septiembre 13, 2015

Temple

Todo empezó porque era mi cumpleaños y yo quería festejar que estoy a la mitad o poco más adelante de mi vida, y todo pinta como que ésta va a ser una muy buena segunda vida. Todo fue bien: un día hermoso, despejado, con esas nubes como jirones que dan la impresión de ser la marca de agua del resto del universo. Comida con amigos, mensajes hermosos por todas partes, felicitaciones donde las esperaba y silencio donde lo prefería. Sólo un par de escollos, que fueron motivo más de risa que de pena: la Otra Mamá, con sus ojitos de botón y toda la cosa, se pegosteó a la comida y yo me puse bastante sarcástica, al grito de "es mi cumpleaños y se chingan todos"... Y por 'ai se coló un mensaje de cumpleaños, torpe, gazmoño y obligado, que agradecí y borré en un solo movimiento, casi sin leerlo. Por lo demás, fue un día plácido y hermoso. Pero al llegar la noche, sobraba un silencio y faltaba una felicitación.
      El silencio se tornó en olvido; el olvido en reclamo; el reclamo obtuvo una disculpa vaga y una excusa ofensiva, que a su vez se volvió, como bola de nieve, en un "si esto no es mutuo, mejor dímelo y así la dejamos", que a su vez -¡pinche drama de Mercado de Lágrimas!- se volvió acusación, y luego disculpas y súplicas y, finalmente, en un silencio herido, tensamente sostenido.
      En ese estado me fui a una de mis amadas y ya famosas lecturas de poesía. Resulta que Emilia -para darle el nombre de su autor- estaba empezando a perderse en los vericuetos de la reflexión filosófica y yo ya empezaba a alarmarme por el peligro instrínseco a toda tesis de acabar odiando al autor con el que se trabaja; así que convencí a La Mandrágora de organizar una sesión para leer el "Acto Preparatorio" de Al filo del agua, de modo que Agustina paladeara la magnífica prosa de su autor, y sobre todo para leer a José Emilio Pacheco y rescatar a Emilia, devolviéndole el goce que es derecho del lector y sustancia de la poesía.
      Yo iba mal; sentía que todo a mi alrededor se me había derrumbado y me estaba costando mucho trabajo entender por qué afuera, en la calle, no estaba todo en ruinas y por qué el resto de papafritas en la calle andaban tan tranquilos, como si el mundo no amenzara con hundirse bajo mis pies a cada pisada... Pero nunca he faltado a una sesión de poesía y ésta no iba a ser la primera vez; así que me embarré todo el maquillaje necesario para cubrir las huellas de la catástrofe, me enganché una sonrisa no muy ancha, plausible y sólo un poco chuquecita en la cara, y me encaminé al encuentro de La Mandrágora.
      ¡Ah, sí!, ¡la poesía! 
      Pacheco no es mi favorito, pero eso no importa porque José Emilio Pacheco fue, qué fácil se olvida uno, el maestro del que me enseñó a mí a escribir poesía. En efecto, fue con la imagen de Pacheco cuando dice de la enredadera que es "la costumbre de la piedra" que logré por fin entender lo que nunca antes nadie había sabido darme a entender, es decir, de qué se trata la poesía:

"Verde o azul, fruto del muro, crece;
divide cielo y tierra.
Con los años
se va haciendo más rígida, más verde,
costumbre de la piedra, cuerpo ávido
de entrelazadas puntas que se tocan,
llevan la misma savia, son una breve planta
y también son un bosque;
son los años
que se anudan y rompen;
son los días
del color del incendio..."



El temple cadencioso y sin artificios, suavemente pausado, tenue y amplio de Pacheco se hizo eco poco a poco en mi mente apabullada; me dejé llevar por las instrucciones que yo misma he ido creando al paso de los años para estas lecturas y le di vueltas y vueltas al libro que llevé para la ocasión, hasta que un verso atravesó mi mente, se coló a través de mis ojos y por los entresijos de mi corazón acorazado por la pena...

"No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.
Quizá todo fue autoengaño.
La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido."



Fue como si un afinador supremo viniera hasta mí, abiera la tapa de mi caja de resonancia y pacientemente afinara una a una las cuerdas destempladas de mi mente-corazón. Una a una. Sí, se tenía que ir; yo nunca quise que perdiera nada, que renunciara a nada, al contrario, siempre apuré la certeza de que tuviéramos todo lo que deseábamos y que a lo habido se sumaran mis cielos y mi poesía y mi música y mi asombro y mi amor sin recato. Una a una. Entonces pude recordar mis promesas y la bendita paz que trajo a mi vida: Que vivas bien. Que seas feliz. Que tu vida sea de verdad fácil y de verdad maravillosa.
      Pacheco me prestó su temple y me devolvió la cordura, igual que antes, hace años, me mostrara que la esencia de la poesía era del mismo material que mi propia esencia.

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