Pero al pasar por la sala, vio una serie de retratos sobre una mesita, puestos de cualquier modo y un tanto revueltos. En uno se veía a Kavir y Sawyl, tan jóvenes que parecían casi niños, en aquella tierra lejana donde se habían conocido. En otros más, se veía a Sawyl en distintas edades de su vida. Y vio también otros retratos más pequeños donde aparecían los hijos y los nietos, traviesos y apenas niños. En ese momento, un rayo de luna se coló hasta aquella mesita y se posó en un retrato relativamente nuevo en el que se veía a Sawyl con su esposa, sin mirarse ni tocarse, uno al lado del otro, sonriéndole al retratista. Entonces Nienna lo entendió todo y vio lo que ellos mismos ya no eran capaces de ver: la belleza en la sonrisa de ella, el cielo en los ojos de él. Y vio los años que habían pasado juntos, las pruebas que habían enfrentado; cómo habían amado a sus hijos, cómo se habían hecho fuertes ante el resto del mundo y cómo habían dejado de ser casi niños para volverse ancianos, juntos.
       Y es que Nienna no era una bruja. Los dioses, por juego o por pura crueldad, le habían arrebatado su sombra y eso infundía miedo en quienes la conocían; pero Nienna era en realidad una Hija de la Luz que se preocupaba honestamente por los demás y procuraba siempre el bienestar de los que la rodeaban y que, sin mala intención, se había enamorado de Sawyl. Nienna  tomó el retrato donde Kavir sonreía, la besó suavemente en la congelada mejilla y regresó a su cama.
       Al día siguiente, se levantó muy temprano, organizó a los sirvientes y cocinó el banquete más delicioso que nadie nunca antes hubiera probado, mientras observaba de lejos cómo Sawyl miraba de reojo a su mujer y negaba con la cabeza. Nienna tuvo que apurarse mucho, pues temía que Sawyl tomara una decisión que, ahora lo sabía, sería errónea. Así que, antes de que la ceremonia comenzara, se acercó a Sawyl y pidió hablar con él en privado. ¡Apenas a tiempo!, pues efectivamente él ya había decidido marcharse porque se había dado cuenta de que ya no amaba a su esposa y no quería festejar una mentira; pero pensó que eso no era culpa de la cocinera y aceptó hablar con ella creyendo que se pondrían de acuerdo con el pago. La condujo a su despacho y estaba a punto de pedirle el precio final del banquete, cuando ella soltó su cabello y él al fin la reconoció.
       Al principio se asustó muchísimo, pero luego le dio tanto gusto verla que sintió el impulso de abrazarla y besarla, como había querido hacer desde que la conociera; pero ella lo detuvo diciéndole:
       -Sawyl, amor mío, corazón de mi corazón: vine a esta casa con la intención de investigar cómo eran tu vida y tu esposa, y así lo hice.- Y le explicó lo que había adivinado en los retratos y en la sonrisa de Kavir, mientras Sawyl la miraba sorprendido, a ratos ofendido y a ratos cabizbajo. Entonces Nienna agregó:
       - Alma mía, mi corazón gemelo, te voy a hacer el mejor regalo que he podido pensar para ti: te voy a dar la oportunidad que necesitas para volver a ser feliz con tu esposa; si tú decides aprovechar o no esta oportunidad, eso ya es asunto tuyo. He aquí mi regalo: me voy. He cerrado mi casa y ni siquiera yo sé a dónde me voy a dirigir ahora. He decidido renunciar a ti y así aceptar vivir sin alma ni corazón, ni sombra ni amistad, a cambio de que tú festejes la vida que yo no viví. Acepta mi regalo, Sawyl, te lo ruego.
       En ese momento, Kavir entró en la habitación y de inmediato supo que algo iba mal; pero Nienna, rápida y decidida a tomar el camino correcto, se apresuró a exclamar:
       -¡Señora Kavir, su esposo no quiere aceptar mi regalo para ustedes por sus Bodas de Oro!
       Por supuesto, a Sawyl se le fue el alma a los pies. Pero Kavir, acostumbrada a ignorarlo, le preguntó a Nienna qué regalo era ese.
       -Este banquete- contestó la Sin Sombra.
       Kavir abrió mucho los ojos, encantada, pues una de las razones por las que el matrimonio pasaba malos tiempos era la falta de dinero y los festejos habían sido razón de acres discusiones; pero Sawyl había insistido tanto y se había mostrado tan ilusionado, que Kavir no se había atrevido a cancelarlos; el regalo de la cocinera significaba poder pagar varias cuentas, hacer algún regalo a los nietos... Entonces miró a su esposo y le  sonrió; ¡y fue aquella la sonrisa más espléndida que él había visto en toda su vida!
       -¡Sawyl!...- suplicó Kavir; y no tuvo que decir más porque su esposo la abrazó y por encima del hombro de su esposa, miró a Nienna y dijo: “aceptamos”, en un susurro suave y lleno de amoroso y profundo agradecimiento.
       Nadie vio en qué momento la creadora del fabuloso banquete salió de la casa, con paso leve y rápido, los ojos anegados en lágrimas y el corazón encogido; ni ella misma, a causa de las lágrimas, fue capaz de ver cómo los dioses, en recompensa por su valor y rectitud, le devolvían la sombra que le robaran al nacer, y que ahora se tendía detrás de ella y la seguía, bajo la luz perezosa del atardecer.

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