octubre 09, 2015

Aleph de barrio

Ayer me cayó la lluvia después de mi taller de literatura distópica y mejor me esperé a que me llevaran en carro al metrobús e irme acompañada hasta Guerrero; esto es algo que sucede con cierta frecuencia y que yo acepto de mil amores, porque me gusta mucho el recorrido, sobre todo la última parte:
       Me bajo en la Vasconcelos y camino por el Eje a paso vivo. Esta vez no llevaba los audífonos, porque era realmente tarde y no conviene ir desconectada. Yo iba con un humor, digamos, "pendular" --"me voy, me quedo, me voy, me quedo, me voy, me quedo, me..."-- y al mismo tiempo con la mente hipersensibilizada: hace semanas que espero a estar lista para comenzar la escritura de cierto poema y de un par de ensayos, pero nada; no sale una sola palabra útil. Estoy "al filo del agua", en ese espacio de no-tiempo en el que ya estás listo y ya sientes las palabras y la adrenalina bombeando, pero aún no tienes la condenada primera oración, ese primer verso para desenredar la madeja; nomás sientes borbotear tu interior, como un volcán... Y escribes, escribes, escribes interminables rollos, hojas y más hojas de reflexiones circulares e inútiles pero larguísimas en el diario, otros ensayos, haces trabajos de traducción, lees como enajenado, escribes cartas a tres personas distintas, hablas hablas, piensas piensas... Pero esto no se puede apresurar. Es como el amor: tiene sus propios tiempos; y pues jódete. Y espérate.
       ¡Estoy tan harta de esperar! Ya no sé ni qué estoy esperando. Ni a quién. O para qué. ¿Qué íbamos a hacer?, ya hasta se me olvidó. Pero esos dos ensayos... y el poemario nuevo...
       Ayer, además, llovía un poco; eran sólo goterones, de esos gordos que se estrellan en tu cabeza, en tus hombros y en los anteojos; normalmente me desagrada esa clase de lluvia, pero ayer  me ayudó a calmarme, a enfriar un poco la mente y la impaciencia. A pensar. Miré el cielo a través de los árboles, apenas si se distinguía su contorno. Pensé en la sesión del taller. En mi estudiante Natalia, a la que no tendré nunca el placer de conocer, porque no aparece en la lista ni puedo oírla participar en clase, lo cual es lamentable porque aparentemente tiene buenas ideas. La verdad es que no sé qué hacer con Natalia; o más bien, sé que no puedo hacer nada, pero, aun así, quisiera poder hacerme más útil. Luego -o quizá, más bien, al mismo tiempo- pensé en el tema de la sesión: vimos Divergente y nos pusimos a alegar sobre qué facción elegiría cada quien; fue una excelente discusión: no llegamos a nada. Bueno, no; sí llegamos a una sola y parcial pero consensuada conclusión: que el Taller de Literatura Fantástica y Distópica constituye en sí mismo una facción llena de divergentes; ¡genial!
      Y mientras, seguía caminando, con cuidado, rápido, con ojos en la nuca, no vaya a ser el diablo, mirando los carros, la poquísima gente en la calle, las luces del OXXO. Y sonreí. Porque después del OXXO está la razón por la que esa caminata nocturna vale la pena: una casa, bastante vieja, no tengo la menor idea de la época, que no está a nivel de piso.
      Desde la primera vez que la vi, me embobé. Esto es lo que se ve: una reja sucia pintada de un blanco viejo y desvahído, cerrada con una cadena que no la ciñe correctamente, de modo que la reja se vence hacia el que camina por la acera. Después hay un pequeño patio en el que con calzador quizá quepa un carro, pero que siempre está vacío. Y luego una puerta que es mitad madera y mitad vidrio transparente y biselado, y maravilloso porque por ese vidrio se vislumbra una escalera que, cabe suponer, da acceso a la casa; y es una escalera oscura, larga y empinada. Me detengo de golpe y me acerco a la reja, para ver aparecer, a un pasito del último escalón, la escena más reconfortante que imaginarse pueda: una silla y a su lado, en una mesa pequeña, una lamparita que echa una luz amarilla y cálida que dice "bienvenido" a quien llega a la casa. Y a los que miramos desde la calle.
       No se ve nada más. Ni necesito ver nada más.
       Una vez pasé y estaba apagada; me llené de zozobra y corrí las últimas cuadras hasta mi casa, con el corazón desbocado, segura de que estaba a punto de sucederme una desgracia. Y otra vez quise fotografiar la escena, pero... hay cosas que deben ser vividas, nuevas cada vez.
       Pero la regla es la impermanencia. Y un día, esa casa va a dejar de ser como es estas noches. O yo daré clase a otra hora, y de día esa maravilla no es sino una casa vieja y sucia como hay tantas por aquí. O entraré en razón, por fin, y dejaré de arriesgarme caminando a medianoche por esa calle. O todo al mismo tiempo. Entonces no habrá más luz en la mesita, ni una silla para descansar de los andares del día; la reja será compuesta y cerrará completamente, sus goznes encajarán a la perfección y un carro estorbará mi vista; y cambiarán la puerta de vidrio por otra, más segura, de metal o de madera con tres chapas. 
       Pero aún no; esa casa con esa luz y su silla en la cima de esa escalera es uno de los ombligos del universo, un pequeño aleph de barrio, poderoso y diminuto. Me detengo sólo lo suficiente para suspirar profundamente y decir: 
       Me cae bien Natalia; me obliga a plantear las cosas de modo que nos entendamos aunque no podamos vernos ni escucharnos; así que todo tiene que ser muy claro. Es muy útil; todo el mundo debería tener un estudiante imaginario.
       Me quedo, hasta que encuentre la razón que necesito para irme.
      Y sigo esperando, ¿por qué no?; ¿cuánta prisa se puede tener cuando se sabe que la muerte es ya posible pero no inminente; que el amor existe aunque no siempre funcione; que la vida cambia, estemos o no de acuerdo, y cuando aquello que hace unos cuantos años parecía tan seguro, hoy ni siquiera alcanza a proyectar una sombra?

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